Miércoles, 21 de junio de 2001
En cuanto a días para morir, el día más largo del año era tan bueno como cualquier otro.
Naomi Bennet yacía con los ojos abiertos en el fondo de una zanja, mientras que la sangre que la había mantenido con vida durante aquellos veinticuatro años manaba a borbotones de su cuerpo, derramándose sobre la arena y los escombros que tenía debajo.
Mientras vagaba a la deriva entre la consciencia y la inconsciencia, pensaba en lo irónico que era todo aquello, en la forma en que iba a acabar muriendo justo en aquel momento —después de haber sobrevivido a tantas cosas y cuando creía que la libertad estaba tan cerca— a manos del único hombre que realmente la había amado y había sido cariñoso con ella. Él se cernía sobre ella, de pie en lo alto de la zanja, con el rostro a contraluz mientras el sol brillaba a través de las hojas de color verde vivo y proyectaba sobre él una luz veteada que hacía refulgir sus cabellos como si tuviera una aureola. Estaba esperando.
La sangre le llenó los pulmones y le hizo toser, creando burbujas escarlata que se derramaron en forma de espuma sobre su barbilla.
Él permaneció inmóvil, con una mano sobre la pala, observando cómo brotaba la sangre de su interior y admirando su glorioso color, como de gema líquida, y cómo hasta en el momento de su muerte ella seguía siendo la mujer más hermosa que había visto jamás.
Una vez que el flujo de sangre se ralentizó hasta convertirse en un simple hilillo, él se volvió para echar un vistazo al páramo yermo que se extendía desde la parte de atrás de la nave industrial hasta donde comenzaban los terrenos de cultivo. Nadie pasaba por allí, ni siquiera la gente que paseaba a los perros, dado que el suelo era abrupto y estaba lleno de residuos de productos manufacturados acumulados durante décadas. Las malas hierbas crecían entre bobinas de cable vacías, un fluido marrón goteaba de algunos bidones de gasolina oxidados y al fondo, tras una larga hilera de limeros, la zanja de dos metros que se llenaba de agua sucia cuando llovía y que desembocaba en el río, un kilómetro y medio más allá.
Pasaron varios minutos.
Estaba muerta.
Había empezado a levantarse viento y él alzó la vista a través de la cúpula de hojas, hacia las nubes que se perseguían unas a otras por el cielo.
Bajó con cuidado por la escabrosa pendiente hasta el fondo de la zanja usando la pala para apoyarse, antes de estamparla sin vacilar contra el cráneo de la muchacha. La primera vez, esta rebotó bruscamente, pero luego rompió el hueso con un crujido sordo y lo astilló hundiéndolo en la carne. Una y otra vez, jadeando por el esfuerzo, le aplastó la cara, le rompió los dientes y convirtió los huesos y la carne en un horrendo amasijo.
Después de aquello, ya no era su Naomi.
Usó de nuevo el cuchillo para cortarle los dedos de uno en uno y las palmas hasta que no quedó nada identificable.
Finalmente, usó la ensangrentada pala para cubrirla con los escombros, la arena y los residuos que había acumulado en la zanja. No era un trabajo demasiado bueno. Había sangre por todas partes.
Pero mientras terminaba, al tiempo que se secaba las lágrimas que había derramado en el momento en que ella había pronunciado su nombre sorprendida mientras él le rebanaba el cuello, las primeras gotas de lluvia empezaron a caer de un cielo cada vez más oscuro.