Jueves, 25 de diciembre de 2003
Cenamos en un silencio que a mí me pareció incómodo. Lee había cocinado: lonchas de pavo, patatas asadas, salsa de carne, hasta una jarra de salsa de arándanos. Llevaba puesto un gorro de papel que venía en un sobre de cotillón y me miraba fijamente mientras bebía.
Yo estaba enfadada, aunque en realidad no sabía por qué. Llevaba tiempo esperando ese día, el día de Navidad, pensando en lo maravilloso que sería tener a alguien con quien compartirlo y, aun así, ahora casi deseaba que él no estuviera. Me preguntaba si podría decir algo que le hiciera irse, sin provocar una discusión.
¿Habría sido por lo que había dicho de que a las mujeres nos gustaba hacerlo en plan duro? Puse a prueba la idea, pero no encendió la chispa de la rabia. Puede que hasta tuviera razón. Yo no lo había disfrutado especialmente, eso era cierto, pero en otras circunstancias podría tener una opinión diferente.
No, no era por eso. Era la sensación de que Lee se estaba haciendo con el mando.
Fui al piso de arriba a vestirme y al bajar me encontré con que me había encerrado fuera de la cocina. Me había dicho que abriríamos los regalos después de cenar, en vez de antes. Solo tenía que sentarme en el sofá con la copa de champán y tener paciencia, según él. Acabé sintiéndome como una invitada en mi propia casa.
Mi solución a tal incomodidad iba a ser emborracharme todo lo posible, y estaba haciendo grandes progresos en ese sentido.
—Está delicioso —dije finalmente, más que nada para romper aquel silencio demoledor.
Lee asintió.
—Me alegro de que te haya gustado. —Me rellenó la copa.
—¿Puedo abrir ya los regalos, por favor? —pregunté en cuanto acabó de comer.
Me tambaleaba tanto que tuvo que cogerme de la mano para ayudarme a levantarme de la mesa. Me dejé caer muerta de risa en el suelo, al lado del árbol, y él se sentó a mi lado.
—Voy a tener que ayudarte, ¿no? —dijo, mientras me tendía un regalo pequeño, rectangular, delicadamente envuelto.
—No —dije cogiéndolo con un poco más de fuerza de la necesaria—. Me las puedo arreglar, muchas gracias.
Me llevó siglos, con más copas de vino de por medio, abrirlos: un par de CD de gente de la que nunca había oído hablar, una pulsera que brillaba en mi muñeca, una nueva agenda de cuero y una pluma estilográfica de plata con mi nombre grabado en un lateral. Lee encendió unas velas en la chimenea, bebió el vino más lentamente que yo y también abrió sus regalos. Él tenía menos, principalmente porque yo también tenía regalos de las chicas para abrir. Lo observé mientras los abría: ropa, sobre todo, una loción para después del afeitado y un teléfono nuevo. Parecía encantado con ellos, realmente encantado… O puede que el vino me nublara la mente. Luego abrí una caja y encontré unas prendas de lencería enterradas entre hojas de papel de seda y, por supuesto, tuve que probármelas inmediatamente. Me desvestí con torpeza y me bajé los vaqueros con los dedos entumecidos por el vino hasta que él me ayudó y, por supuesto, nunca llegué a ponerme la ropa interior nueva porque acabamos haciendo de nuevo el amor en el suelo bajo mi patético ejemplar de árbol de Navidad de un metro de alto, con unas luces blancas poco entusiastas y unos cuantos adornos de cristal.
Mientras él arremetía contra mí y yo jadeaba intentando coger aire y me raspaba los hombros contra la alfombra, fue como si estuviese fuera de mí, sentí náuseas, y la situación me recordó a los tíos que me tiraba para rematar todas aquellas noches de fiesta y que, realmente, no conocía de nada.
Me pregunté en un fugaz momento de asombrosa lucidez si aquello estaba bien. Me pregunté si era la persona adecuada para mí. ¿No era aquello el resultado final de demasiadas noches volviendo a casa borracha con un hombre al que acababa de conocer? ¿Follarme a alguien abajo, sobre la alfombra, con los dedos y los labios entumecidos por el exceso de alcohol? Fingiendo el orgasmo porque estaba demasiado cansada para seguir mucho más, esperando que él se diera prisa y se corriera porque quería estar sola, quería dormir. Quería vomitar.
Lee debió de notar mi incomodidad porque bajó el ritmo y me giró la mejilla hacia su cara. Abrí los ojos. Él estaba justo sobre mí, con una expresión difícil de interpretar. Tenía el pelo húmedo de sudor, lo que también le hacía brillar la frente, mientras la luz de las velas arrojaba sombras en su mejilla.
—Catherine —dijo en un susurro.
—¿Hum? —Creí que me iba a preguntar si me encontraba bien y ya estaba preparando mi sonrisa más alentadora para hacer que acabara de follarme rápido para poder irme y beber un vaso de agua y tumbarme en algún sitio silencioso y sentir girar la habitación en paz.
—¿Quieres casarte conmigo, Catherine?
Aquellas palabras me impactaron más que cualquier otra cosa que pudiera haber dicho.
—¿Qué?
—¿Quieres casarte conmigo?
Más tarde, horas después, tumbada en la cama con otro dolor de cabeza descomunal, me di cuenta de que la respuesta perfecta habría sido besarlo, tomar el control y hacer que siguiera con lo que estaba haciendo, tácticas de despiste para darme tiempo para pensar. Pero tenía el cerebro lleno de vino y, en lugar de ello, dudé un momento demasiado largo.
Se alejó de mí y se sentó, con la espalda apoyada contra el sofá.
Yo me incorporé, tambaleándome.
—¿Puedo pensármelo? —pregunté.
Lee me estaba mirando y, para mi consternación, tenía lágrimas en las mejillas. Estaba llorando. Aquel tío duro que tenía un trabajo que implicaba zarandear a gente en callejones, ese hombre que me agarraba del pelo y me decía que a las mujeres les gustaba hacerlo en plan duro, estaba llorando de verdad.
—Lee, no llores. —Me senté a horcajadas en su regazo, le limpié las mejillas con el dedo y le incliné la cara para poder besarlo—. No pasa nada. Simplemente no me lo esperaba, eso es todo.
Pero infravaloré la intensidad de su pena. Al cabo de un rato, se vistió y me dio un beso de despedida.
—Tengo que trabajar mañana —dijo con voz amable—. Nos vemos pronto.
—Pero has estado bebiendo, Lee, no cojas el coche para irte a casa.
—Iré andando hasta el centro y cogeré un taxi —dijo.
Era lo que yo quería, después de todo: hacía unos minutos estaba deseando que se levantara y se fuera a casa, que me dejara en paz, y ahora se había ido. «Ten cuidado con lo que deseas, Catherine», me dije a mí misma.
Ten cuidado.