Domingo, 23 de mayo de 2004
Me dejó sola casi todo el día. De vez en cuando, me preguntaba si habría salido, pero entonces oí un ruido procedente de alguna parte de la casa y me di cuenta de que había estado allí todo el tiempo. Estaba dando golpes en algún sitio, fuera. ¿En el garaje? ¿Qué estaría haciendo?
Estuve un rato mirando por la ventana, con la esperanza de que alguien me viera. Miré hacia el jardín de los vecinos de al lado, desesperada por que saliera fuera para poder golpear la ventana. Intenté aporrear el cristal con las esposas, pero hice tanto ruido que temí que Lee subiera. De todos modos, no tenía sentido. No había nadie que pudiera oírme, aparte de él.
El tiempo había cambiado, llovía y hacía viento. Parecía más octubre que mayo. Me senté con la espalda apoyada en la pared, esperando a que viniera a buscarme. Me quedé mirando fijamente las muñecas y las costras que se habían formado, finas y tirantes, sobre los arañazos que las esposas me habían hecho el día anterior. Si me movía demasiado, las heridas volverían a abrirse, así que me quedé quieta. No podía doblar ninguno de los tres dedos centrales de la mano derecha. Tenía la piel violácea y moteada, pero la hinchazón había bajado un poco. Me alegraba de no tener un espejo. Todavía seguía con el ojo prácticamente cerrado y el oído aún me zumbaba.
Cuando empezó a anochecer, sentí que el agotamiento y la sed se apoderaban de mí y me volví a tumbar de nuevo, envuelta en la manta. Debí de quedarme dormida, porque, cuando me desperté, él estaba allí, de pie a mi lado, y, muy a su pesar, mi nariz rota estaba detectando algo.
—Levántate —dijo con voz firme, pero no de enfado. Luché contra los riñones doloridos para sentarme. En el suelo, bajo la luz que entraba del pasillo, vi un paquete de patatas fritas envueltas en papel y un cubo de agua. No olía a lejía. Luché contra el impulso de meter la cabeza dentro y bebérmelo entero.
Dio media vuelta y cerró la puerta al salir.
—Gracias —grité con voz ronca, antes de inclinar el cubo y empezar a vaciármelo en la boca polvorienta.
La luz estaba apagada, y la puerta, cerrada. Al cabo de unos minutos, me tumbé sobre la alfombra, me enrosqué en la manta lo mejor que pude y olí el hedor del pis, la sangre y la lejía. Pensé en Naomi y me pregunté cuánto me quedaría.