Viernes, 2 de abril de 2004
Me levanté de la mesa exactamente a mediodía, apagué el ordenador y cogí el abrigo que tenía detrás de la puerta. El centro estaba lleno de gente, aunque los viernes eso era algo habitual. Estaba lleno de personas comprando, de pensionistas, de madres, de bebés, de estudiantes y de gente que en realidad debería estar trabajando pero que, por alguna inexplicable razón, no lo estaba. El sol brillaba y eso siempre atraía a más personas al centro de la ciudad. La brisa olía a verano, aunque todavía era fresca. Puede que fuera un buen fin de semana.
Odiaba las aglomeraciones. Prefería pasear por el centro cuando no había ni un alma, pero ese día había quedado con Sam.
En el Bolero Café, Sam me estaba esperando sentada en una mesa al lado de la ventana.
—¿Te importa que nos sentemos al fondo? Siempre tengo frío al lado de la ventana.
Sam alzó las cejas pero cogió las bolsas y el abrigo y me siguió al fondo de la cafetería.
No había estado allí desde que había cambiado de dueños. Antes era el Green Kitchen, un sitio vegetariano-vegano en el que vendían productos orgánicos de producción local y que tenía una pequeña cafetería al fondo. Logró aguantar algún tiempo, pero cuando los estudiantes se fueron durante las largas vacaciones de verano, dejó de tener la suficiente clientela. Había vuelto a abrir con el nombre de Bolero justo después de Navidad y con la oferta especial para pensionistas (té y pastel por una libra) les iba mucho mejor.
—Feliz cumpleaños —dije finalmente, mientras besaba a Sam en la mejilla—. ¿Cómo estás?
—Bien, gracias —respondió. Estaba guapísima con su jersey rojo de cachemir, un regalo de su nuevo novio. Bueno, no tan nuevo. Se habían conocido en Nochebuena en el Cheshire. Pero para mí seguía siendo nuevo. Solo la había visto una vez desde Navidad.
—Más bien cómo estás tú.
—«Más bien». ¿Qué se supone que significa eso? —pregunté. Lo cierto era que no quería empezar con aquello a esas alturas de la cita, tan pronto.
—Hace siglos que no te veo —dijo—. Solo era una pregunta.
La camarera apareció justo entonces, lo cual fue una útil distracción. Pedí un expreso doble, agua y una tostada de pan integral. Sam pidió un café con leche y un almuerzo campesino con queso.
—¿Qué tal con Simon? —pregunté.
Aquello dio para la siguiente media hora, momento en el que Sam iba por la mitad de la comida. Todavía estaba radiante de felicidad por su nueva pareja, por el futuro, tal vez por casarse cuando le tocara ser la siguiente en abandonar el nido… Por todo un poco.
—¿Y tú qué? —preguntó finalmente, mientras se bebía de un trago el café que le quedaba—. ¿Cómo te va con Lee?
—Ah, bien —dije—. Estupendamente.
—¿No te habrá propuesto matrimonio ni habrá montado ningún drama por el estilo?
—Bueno…, sí. Más o menos.
—¿Más o menos?
Eché un vistazo a la ventana, para cerciorarme.
—Siempre me lo está pidiendo. Semana sí, semana no.
—¿Qué? ¿Y no te vas a animar? ¿No le has dicho que sí? —Sam no acababa de entenderlo, lo sabía.
—¿Para qué? Estamos bien así, nos llevamos bien, con nuestras cosillas aquí y allá, como todo el mundo, ¿por qué cambiarlo?
—¿Por qué cambiarlo? ¡Podrías tener una boda, por el amor de Dios! ¡Un vestido, una luna de miel, regalos! ¡Un gran fiestón con todos tus colegas!
Me encogí de hombros.
—No digo que no lo vaya a hacer nunca, solo que ahora tenemos cosas más importantes en las que pensar. Tengo muchísimo trabajo. No quiero estar preocupándome por organizar una boda cuando ya tengo demasiadas cosas que hacer.
—Bueno —dijo Sam, dándome unos golpecitos en la mano—, está claro que te quiere con locura, ¿no?
Removí el café lentamente, viendo cómo surgían formas que se arremolinaban y giraban en la superficie del oscuro líquido.
—Sí —dije.
—Entonces, ¿por qué estás tan triste? —preguntó.
Pensé que no estaba representando muy bien mi papel. Se suponía que debería estar radiante, risueña y llena de deseos de feliz cumpleaños, pero no estaba consiguiendo engañarla.
—Echo de menos a Sylv —dije, lo cual era totalmente cierto, a pesar de la última conversación que habíamos tenido y que había sido horrible.
—Solo está allá abajo, en Londres, ¿sabes? No a un millón de kilómetros.
—Las dos hemos estado muy ocupadas.
—Me he enterado de la bronca que tuvisteis.
—¿Ah, sí?
Asintió.
—Claire me lo contó. Cree que estás muy rara desde que conociste a Lee.
—Ya.
—¿Qué está pasando?
Me encogí de hombros, barajando la posibilidad de contarle mi versión de la historia y preguntándome si, en realidad, me vendría bien.
—Ni yo misma lo tengo claro.
No confiaba en ella, no plenamente. Era la única con la que mantenía cierto contacto y, aun así, este era muy esporádico. ¿Quién me aseguraba que ella no hubiera estado hablando también con Lee? Puede que en cuanto nos despidiéramos lo llamara y le informara de lo que yo había dicho, del aspecto que tenía y de qué había comido. En la cocina a alguien se le rompió un plato y el sonido me sobresaltó. Cuando volví a mirar a Sam, tenía una expresión difícil de interpretar.
—Claire tiene razón. Has cambiado.
Negué con la cabeza y me bebí de un trago el café que me quedaba.
—No. Solo estoy estresada de trabajar tanto. Agotada. Ya sabes cómo es —dije.
Ella se inclinó hacia mí y volvió a darme unos golpecitos en la mano.
—Si alguna vez necesitas charlar, aquí estoy. Lo sabes, ¿no?
Conseguí esbozar una sonrisa radiante.
—Por supuesto. Pero estoy bien, de verdad. Solo necesito descansar un poco, creo. ¿Qué tal anoche? ¿Había mucha gente en el Cheshire? ¿Os fuisteis de clubes?
—Sí. La ciudad estaba abarrotada, no sé por qué.
—Hoy se acaban las clases. Era la última noche que tenían los estudiantes para pillarse un pedo, antes de irse a casa a que les hagan la colada.
Sam se echó a reír.
—Pues no eran solo estudiantes. Había un montón de gente. Vi a Emily y a Julia, que me preguntó por ti. Roger, el que trabajaba con Emily, también salió. ¿Te acuerdas de él? Hubo una época en que iba detrás de ti, ¿no?
Esbocé una sonrisa irónica.
—Por desgracia sí. Al final acabó siendo una pesadilla, no dejaba de llamarme al trabajo.
—Y Katie. También me preguntó dónde estabas.
—Lo siento. Parece que fue una noche divertida. Es una pena que me la haya perdido.
—Hace siglos que no sales.
—Ya. Oye —dije, desesperada por cambiar de tema—, ¿por qué no nos vamos a Mánchester el fin de semana que viene? Podemos echar un vistazo a los zapatos nuevos y comer juntas.
—El próximo fin de semana no puedo, voy a ver casas —dijo—. Pero te llamaré, ¿vale? Podemos hacerlo en breve. Me parece muy buena idea. Pero no me dejes gastar demasiado dinero.
Pagué la cuenta del almuerzo, aunque Sam trató de impedírmelo. Insistí en que se trataba de un regalo de cumpleaños. Era la última de mis antiguas amigas con la que seguía en contacto. Aunque no confiara plenamente en ella, era todo lo que me quedaba.
Fuera, bajo el aire frío, me abrazó con tanta fuerza que me dolió todo el cuerpo. Me rodeó la espalda con los brazos y me estrechó una décima de segundo más de lo necesario.
—Madre mía, te estás quedando en los huesos —dijo.
—Ya —dije—. Es genial, ¿no?
Sam me miró con cierta severidad.
—¿Seguro que estás bien? ¿Me lo prometes? Porque me da la sensación de que algo no acaba de ir bien.
—Sam, todo va bien.
No pude prometérselo. Si me volvía a pedir que lo hiciera, me vendría abajo. Perdería los papeles. Solo podía mentir hasta cierto punto y las promesas eran importantes para mí, no me las tomaba a la ligera.
—¿Seguro?
—Seguro.
Volvió a apretarme, justo en el sitio equivocado. Intenté con todas mis fuerzas no estremecerme, pero me dolía. Me dolía todo el cuerpo.
—Ya sabes dónde estoy si me necesitas, ¿no?
Asentí y ella se alejó de nuevo colina arriba, hacia la escuela donde trabajaba. Me pregunté si habría adivinado de qué se trataba. Sabía que había algo que no iba nada bien, pero todavía no tenía ningún nombre para ello.
Yo sí los tenía, pero no eran de los que se podían repetir.
Escudriñé la plaza del mercado durante unos instantes, por si lo veía, pero no había ni rastro de él. Aunque eso no significaba que no estuviera ahí. A veces estaba, a veces no. Yo ya no era capaz de notar la diferencia. Simplemente me sentía observada constantemente, cada minuto de cada día. A veces eso hacía las cosas más fáciles, más seguras. Era menos probable que yo cometiera un error.
Conté los pasos que di para volver a la oficina: cuatrocientos veinticuatro. Al menos una cosa buena.