Viernes, 21 de mayo de 2004

Me alejé en el coche de casa, sin atreverme a mirar atrás.

El sol ya brillaba, el cielo estaba despejado y azul y el aire era fresco pero no frío. Iba a ser un hermoso día, un día fantástico.

Cuando llegué al final de la calle, puse el intermitente derecho, doblé la esquina y sentí un grito que empezaba a emerger en mi interior, una risa, una carcajada maniaca de alivio. Todo el pánico que se había acumulado en mi interior durante tanto tiempo.

Conduje hasta el trabajo, entré por la puerta de atrás para no tener que saludar a los de seguridad y saqué la maleta de su escondite. Dentro del bolsillo estaban los dólares estadounidenses, el pasaporte junto con el visado de tres meses y mis documentos de viaje. Mi despacho estaba desierto y vacío, alguien se mudaría a él la semana próxima. Arrastré la maleta y la saqué por la puerta de atrás, esperando que los de seguridad no estuvieran mirando las cámaras de circuito cerrado en aquel preciso momento, esperando que nadie me viera, me preguntara qué tal estaba y si no se suponía que ya debería haberme ido.

La primera parte del plan había ido bien.

Entré en la autopista, cantando. Conduje dos salidas más allá hacia Preston y me abrí camino entre el creciente tráfico de la hora punta para ir hacia la estación de tren. En la siguiente calle había un concesionario de coches de segunda mano. Aparqué en la calle, delante del abarrotado patio delantero. En el asiento del copiloto estaban los papeles del coche y de la ITV. Había firmado la parte del V5 en la que ponía que estaba vendiendo el coche, y había dejado el resto en blanco. Adjunté una nota.

A quien pueda interesar: por favor, hágase cargo de este coche. Ya no lo necesito. Gracias.

Dejé las llaves en el contacto. Esperaba que quien lo encontrara no sintiera la necesidad de avisar a la policía.

Saqué la maleta del maletero y me la llevé rodando hasta la entrada de la estación. Compré un billete para Londres, lo pagué en efectivo y arrastré la maleta abajo, al andén, para esperar. El tren de Londres llegaría en cinco minutos. Quería irme ya. Aunque sabía que Lee probablemente seguiría profundamente dormido en la cama, quería alejarme de él, quería correr sin volver a mirar atrás.

Al principio el tren estaba abarrotado y en cada estación se subía y se bajaba gente. Quería relajarme, leer un libro, actuar como una persona normal. Permanecí sentada e inmóvil, mirando el campo por la ventana, los pueblos que pasaban a toda velocidad, mientras cada estación que dejábamos atrás me alejaba más y más de mi antigua vida y me acercaba más a la libertad.

Hacía una semana, exactamente una semana, él había llegado tarde a casa, más tarde de las once. Yo creía que estaría toda la noche fuera, creía que estaría a salvo hasta el sábado por lo menos, pero apareció y entró en casa. Yo estaba viendo un programa sobre Nueva York y el sonido de la puerta de la entrada al abrirse y cerrarse me sobresaltó y, sin pensar, apagué la tele.

El olor a alcohol llegó antes que él a la sala. No iba a ser agradable, lo sabía.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Me iba a ir a la cama. ¿Quieres que te prepare una copa?

—Ya me he tomado bastantes putas copas.

Se dejó caer en el sofá, a mi lado. Todavía vestía los mismos vaqueros y la misma sudadera de capucha que llevaba puestos hacía dos días, cuando se había ido a trabajar. Se pasó una mano por la frente con un gesto de cansancio.

—Te vi ayer por la noche en la ciudad —dijo en tono desafiante.

—¿Ah, sí? —Yo también lo había visto, pero no pensaba admitirlo—. Salí a tomar algo con Sam. Te lo dije…, ¿recuerdas?

—Lo que tú digas.

—Creía que tenías que trabajar —dije, deseando poder decirle que me dejara en paz de una puta vez y que parara de seguirme.

—Y estaba en el puto curro —dijo—. Solo te vi cuando ibas del Cheshire al Druids. Parecía que te estabas echando unas buenas risas. ¿Quién era aquel tío?

—¿Qué tío?

—El que iba contigo. Te estaba rodeando con el brazo.

Me puse a pensar, obligándome a recordar.

—No recuerdo que me hubiera rodeado con el brazo, pero el tío que estaba con nosotras era el novio de Sam.

—Ven aquí. —Abrió los brazos, que se mecían un poco, y yo apreté los dientes y enterré la cara contra su pecho. Me dio un abrazo opresivo, y me hundió la cara contra la sudadera. Olía a bares, a asfalto, a comida para llevar y a alcohol. Su mano me retiró el pelo de la cara y luego me la levantó hacia la suya para besarme. Algo que hizo con torpeza.

—¿Estás en esos días? —preguntó, pasado un minuto.

Se me pasó por la cabeza asentir, pero no me beneficiaría en absoluto.

—No.

—¿Entonces por qué estás tan arisca?

—No estoy arisca —dije, intentando mantener un tono de voz jovial—. Solo estoy cansada, eso es todo. —Para demostrarlo, escondí un delicado bostezo tras la mano.

—Siempre estás cansada, joder.

Volvía a estar de nuevo en la misma encrucijada, en la que podía ser valiente y darle lo que quería, o intentar hacerle frente y arriesgarme a recibir otra paliza de campeonato. Cuando estaba así de borracho, no aceptaba un no por respuesta, y no quería arriesgarme a empezar mi nuevo trabajo en Nueva York con moretones amarillentos en la cara.

—Pero no tanto —dije, sonriendo, mientras ponía la mano en la entrepierna de sus vaqueros, se la frotaba y le desabrochaba el cinturón.

Al final me pegó de todos modos. Me folló y yo traté por todos los medios asegurarme de que no me doliera mucho, intentando que durara como si lo estuviera disfrutando. Supe por dónde iban los tiros cuando empezó a darme azotes en el trasero mientras me follaba, al principio fue solo una palmada, pero siguió dándome más y más fuerte hasta que tuve que gritar. Últimamente parecía que aquello era lo que le ponía. Podía estar follando horas, sobre todo si había bebido, su erección iba y venía, hasta que encontraba alguna manera de hacerme daño: pegarme, o tirarme del pelo hasta que gritaba, y, en cuanto oía aquella nota de dolor auténtico en mi voz, lo hacía con más fuerza hasta que me hacía el daño suficiente como para ponerlo al límite y llegar al orgasmo.

Salió de mí bruscamente y me volvió a poner boca arriba, mientras respiraba con jadeos entrecortados y los ojos le brillaban de placer. La piel del trasero me escoció al entrar en contacto con la alfombra.

Me pregunté qué iba a hacer. Ya creía que era imposible que me siguiera dando miedo. Me había hecho daño tantas veces que ya era casi algo normal. Cada vez se volvía más creativo en lo de encontrar nuevas formas de humillarme.

—No me pegues en la cara —dije en voz baja.

—¿Qué?

—Lo que sea…, pero en la cara no. Hacen demasiadas preguntas en el trabajo.

Sonrió de una forma horrible y lasciva y, por un momento, creí que iba a hacer precisamente, eso, golpearme una y otra vez en la cara hasta que se me abriera la piel. Noté que me empezaban a brotar las lágrimas, aunque no soportaba que me viera llorar.

—¿Ah, sí?

Asentí, incapaz de seguir mirando para él. Entonces me puso una mano lentamente bajo la barbilla, eligiendo el sitio, el pulgar en un lado, los dedos en otro.

—No —dije—. Por favor, Lee…

—Cierra la puta boca —dijo—, así está bien, te va a encantar.

Mientras me follaba, me quitó el aire de los pulmones. Me llevé los dedos al cuello, intentando aliviar la presión, mientras el aire de mis pulmones se consumía y el rugido de mis oídos indicaba que iba a perder la consciencia de un momento a otro.

Luego, todavía follándome con violencia, dejó de apretar y yo tosí y jadeé, llenando los pulmones de aire. La única forma de detenerlo era sucumbir. Grité, lo más alto y fuerte que pude, mientras las lágrimas me rodaban por las mejillas. Casi había visto la muerte. Estaba completamente aterrorizada y los gritos salieron casi de forma involuntaria…, así que grité.

Él no intentó impedírmelo, no me volvió a poner la mano sobre la boca y me dejó gritar. Funcionó. Segundos después salió de mí y se corrió en mi cara.

En el tren, mientras los Midlands pasaban a toda velocidad en un borrón de verde y rayos del sol, cerré los ojos para contener la náusea.

Luego se había levantado de la alfombra, había ido tambaleándose al baño del piso de abajo para asearse en el lavabo y había subido al piso de arriba a tirarse en la cama.

Esperé hasta que lo oí roncar, luego me apoyé sobre las manos y las rodillas, todavía llorando, y fui a darme una ducha. Al menos los únicos cardenales que tenía eran alrededor de la garganta. La semana anterior había ido todos los días a trabajar con un pañuelo al cuello. La gente había pensado que me habían hecho un chupetón, con veinticuatro años, ni más ni menos.

A las nueve en punto, el tren llegó a Birmingham. Oí al locutor de la estación enumerando el listado de paradas que faltaban en el viaje para llegar a King’s Cross, y luego: «Debido a un problema de señalización en Maples Cross, este tren sufrirá un retraso de media hora».

¿Media hora? Miré el reloj, aunque sabía qué hora era. No pasaba nada. Había calculado de tal forma que tenía dos horas de margen además de las tres de antelación que necesitaba para facturar en Heathrow. Siempre y cuando no hubiera más retrasos, no tendría problemas para llegar a tiempo.

Quería dormir, pero estaba demasiado tensa, demasiado nerviosa. ¿Cuándo sería capaz de relajarme? ¿Me relajaría cuando estuviera en el avión? ¿Cuando llegara a Nueva York? ¿Cuando me enterase de que se había ido de Lancaster, o al cabo de un año sin saber nada de él?

¿Sería capaz de volver a relajarme alguna vez?