Sábado, 17 de enero de 2004
El Spread Eagle estaba lleno de gente, la mayoría amigos de Sylvia del Lancaster Guardian. El nivel de ruido era enorme y hasta había un DJ, aunque en realidad los gritos y las risas ahogaban la música. A juzgar por el escándalo y por el estado de los presentes, llevaban bebiendo casi todo el día.
Sylvia, que era el centro de atención en la barra, estaba todavía más guapa y exótica de lo habitual, con una falda magenta y una blusa de seda verde esmeralda que le combinaba con los ojos, abierta hasta un botón lo suficientemente bajo como para dejar ver una buena porción de escote y un atisbo de sujetador de color cereza. Cuando me vio, dio un grito, se desmarcó de los hombres trajeados que tenía a ambos lados y se me acercó tambaleándose para darme un abrazo. Olía a perfume del caro, a ginebra y a cortezas de cerdo.
—¡Madre mía! ¿Puedes creerlo? ¡Me voy al puto Daily Mail!
Dimos unos cuantos saltitos juntas arriba y abajo y luego me acordé de Lee y me hice a un lado.
Sylvia dio un paso adelante con su sonrisa más coqueta, le dio la mano a Lee e hizo una pequeña y delicada reverencia.
—Hola de nuevo, Lee.
A su favor, hay que decir que Lee le dedicó una de sus sonrisas y le dio un beso en la mejilla. Aquello, obviamente, no fue suficiente para Sylvia, que le echó los brazos alrededor del cuello y lo honró con un abrazo. Él me miró por encima del hombro de Sylvia y me guiñó un ojo.
Después de aquello, Lee pareció relajarse. Yo revoloteé por el bar, hablando con varios conocidos, bebiendo mucho más de lo que debería y aceptando copas de algunas personas que apenas conocía y de otras que no había visto en la vida. De vez en cuando le echaba un vistazo a Lee y siempre parecía estar a gusto, principalmente cuando estaba hablando con Carl Stevenson, que había sido el editor de Sylvia cuando esta empezó a trabajar en el periódico. Más tarde lo vi en un grupo con Sylvia, que en parte hablaba con él y en parte con el resto de la multitud. Él me vio mirando, me sonrió y me guiñó un ojo.
«Como mucho una hora», pensé para mis adentros, mientras observaba divertida a Lee de pie en la barra, charlando animadamente con Len Jones, el corresponsal jefe de sucesos. Era el que había perseguido a Sylvia hasta la extenuación el verano anterior, a pesar de la existencia de la señora Annabel Jones, que había amenazado más de una vez con castrarlo con un par de tijeras de manicura.
Me acerqué furtivamente a la barra donde estaba Lee y me acurruqué bajo su brazo.
A modo de respuesta, me dio un beso cervecero justo encima de la oreja.
—¡Vaya, no me habías dicho que esta encantadora y joven tigresa fuera tuya! —dijo Len, levantando una pinta zarrapastrosa en dirección a mí.
—Hola, Len —dije.
—Cathy, mi bomboncito. ¿Cómo estás? ¿Y por qué no has venido a hablar conmigo?
—En realidad, he venido solo para hablar contigo —dije—. No tiene nada que ver con el hecho de que esperaba que Lee me pudiera invitar a otra copa.
Él se dio por aludido y gritó por encima de la barra, les tendió un billete de diez libras y me consiguió un vodka a cambio, mientras Len murmuraba algo sobre ir a mear.
—¿Te lo estás pasando bien, entonces? —le pregunté en voz muy alta, al oído.
Él asintió, mirándome a los ojos. Me estaba haciendo toda una experta en interpretar sus pensamientos. Podía adivinar con bastante precisión lo que tenía en la cabeza, lo que hizo que se me aflojaran las piernas. Sin quitarle los ojos de encima, puse la mano deliberadamente sobre la parte delantera de sus vaqueros y noté lo duro que estaba. Le di un apretón evaluativo, vi que cerraba los ojos y que su piel se ruborizaba. Entonces lo solté y me tragué parte de la copa.
—Eres condenadamente sexi —me gruñó al oído.
—Espera a que te lleve a casa —dije.
Su mirada me dijo que no estaba dispuesto a esperar tanto.
Para ser sincera, estaba disfrutando de la provocación un poco demasiado. Fui a bailar con Sylvia, que se había quitado los Louboutin y estaba bailando descalza sobre el asqueroso pedazo de suelo laminado que hacía las veces de pista de baile.
Vi que Lee nos miraba, y Sylvia también, así que me llevó a un lado y me dio un buen morreo.
—¡Eres una puñetera descarada, Sylvia! —le grité cuando finalmente me soltó.
—Déjate de rollos —me respondió a gritos—. ¿Entonces no hay posibilidad de hacer un trío antes de que me vaya a tomar por culo a Londres?
Me eché a reír y miré hacia él. Su cara era un poema.
—Hum… —dije—. ¿Qué crees que diría si le preguntara?
Me rodeó con un brazo la cintura y nos dimos las dos la vuelta para echarle un buen vistazo.
—¡Está buenísimo, no jodas! —gritó Sylvia.
—¡Lo sé, y es todo mío, no jodas!
Nos echamos a reír, nos abrazamos y nos pusimos a dar saltos de alegría justo a tiempo para Lady Marmalade.
La atención en exclusiva de Sylvia no duró mucho, sin embargo, ya que dos chicos de aspecto sudoroso que no conocía se la llevaron. No creo que fueran del periódico, pero a Sylvia no pareció importarle.
Lee había desaparecido. Yo me quedé en la pista de baile, prácticamente sostenida por cuerpos por todas partes, mientras los oídos me pitaban con el ruido y casi deseé haberme puesto algo un poco más fresco que aquel vestido de terciopelo.
Finalmente decidí que estaba demasiado desesperada por ir al servicio para seguir, así que me dirigí tranquilamente hacia el baño de chicas, eché un vistazo a la cola y entré en el de los chicos.
—No estoy mirando —dije mientras giraba la cara para no ver a los tíos que estaban de pie en los urinarios, me encerraba en un cubículo y me sentaba, aliviada.
Cuando terminé, me puse a buscarlo, abriéndome paso entre cuerpos borrachos con determinación. Volvía a estar apoyado en la barra, charlando con Len.
—¿Nos disculpas un momento? —grité cortésmente, y Len levantó una ceja y asintió antes de volverse hacia la barra para pedir otra pinta.
Cogí a Lee de la mano y lo arrastré por el pasillo, más allá de los baños, para salir a la terraza. La puerta estaba rodeada de gente tomando el aire, pero me lo llevé más allá, y cruzamos la cancela que había al final de la terraza para ir al jardín. Aquel sitio solía estar a rebosar en verano, pero ahora mismo estaba desierto y muy, muy oscuro.
No fue necesario arrastrarlo, de hecho cuando se dio cuenta de a dónde lo llevaba, tomó el mando y fue él quien empezó a tirar de mí.
Tropecé con un pequeño montículo de hierba y aparqué el extremo de mi trasero sobre una mesa de picnic, me subí la falda, alegrándome de haber decidido ponerme medias e igualmente contenta de haberme deshecho de las bragas tirándolas en la papelera del baño de chicos.
Solo alcanzaba a ver su contorno, recortado contra el débil resplandor anaranjado del cielo, pero lo oía respirar. Enganché con un dedo la cintura de sus vaqueros y lo acerqué a mí, abrí la hebilla del cinturón, desabroché el botón y bajé la cremallera mientras él me pasaba una mano hacia arriba por la parte de dentro del muslo. Cuando se dio cuenta de que no llevaba bragas, oí un fuerte gemido.
Me besó violentamente, obligándome a mantener la boca abierta, y luego se apartó bruscamente para susurrarme al oído, con una voz que no era más que un áspero resuello:
—Eres una zorra pervertida…
—Cállate —le dije en la boca—. Apuesto a que ahora te alegras de que me haya puesto este vestido, ¿no?
Nos llevó más tiempo porque él había bebido demasiado. Por mucho que estuviera disfrutando mientras me follaba con violencia bajo el gélido sire nocturno, parte de mí empezaba a preocuparse porque alguien oyera los ruidos que ambos estábamos haciendo. Y a otra parte de mí, nada despreciable, empezaba a preocuparle clavarse alguna astilla en el trasero.
Luego se salió y me dio la vuelta, me empujó otra vez sobre la mesa con una mano mientras me levantaba de nuevo la falda con la otra hasta que la tuve alrededor de la cintura, antes de volver a penetrarme desde atrás al tiempo que emitía un sonido entre dientes, apretándolos. Con cada golpe en la mesa me quedaba un poco sin aliento, mientras sentía los ásperos líquenes de la madera bajo los dedos y me preparaba para las embestidas. Me estaba agarrando por las caderas con tanta fuerza que me iban a salir cardenales y me empujaba hacia delante, contra la madera.
Entre empellón y empellón podía oír otros ruidos —¿era él?—. Sonaban demasiado lejanos. Y entonces, inconfundiblemente, la risilla de una chica. Estaba claro que había alguien más disfrutando de un paseo bajo el aire nocturno y el jardín era, al parecer, el lugar más apropiado. No sabía si decir algo y me tensé un poco; claramente tuvo el efecto deseado porque, en ese momento, él se corrió, metiéndose dentro de mí con tal fuerza que sentí un agudo pinchazo de dolor delante, en el vientre, mientras me lo arañaba contra el áspero extremo de la mesa.
Acto seguido, salió de mí y se subió los vaqueros, dejando que me pusiera en pie torpemente y que me bajara el vestido. Oí que Lee se aclaraba la garganta en el preciso instante en que dos siluetas salían de detrás del tobogán. La llamativa falda rosa era visible incluso bajo aquella luz. Y detrás de Sylvia —aferrándose a su mano como si fuera un salvavidas—, iba Carl Stevenson, antiguo editor del Lancaster Guardian, con expresión avergonzada y pasándose el dorso de la mano por la boca.
—Buenas noches —dijo Sylvia con una risilla, antes de guiñarme un ojo y dejarnos atrás para regresar al bar.
De la mano, salimos por la puerta lateral al aparcamiento y lo rodeamos para volver a la parte de delante y buscar un taxi. Yo estaba temblando de nuevo.
—¿Por qué las mujeres nunca os ponéis abrigo, por el amor de Dios? —dijo, rodeándome con los brazos.
—Ya te tengo a ti para hacerme entrar en calor —dije, besándolo en el cuello.
Aquella parte de la noche estuvo bien. El camino de vuelta a casa en el taxi también, sobre todo porque Lee me metió la mano bajo la falda y fue toqueteándome durante todo el camino de vuelta a casa.
Cuando llegamos, sin embargo, algo cambió.
—Creo que voy a darme una ducha —dije, mientras me quitaba los zapatos de una patada y los tiraba en el armario que había bajo las escaleras. Él estaba de pie en el salón, con aire sombrío y las manos en los bolsillos.
—Me voy a mi casa —dijo.
Volví a la sala sin estar muy segura de si lo había oído bien por encima del pitido de los oídos.
—¿Has dicho que te vas a tu casa? ¿Por qué? ¿No te vas a quedar?
Me acerqué a él y deslicé las manos alrededor de su cintura. Él se quedó con las manos en los bolsillos un momento y luego me agarró por la parte de arriba de los brazos y me alejó de él, con suavidad, pero con firmeza.
—¿Qué pasa? —pregunté, al tiempo que una sensación de bajón empezaba a sustituir a la alegría de la borrachera.
Finalmente me miró a los ojos y vi que los suyos estaban oscurecidos por un nivel de ira que nunca antes había visto.
—¿Que qué pasa? ¿De verdad no tienes ni puta idea? Madre mía.
—Lee, dímelo, por lo que más quieras. ¿Qué he hecho?
Él sacudió la cabeza para aclararlo.
—¿Qué me dices de lo de salir del baño de los tíos sin bragas? ¿Te las olvidaste sin querer?
—Solo entré allí porque en el de chicas había cola. Sylvia y yo siempre lo hacemos cuando hay mucha gente —dije en voz baja.
—¡Sylvia! —exclamó, estallando—. ¡Esa es otra historia totalmente diferente! ¿Qué coño crees que estabas haciendo dándote el lote con ella en la pista de baile? ¿Metiéndole mano?
—Creí que te parecería erótico —dije, sintiendo aflorar las lágrimas. La cosa iba realmente mal—. No he hecho nada con ella.
Estaba claro que no era el momento de sugerir un trío.
—Venga ya, no empieces a llorar otra puta vez —bramó—. Ni se te ocurra ponerte a llorar otra puta vez.
Reprimí las lágrimas.
—¡Lee! Me quité las bragas en el baño porque iba a ir a buscarte directamente.
—¿Y cómo se supone que sé que eso es cierto? Podrías haberte tirado a cualquiera allí dentro. Zorra asquerosa.
Aquello me llegó al alma.
—¡Deja de insultarme solo porque de repente te pusiste cachondo! No te oí quejarte cuando me follaste en el jardín.
—¡Y te llevaste a tu amiguita allí, de puto público!
—¡No tenía ni idea de que estuviera allí!
—¿Lo hacéis a menudo, eso de salir allí para espiaros la una a la otra? ¡Joder!
—¡No! —Aquello no era del todo cierto. Lo habíamos hecho una o dos veces, para echarnos unas risas. Era como un reto a ver quién se llevaba a alguien al parque primero. Pero aquella noche no…
—Lee… —Le toqué el brazo con dulzura, intentando acercarlo de nuevo a mí, intentando calmarlo, pero él me separó la mano bruscamente—. Venga, lo siento. No fue así. Lee. —Volví a intentarlo y esa vez me empujó con fuerza, con ambas manos. Me caí de espaldas sobre el sofá, sin aliento.
Respiró hondo de forma repentina y me dio la espalda.
—Será mejor que me vaya.
Me senté en el sofá, de pronto asombrada por la fuerza de su ira y destrozada por la posibilidad de perderlo.
—Sí, será mejor.
Me pasé la primera hora después de que se fuera dándome una larga ducha caliente, luego vagando de habitación en habitación, pensando en todo lo que había dicho, en cómo había interpretado mi comportamiento. No me había tirado a nadie más, ni siquiera había tonteado con nadie más. No podía contar a Sylvia: era mi amiga del alma. Se había pasado. Pero entonces me dio por pensar que allí no conocía a nadie salvo a mí, en cómo lo había abandonado y me había pasado la noche revoloteando entre la gente, riendo y bromeando, agitando el pelo en el aire y batiendo las pestañas. Y dándome el lote con Sylvia en la pista de baile. Madre mía.
La segunda hora me la pasé hecha un ovillo en el sofá, abrazándome las rodillas y mirando fijamente con expresión ausente la pantalla de la televisión, sin ver nada. Los efectos del alcohol se habían desvanecido hasta tal punto que lo único que sentía ya era el estómago revuelto.
Justo cuando me estaba planteando irme a la cama, aunque sabía que no sería capaz de dormir, oí un ligero golpe en la puerta. Y entonces todo volvió a estar bien, porque él estaba ahí, y la luz del pasillo brillaba sobre su cara. Y aquellas lágrimas, y el dolor, el dolor puro y duro de sus ojos. Se acercó a mí a trompicones, diciendo:
—Lo siento, Catherine, lo siento… —dijo mientras se me acercaba trastabillando.
Lo estreché entre mis brazos y lo hice entrar, besándolo con dulzura, enjugando las lágrimas de sus ojos con besos. Estaba helado. Había caminado kilómetros. Le quité la ropa y lo metí en la ducha, y fue casi una repetición de aquella primera noche, cuando había aparecido en mi casa con la ceja sangrando y tres costillas rotas.
—Lo siento —susurró, mientras me tumbaba a su lado en la cama, intentando con mi cuerpo hacerlo entrar de nuevo en calor.
—No, Lee, tenías razón: me he pasado. Lo siento. Nunca volveré a dejarte en evidencia de esa manera.
Y cuando me hizo el amor, fue muy dulce.
Horas después, yacía en la oscuridad de mi cuarto, escuchando su respiración rítmica, profunda. La pregunta que me había estado rondando la cabeza desde el primer momento que vi aquellos ojos se convirtió finalmente en un susurro:
—¿Quién te rompió el corazón, Lee? ¿Quién fue?
Su respuesta se demoró tanto que creí que estaba dormido. Entonces oí la palabra, susurrada en el aire como un hechizo, como un encantamiento:
—Naomi.
A la mañana siguiente, había olvidado de qué eran los moretones que tenía en los brazos. Pero nunca olvidé aquel nombre, ni la manera en que lo pronunció, con tanta veneración: como un resuello o un suspiro.