Sábado, 17 de noviembre de 2007
Mis fines de semana son una curiosa mezcla de relajación y estrés. Algunos fines de semana son buenos; otros no tanto. Ciertas fechas son buenas. Solo puedo ir a comprar comida los días pares. Si el fin de semana cae en 13, no puedo hacer nada. Los días impares puedo hacer ejercicio, pero solo si está nublado o llueve, no si hace sol. Los días impares no puedo cocinar, solo comer cosas frías.
Todo eso es para mantener el cerebro apaciguado. Todo el tiempo, día y noche, mi cerebro genera imágenes de cosas que me han sucedido y de cosas que me podrían suceder. Es como ver una película de terror una y otra vez, pero sin siquiera volverse inmune al terror. Si soy capaz de hacer las cosas bien, en el orden correcto, revisar las cosas adecuadamente, seguir el ritmo apropiado, entonces las imágenes desaparecen durante un rato. Si soy capaz de salir por la puerta con la certeza de que el piso es absolutamente seguro, entonces tendré unas cuantas horas en las que mi peor sensación será una vaga incomodidad, como si algo sucediera pero no lograra dar con el quid de la cuestión. Sin embargo, lo más habitual es que haga las comprobaciones lo mejor posible y, suponiendo que salga de casa, me pase el resto del día preocupada por si lo hice bien. Entonces el día entero estará lleno de imágenes de lo que me podría estar esperando al llegar al piso. Si no elijo una ruta diferente para volver a casa cada noche, alguien me seguirá. Imaginad qué panorama. No es muy alentador.
Sea lo que sea esto, llegó por sorpresa y tiene intención de quedarse. Cada cierto tiempo me encuentro creando una nueva regla. La semana pasada me descubrí volviendo a contar los pasos, algo que llevaba años sin hacer. Está claro que no lo necesito para nada. Pero, al parecer, ya no me puedo controlar. En lugar de mejorar, voy a peor.
En fin, que volvía a ser sábado y día impar y me había quedado sin pan y sin bolsitas de té. Lo de las bolsitas de té era un grave problema, porque el té forma parte de otra regla importante, sobre todo los fines de semana. Sé que si no me tomo una taza de té a las diez, a las cuatro y a las ocho en punto, cada vez me sentiré más ansiosa, tanto por no conseguir hacer las cosas bien como, probablemente, por la falta de cafeína.
El mero hecho de haber sido lo suficientemente estúpida como para quedarme sin bolsitas de té bastaba para agudizar mi estado de ansiedad; se me da muy bien eso de autoculparme. Si salía a comprar bolsitas de té, no sería capaz de comprobar el piso como era debido porque no era día par. Puede que lograra conseguir bolsitas de té y traerlas a casa, pero entretanto alguien podría entrar y esperar a que volviera.
Me pasé más de una hora deliberando cuál era la peor de las dos opciones. ¿Qué regla era más importante? Para intentar alejar las imágenes de mi cabeza, revisé el piso varias veces y ninguna de ellas terminé de hacerlo bien. Cuantas más veces lo hacía, más cansada estaba. En ocasiones me bloqueo así. Mi cuerpo acaba por no poder comprobar nada más.
Entonces la voz minúscula, minúscula, de la razón empezó a gritar desde el fondo de mi mente, para intentar hacerse oír por encima de la cacofonía del autorreproche: «Esto no es normal».
A las diez menos cuarto estaba acurrucada en una esquina, hecha un pequeño ovillo al borde de la autodestrucción, cuando lo oí: el sonido de la puerta de la calle al ser debidamente cerrada y pasos en las escaleras.
Sin pararme a pensar, vi una vía de escape. Si no podía comprar bolsitas de té, tal vez pudiera pedirlas…
Los pasos dejaron atrás mi puerta y continuaron escaleras arriba, hasta el último piso. Esperé un momento mientras me frotaba las mejillas para secarme las lágrimas y me pasaba los dedos por el pelo. No había tiempo para comprobar el piso. La puerta de abajo tenía echado el cerrojo, había oído cómo la cerraba, no cabía duda de que había oído cómo la cerraba. Simplemente, tenía que ir.
Cogí la llave de la puerta, cerré el piso una sola vez, lo comprobé solo una vez, subí las escaleras y me detuve delante de la puerta de su casa. Nunca había estado allí arriba. Había una ventana en el rellano, pero no había ninguna otra luz. Miré escaleras abajo. Casi veía mi propia puerta. Llamé, escuché el silencio y luego oí unos pasos al otro lado.
Cuando abrió la puerta, me sobresalté un poco. Todo sonaba muy alto.
Tenía una bonita sonrisa.
—Hola —dijo—. ¿Todo bien?
—Sí. Me preguntaba si tendrías unas bolsitas de té. Que me puedas dar. Es decir, dejar. Se me han acabado.
Me dirigió una mirada curiosa. Yo me estaba esforzando muchísimo para parecer normal, pero debía de exudar desesperación por cada poro de mi piel.
—Claro —respondió—. Pasa.
Sujetó la puerta abierta y retrocedió para entrar en el piso, dejándome en la entrada mirándole la espalda. En circunstancias normales preferiría morir antes que entrar detrás de un extraño en un lugar cerrado, pero esas no eran circunstancias normales y, si quería tener bolsitas de té a las diez en punto, tendría que hacerlo.
Al final del largo pasillo estaba la cocina, que quedaba justo encima de mi cuarto. Pensé que no era de extrañar que aquellos estudiantes chinos me hubieran tenido toda la noche en vela con la fiesta. Había tres bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina y él estaba hurgando en ellas.
—Acabo de comprar té, también me quedé sin él ayer. Soy Stuart, por cierto. Stuart Richardson. Me acabo de mudar.
Me tendió la mano y yo se la estreché con la sonrisa más radiante que fui capaz de sacarme de la manga.
—Encantada de conocerte. Soy Cathy Bailey. La de abajo.
—Hola, Cathy —dijo—. Te vi el día que el agente me enseñó el piso.
—Sí. —«Tú dame las bolsitas de té», pensaba yo. «Por favor, dame las puñeteras bolsitas de té. Y deja de mirarme así».
—Oye —dijo entonces, tras vacilar unos instantes—, no me vendría mal una infusión. ¿Por qué no pones la tetera en el fuego mientras yo recojo estas cosas? ¿Te importa? ¿O estás ocupada?
A decir verdad, me costaba un poco admitir que no tenía nada mejor que hacer que preocuparme por saber de dónde iba a sacar la próxima bolsita de té y, además, por mi reloj faltaban tres minutos para las diez en punto, lo que significaba que no me tomaría el té a tiempo a menos que lo hiciera ya.
Así que lo hice. Localicé unas tazas desparejadas sobre la encimera, cerca del fregadero, elegí dos y las enjuagué bajo el grifo. La leche estaba en la nevera. Puse agua fresca en la tetera, la herví e hice el té, lo removí y fui añadiendo leche gota a gota hasta que tuvo exactamente el color adecuado, mientras Stuart guardaba la compra y charlaba sobre el tiempo y sobre la suerte que había tenido al encontrar un piso tan estupendo a solo unas cuantas calles de la línea norte.
Conseguí beber el primer sorbo de té hirviendo justo cuando la segunda manecilla marcaba la hora en punto. Noté que me relajaba, sintiéndome inmediatamente aliviada, aunque lo estuviera tomando en el piso de un extraño, con un hombre que acababa de conocer y sin siquiera haber dejado mi propio piso protegido.
Puse su taza sobre un posavasos en la mesa de la cocina y giré el asa exactamente a noventa grados en relación al borde de la mesa, lo cual no era demasiado fácil dado que la mesa era redonda. Lo intenté varias veces hasta que quedó bien. El hombre me miró y levantó una ceja, y esa vez conseguí sonreír.
—Lo siento —dije—. Estoy un poco…, bueno… No sé. Supongo que necesitaba una buena taza de té.
Él se encogió de hombros y me sonrió.
—No te preocupes. Es una maravilla que te lo preparen.
Nos sentamos a la mesa de la cocina manteniendo un silencio amistoso durante un momento, mientras bebíamos el té a sorbos. Y entonces…
—Llamé a tu casa la otra noche. Debías de estar fuera.
—¿Ah, sí? ¿Qué noche?
Se lo pensó.
—El lunes, creo. Debían de ser las siete y media, ocho.
Intenté poner cara de despistada.
—Pues no te oí. A lo mejor estaba en la ducha, o algo. Espero que no fuera urgente.
—La verdad es que no, pensé que debería pasarme a saludar y a presentarme. Quería pedirte disculpas por si te molestaba al volver a casa por la noche. A veces trabajo hasta tarde, así que nunca sé cuándo regresaré.
—Debe de ser duro —dije.
Él asintió.
—Bueno, después de un tiempo te acostumbras. Pero siempre pienso que esas escaleras deben de hacer mucho ruido.
—No —mentí—. Una vez que me quedo dormida, no me entero de nada.
Me miró un momento como si supiera perfectamente que aquello era completamente falso, pero aun así lo aceptó.
—De todos modos, si alguna vez te molesto, lo siento.
Abrí la boca para decir algo, pero me detuve.
—Adelante —dijo él.
—Es la puerta.
—¿La puerta?
—La puerta de la calle. Me preocupa que no esté cerrada con llave. A veces la gente entra y sale y deja la puerta abierta.
—No te preocupes, yo siempre me aseguro de cerrarla.
—Sobre todo por la noche —dije enfáticamente.
—Sí, sobre todo por la noche. Te prometo que me cercioraré de que se quede cerrada todas las noches. —Aquello sonaba a juramento solemne, y lo dijo sin sonreír.
Estuve a punto de suspirar.
—Gracias —le dije. Me acabé el té y me levanté, consciente de nuevo de lo que había a mi alrededor y deseosa de volver a bajar al piso.
—Ten —dijo Stuart. Sacó un rollo de bolsitas para guardar comida de un cajón y usó una de ellas como guante para sacar un puñado de saquitos de té de la caja, le dio la vuelta a la bolsa y anudó la parte superior.
—Gracias —repetí mientras la cogía—. Mañana te traeré unas cuantas. —Me quedé callada unos instantes y luego me sorprendí a mí misma diciendo—: Si alguna vez te quedas sin algo…, ya sabes. Pásate por mi casa.
Él sonrió.
—Lo haré.
Dejó que avanzara varios pasos hacia la puerta antes que él, para no atosigarme, y salí de su piso.
—Nos vemos —dijo mientras yo bajaba las escaleras.
«Eso espero», dijo una vocecilla dentro de mí.
Y sucedió la cosa más curiosa del mundo: bajé a mi piso, me senté delante de la tele y vi una hora y media de película antes de darme cuenta de que ni siquiera había comprobado el piso.
Aquel pequeño descuido me costó el resto de la tarde y varias horas de la noche.