Martes, 12 de febrero de 2008

Cuando volví a casa esa tarde, no estaba del todo oscuro. Por las mañanas también era cada vez más de día y las bombillas se abrían paso a través de cualquier pedazo de suelo libre que hubiera en la sombría ciudad de Londres.

Me di el gusto de satisfacer mi fijación por las rutas alternativas de vuelta a casa, disfrutando de la semioscuridad, pensando qué iba a cocinar para cenar.

Cuando llegué a Talbot Street, el cielo se estaba oscureciendo y empezaba a hacer más frío. Caminé por el callejón trasero, mientras observaba la parte de atrás de la casa, concretamente mi piso, el balcón y las cortinas. Miré hacia la cancela, que estaba colgando de las bisagras, y hacia la densa hierba que había detrás.

Las cortinas estaban exactamente como las había dejado. Observé fijamente el espacio negro de mi ventana, intentando ver la habitación que había más allá.

Todo parecía estar perfecto, exactamente como lo había dejado.

Fui hasta el final del callejón y doblé la esquina para volver a la calle. Cuando iba a salir de la penumbra, una figura pasó a mi lado, caminando por el otro lado de la calle, alejándose de la casa. Algo en su complexión me hizo detenerme y ocultarme entre las sombras.

Era Lee.

Al igual que lo era siempre, cada vez que veía un hombre corpulento andando con paso decidido, con el pelo rubio y los hombros anchos. Contuve el aliento y me obligué a mirar, justo cuando el hombre doblaba la esquina al final de la calle y cruzaba para llegar a High Street. No fue suficiente tiempo como para estar segura. «No es él», me dije a mí misma. «Solo es tu mente jugándote de nuevo una mala pasada. No es él, nunca lo es. Solo es tu imaginación».

Di la vuelta por Talbot Street hacia la casa, intentando quitarme de encima aquella sensación, intentando regresar al modo en el que estaba hacía solo unos instantes, cuando solo deseaba comer algo, darme una ducha, ver una película o algo por el estilo, escuchar los pasos de Stuart fuera, en las escaleras, e irme a dormir.

Entré en el portal de la casa, cerré la puerta a mis espaldas y la comprobé, pasando los dedos por el borde, cerciorándome de que estuviera bien alineada con el marco, revisando que el cerrojo estuviera bien cerrado y comprobando la manilla, una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Y volviéndola a comprobar, girándola.

Acabé con la revisión y esperé. Algo iba mal. Algo iba muy mal. Empecé de nuevo, desde el principio, a revisar la puerta y el cerrojo.

¿Qué pasaba? ¿Qué era lo que estaba mal?

No era la puerta…

Me quedé mirándola un momento con todos los sentidos alerta, mientras escuchaba. Luego giré la cabeza, lentamente.

Miré hacia atrás, hacia la puerta del piso 1.

Silencio.

Mis pies no querían moverse, pero los obligué a hacerlo. Fui hasta la puerta y llamé, algo que no había hecho nunca antes, algo que ni siquiera se me había pasado por la cabeza.

—¿Señora Mackenzie? ¿Está ahí?

Silencio, un silencio aplastante. Ni EastEnders ni el sonido de las noticias ni nada parecido. Volví la vista hacia la puerta y vi la mesa del portal, llena de montones de cartas revueltas. Todo en orden. La puerta continuaba cerrada.

Volví a llamar con más fuerza. A lo mejor había salido. A lo mejor había ido a algún sitio, se había marchado de vacaciones o algo así. Se me estaba pasando aquello por la cabeza cuando una cosa me hizo caer en la cuenta de que algo le había sucedido.

Tragué saliva, repentinamente aterrorizada. Posé la mano sobre el picaporte de la puerta y volví a retirarla. Busqué el móvil en el bolsillo.

Aquello era una locura. ¿Qué le iba a decir? «Hola, Stuart, por favor, ¿puedes venir a casa? La señora Mackenzie tiene la tele apagada».

Volví a dejar la mano sobre el pomo y lo giré. La puerta se abrió de par en par antes de que me diera tiempo a detenerla y chocó contra la pared con un sonoro golpe que resonó hasta en el piso de arriba del todo.

Dentro, las luces estaban encendidas y noté una ráfaga de aire caliente que olía a comida casera pasada.

—¿Hola?

No esperaba ninguna respuesta. Puse un pie en el umbral, solo un paso más allá. Su piso era igual que el mío de arriba: la sala de estar, de frente; la cocina, al fondo a la derecha, con vistas al jardín; el baño y luego la habitación a mi derecha. Desde donde yo me encontraba no la veía, así que di un paso más. La alfombra que estaba bajo mis pies tenía un estampado recargadísimo y parecía raída.

Vi la televisión en el salón, era enorme, no me sorprendía que la pusiera a aquel condenado volumen. Pero estaba apagada y no era más que una gran extensión de color gris oscuro.

Había llegado a la altura de la puerta de la habitación. Miré a la derecha: vi el interior del dormitorio, las luces estaban encendidas, pero estaba vacío. Miré hacia atrás y vi la puerta abierta y, a través de ella, las escaleras que llevaban a mi piso y, más arriba, al de Stuart.

—¿Señora Mackenzie? —Mi voz me sonó extraña, desafinada. Quería oírla para tranquilizarme, pero con lo que me temblaba solo conseguí asustarme más.

Avancé otro paso hacia dentro. Allí la habitación se hacía más grande y, en las ventanas de la parte delantera, que quedaban a mi izquierda, las cortinas estaban corridas. Delante de mí, a la derecha, se encontraba la zona de la cocina. A mi lado, también a la derecha, una pequeña mesa de comedor, un mantel blanco de encaje impecable y una violeta africana en un tiesto en el centro de aquel. Las cortinas que daban a la parte de atrás estaban abiertas, pero más allá de ellas solo se veía negrura.

Estaba en la cocina. Lo único que vi fue un pie con una zapatilla.

Corrí hacia ella.

—¡Señora Mackenzie! ¿Me oye? ¿Se encuentra bien?

Estaba de costado y tenía sangre en un lado de la cabeza, pero respiraba, a duras penas; rebusqué en el bolsillo para coger el teléfono y marqué el 999.

—Emergencias, ¿qué servicio necesita?

—Una ambulancia —dije.

Les dije adónde tenían que venir, que la señora Mackenzie estaba inconsciente, que apenas respiraba y que tenía sangre en la cabeza.

Le sujeté la mano.

—No pasa nada, señora Mackenzie. La ambulancia está en camino, pronto estarán aquí. ¿Me oye? Está a salvo, se pondrá bien.

Emitió un sonido. Tenía la piel agrietada alrededor de la boca. Encontré un paño de cocina sobre la encimera, lo metí debajo del grifo, lo escurrí para que solo quedara húmedo y se lo pasé por la boca con unos toquecitos.

—No pasa nada, no pasa nada —dije en voz baja—. No se preocupe, se pondrá bien.

—Cath…

—Sí, soy yo. No se preocupe, ya viene la ambulancia.

—Ay… —Tenía lágrimas en los ojos—. Mi… cabeza…

—Ha debido de caerse —dije—. Intente no moverse, estarán aquí en un minuto.

Tenía la mano fría. Entré en su cuarto, para buscar algo con que abrigarla. Sobre la cama había una colcha de ganchillo, hecha a mano, a juzgar por su aspecto. La quité de la cama y la llevé hasta la silueta que estaba tumbada en el suelo de la cocina, para ponérsela encima.

Fuera oí una sirena, estaba muy lejos, pero se acercaba. Tenía que ir a abrir la puerta, pero de momento no podía moverme.

—La puerta… —dijo. Su voz era débil.

—No pasa nada, señora Mackenzie. La abriré para que entren, no se preocupe.

—La puerta… Estaba…, estaba… fuera…

La sirena enmudeció en el exterior.

—Ahora vuelvo, señora Mackenzie… —salí corriendo hacia la puerta del portal, con las manos temblando.

Fuera había personas con uniformes verdes. Un hombre alto y una mujer baja.

—Es por aquí, creo que se ha caído.

Me quedé atrás y les dejé hacer lo que tenían que hacer.

—¿Sabe qué ha pasado? —La enfermera parecía joven, era más baja que yo y tenía el pelo moreno y corto.

—No, la encontré así. Debe de haberse caído o algo. Vivo en el piso de arriba. Suele salir a saludar y siempre oigo su tele encendida. Como no salió, me pareció extraño, así que llamé a la puerta…

Me di cuenta de que estaba farfullando como una loca.

—Vale, intente tranquilizarse —dijo—. La señora se pondrá bien, nos ocuparemos de ella. Está temblando. ¿Se marea o algo?

—No, no, estoy bien. Solo… trátenla bien, ¿lo harán?

Cuando se la llevaron a la ambulancia, yo ya había empezado a tranquilizarme un poco. Me quedé de pie en la puerta observando cómo metían la camilla, el carrito o como lo llamaran en la parte de atrás de la ambulancia.

Oí que alguien corría por la calle y, al mirar, vi a Stuart acercándose a toda prisa al edificio.

—Cathy… Dios mío, pensé…

Estaba sin aliento y apoyó las manos en las rodillas.

—Vi la ambulancia y pensé…

—Es la señora Mackenzie. Cuando entré, de pronto me di cuenta de que no oía su televisión. No tenía la puerta cerrada con llave, así que entré y allí estaba, tendida en el suelo de la cocina.

—¿Está muy mal?

Estaban cerrando las puertas traseras de la ambulancia.

—Tenía sangre en la cabeza. Debió de golpearse contra algo.

Finalmente, la ambulancia se alejó por Talbot Street.

—Venga —dijo Stuart—. Entremos.

Dejó que comprobara la puerta mientras él entraba en el piso de la señora Mackenzie para apagar las luces. Cuando acabé, me quedé en el umbral, esperándolo.

—¿Qué haces?

—Buscar una llave. No te preocupes, ya la he encontrado.

Apagó las últimas luces que quedaban encendidas en el piso y se reunió conmigo en la puerta. Echó el cerrojo al salir y se guardó la llave en el bolsillo.

—¿Tiene familia? ¿Algún amigo?

—No, que yo haya visto.

En el rellano del primer piso, ambos nos detuvimos.

—¿Subes a tomar algo? —preguntó.

—Vale.

Hice el té en la cocina de Stuart mientras él se daba una ducha.

Me sentía intranquila, sentada a la mesa de la cocina con la taza entre las manos. Pensaba en la señora Mackenzie, que, tirada en el suelo, intentaba decirme algo. La puerta… Algo sobre la puerta.

Había visto algo fuera.

Me pregunté si sería lo mismo que yo había visto, la forma, la figura oscura de un hombre. Recordé la figura que había visto alejarse, la figura que se parecía a Lee. ¿Se habría pasado por el piso? ¿Se habría sobresaltado al verla en la puerta?

—Intenta no preocuparte —dijo Stuart, entrando en la cocina—. Estoy seguro de que se pondrá bien. Podemos ir a visitarla mañana, si quieres.

Estaba tibio y olía a gel de ducha, y llevaba puestos una camiseta y unos vaqueros. Al verlo, todos los pensamientos de formas demoniacas y figuras misteriosas se desvanecieron en mi cabeza.

Le tendí su taza de té. Ya se estaba enfriando. Yo no habría sido capaz de bebérmelo así.

—Gracias.

Se sentó enfrente de mí y, antes de que me diera tiempo a apartar la vista, me miró a los ojos.

—El jueves me voy a Aberdeen —dijo por fin.

—¿A ver a tus amigos?

Stuart asintió.

—Es el cumpleaños de mi padre. Suelo subir en esta época del año. —Dejó cuidadosamente la taza sobre la mesa—. Iba a preguntarte si querías venir conmigo.

Noté un calor súbito.

—Pero supongo que es muy repentino.

—Sí, eso creo. —Además de no venir absolutamente a cuento, pensé. ¿Para qué me preguntaba, si era demasiado tarde para que yo hiciera nada al respecto? Eso suponiendo que hubiera querido ir con él, claro—. Y tengo la primera cita el viernes.

—Ah, claro. Lo había olvidado.

«No es que lo hayas olvidado», pensé, «lo que pasa es que en realidad no te lo dije. Y no sé por qué dudo de que Alistair te hubiera dicho cuándo era, ¿por qué iba a hacerlo?». No tenía sentido dudar de él. Ya estaba enfadada de nuevo, sin razón alguna.

—Quiero que sepas que he estado pensando en lo que me dijiste.

Yo no respondí y me bebí de un trago la taza de té para ocultar mi irritación. Me sentía tensa e incómoda, como si llevara puesto un jersey demasiado pequeño.

—Creo que deberíamos ir despacio —dijo—. Quiero estar seguro de que mejoras antes.

—Vaya, muy amable por tu parte —le espeté.

—Cathy.

—¿Y si nos lo seguimos tomando con calma, como ahora? —dije al tiempo que me ponía en pie con tal rapidez que la silla se tambaleó sobre el suelo embaldosado—. ¿O si vamos aún más despacio y lo dejamos por completo?

—No quiero hacer eso.

—Me alegro por ti. Y lo que yo quiero, ¿qué?

—¿Qué quieres?

—Quiero… Solo quiero sentirme normal. Para variar, de una puñetera vez. Quiero volver a sentirme como una persona normal.

No soportaba seguir viéndolo allí sentado, totalmente relajado y tan seguro de sí mismo, así que di media vuelta y fui hacia la puerta.

—Cathy, espera. Por favor.

Me volví para mirarlo a la cara.

—No sé qué es lo que sientes realmente —dije.

—Cuando crea que tienes el estado de ánimo apropiado para escucharme, te diré lo que siento.

—A veces puedes llegar a ser condenadamente condescendiente, Stuart.

—Muy bien —dijo, dando un paso hacia mí—. Así que quieres saber lo que siento.

Asentí y me quedé allí plantada, con la barbilla alzada, lo suficientemente enfadada para asumirlo, fuera cual fuera la munición que le quedara, fuera lo que fuera que tuviera para mí, verbal o físico.

—¿Me estás escuchando?

Asentí.

—Adelante.

Y entonces, me besó.

Me cogió totalmente por sorpresa. Me besó y me recostó sobre la pared del pasillo de su casa, sujetándome la barbilla con la mano. Había corriente. Cada vez que pensaba que se había acabado, volvía a por más. Sentía su cuerpo cálido y sólido sobre mí, y su presión me sujetaba contra la pared. Era mucho más alto que yo, más alto que Lee, y físicamente más atlético. Debería estar aterrorizada. Debería haber reaccionado como cuando Robin me había hecho más o menos lo mismo en High Street, hacía dos meses. Pero, en lugar de ello, sentí que me desplegaba, que me estiraba, que las extremidades, en su momento tensas, se relajaban y que mis dedos helados entraban en calor.

Al cabo de un buen rato, Stuart dio un brusco paso atrás y me miró con una ceja levantada, desafiante.

—Vaya —dije.

Retrocedió un paso más, hacia la cocina, para dejarme espacio.

—Eso es lo que siento —dijo.

—Vale.

Entonces sonrió, esbozando una amplia y alegre sonrisa.

Me aclaré la garganta.

—Bueno, creo que será mejor que sigamos hablando de esto… en otro momento, quizá.

—Sí —convino él.

—Tal vez cuando vuelvas de tu viaje a Escocia.

—Por mí, perfecto.

—Me voy a casa.

—Vale. Te veo la semana que viene.