Sábado, 22 de mayo de 2004

Lo primero que noté fue la luz: una luz brillante en los ojos, aunque los tenía cerrados.

Tenía la boca seca, al principio no podía abrirla.

¿Había estado durmiendo?

Por un momento no sentí los brazos, hasta que me di cuenta de que los tenía fuertemente atados a la espalda. Me dolían desde los hombros hasta las yemas de los dedos, era un dolor agudo y muy intenso.

Las esposas.

Me obligué a abrir los ojos, ya aterrorizada, y vi que estaba tumbada de lado, con la mejilla pegada a la moqueta. Una moqueta gris que me resultó familiar. Así que estaba en casa, en el cuarto de invitados.

Giré la cara todo lo que pude, pero no conseguí ver demasiado.

Me llevó unos instantes recordar dónde había estado y qué había pasado y, cuando lo hice, fue como un golpe demoledor y aplastante. Iba a escapar. Había estado… tan… cerca…

Al menos allí no había ni rastro de él, pero sabía que no podía andar lejos. No tenía ni idea del tiempo del que disponía hasta que volviera, así que me obligué a pensar.

Me dolía la cabeza. Al principio no supe decir si era por estar tumbada en una posición tan poco natural durante tanto tiempo o si me había pegado. Pensar me resultaba costoso y doloroso.

Del aeropuerto…, de vuelta a casa… Debía de haberme traído en su coche. No lo recordaba. Debían de haber sido varias horas. No recordaba nada en absoluto.

No tenía ni idea de la hora que era y ni siquiera sabría decir si todavía era de día, porque la luz del techo estaba encendida. Las cortinas debían de estar cerradas.

Intenté estirar las piernas, pero parecía que las tenía atadas de alguna forma a las muñecas. Estaba completamente atada de pies y manos. No me podía mover. Intenté rodar sobre la espalda, pero tuve que parar inmediatamente porque cualquier movimiento era increíblemente doloroso. Se me fue la cabeza y, por un momento, no vi más que estrellas.

¿Qué había pasado? Tenía que pensar. Tenía que concentrarme en eso. Era demasiado importante.

Él había dicho que me estaba deteniendo… Las personas se paraban para mirarme y algunas de ellas pasaron de largo como si no hubiera ocurrido nada. Les había enseñado la tarjeta de identificación a los guardias de seguridad y estos le habían preguntado si necesitaba ayuda. Debí de resistirme. Me había llevado a rastras. Yo gritaba, intentando decirles que me estaba secuestrando, que me iba a hacer daño, pero por supuesto todos debieron de pensar que estaba loca de atar. Yo habría pensado lo mismo si estuviera en un aeropuerto, esperando la llamada de mi vuelo para irme de vacaciones a algún sitio cálido y exótico. Tal vez de luna de miel o simplemente de viaje de trabajo. Una loca de atar, que estaba siendo detenida. Por un tema de drogas, probablemente. En viaje de trabajo. Quizá a Nueva York.

Me pregunté qué habría sido de mi maleta. Debieron de bajarla del avión de alguna manera. Seguro que el vuelo había salido con retraso.

¿Cuánto tardarían en echarme en falta? No tenía que empezar a trabajar hasta el martes: cuatro días. Hasta entonces, la casera del apartamento de Jonathan probablemente daría por hecho que había cogido un vuelo posterior. Eso si se daba cuenta de que no estaba. Lee podía hacer mucho daño en cuatro días.

Las lágrimas rodaron desde el ojo a la nariz, goteando desde la punta de esta a la moqueta.

¿Cuánto tardaría en volver? No podía moverme. No me habría dejado allí y punto, ¿no? Tenía que descubrir qué planeaba. Si simplemente fuera a matarme, ya estaría muerta. Fuera lo que fuera, seguramente sería algo peor.

Casi al mismo tiempo que pensaba en aquello, oí los ruidos: la escalera chirriando, el sonido que recordaba de cuando estaba tumbada en la cama, fingiendo dormir, esperando a que él subiera, preguntándome si estaría de buen humor o de malo y si me dejaría en paz.

La puerta de la habitación de invitados estaba cerrada y oí cerca una llave que giraba. Ni siquiera me había dado cuenta de que la habitación de invitados tenía cerrojo. Nunca lo había necesitado. Entonces solo era una llave.

Noté que me tiraba de la parte de atrás de la cabeza y me dolió, me estaba tirando del pelo. Estaba desatando la mordaza. No me había dado cuenta de que estaba amordazada, pero así era: con una especie de trapo. Y bajo él, las comisuras de los labios resecas y con costras de sangre. Sentí que empezaba a brotar sangre fresca cuando me quitó el trapo. Intenté hablar, pero solo me salió un gemido. Mantuve los ojos cerrados. No quería mirar hacia él. No quería volver a ver su cara.

—Si te quito las esposas, ¿te vas a portar bien? —preguntó. Su voz era tranquila y mesurada. Al parecer no estaba borracho. Algo era algo.

Asentí, rozando la mejilla contra la alfombra. Todavía olía a nuevo.

Noté que me agarraba una de las muñecas y abría las esposas, que emitieron un áspero traqueteo al ser retiradas. Mis brazos se contrajeron y grité del agonizante dolor que me causó tan brusco movimiento.

—Cállate —dijo con voz aún tranquila— o te vuelvo a dejar sin conocimiento.

Me mordí el labio, mientras las lágrimas brotaban. Ahora que las esposas habían desaparecido, podía estirar las piernas, aunque eso también resultó increíblemente doloroso. Demasiado para contraatacar, pensé. Apenas podía moverme.

Después de pasar un rato tumbada de lado estirada, pensé que sería capaz de sentarme. Intenté incorporarme sobre un codo y abrí los ojos. La habitación me daba vueltas. Puse el brazo y la muñeca hinchada delante de la cara y vi la piel arañada y en carne viva donde las esposas la habían rozado.

Él esperó allí pacientemente, observándome mientras intentaba incorporarme una y otra vez. Cuando lo conseguí y lo miré, él estaba sentado en el suelo de espaldas a la puerta, con las piernas estiradas delante de él. Parecía encantado de haberse conocido. Me pasé el dorso de una mano por la boca. La manché un poco de sangre, pero no demasiado. Todavía tenía la cabeza como un bombo. Debía de haberme pegado en ella para dejarme sin sentido.

Yo todavía llevaba puesto el traje: el traje azul marino que había elegido para el viaje a Nueva York porque no se arrugaba. Bueno, ahora sí estaba arrugado. Tenía la chaqueta enroscada sobre un hombro, lo notaba al moverme. La falda estaba desabrochada por detrás. ¿Había intentado quitarme la ropa?

Tenía los tobillos atados con una cuerda azul de nailon no demasiado gruesa, desatada en un extremo. Debía de haber estado sujeta de algún modo a las esposas. Quería extender los brazos y desatármelos, pero no tenía fuerzas para nada.

—¿Me has drogado? —pregunté con un hilo de voz. Tenía la garganta seca.

Se echó a reír.

—¿Es lo único que quieres preguntarme?

Me encogí de hombros de forma apenas imperceptible. Me había parecido una buena pregunta hacía un momento, pero de repente ya no tenía importancia.

Quería preguntarle cómo me había encontrado. Cómo lo sabía. Cómo había llegado tan rápido a Heathrow. Y, sobre todo, por qué… Por qué no había funcionado mi plan. Por qué no estaba en un avión, sobrevolando el Atlántico. Por qué no estaba ya en Nueva York.

—Me echarán en falta —dije—. Cuando no llegue a Nueva York, informarán de la desaparición. Alguien vendrá a buscarme.

—¿Quién?

—Mi amigo. Me va a dar trabajo en Nueva York.

—¿Tu amigo? ¿Te refieres a Jonathan Baldwin?

La sangre se me heló al escuchar su nombre en boca de Lee.

—¿Qué? ¿Qué has dicho?

Extendió el brazo hacia atrás y sacó algo del bolsillo trasero de sus vaqueros. Me lo lanzó. Era una tarjeta de visita. La cogí con los dedos entumecidos. Por un lado, en pulcras letras negras dentro de un diseño corporativo verde y dorado, leí:

Jonathan Baldwin. Licenciado con honores, máster en Administración de Empresas, diplomado en Recursos Humanos, diplomado en Riesgos Laborales. Asesor jefe de Gestión.

Le di la vuelta a la tarjeta. En la parte de atrás, escrito con mi letra, decía:

Congreso de Cambios en el Ámbito de la Gestión, Mánchester, 5-16 de junio de 2000.

—La tenías en la agenda. Y te lo has tragado todo, cada puta palabra. Siempre me pareciste una ingenua, Catherine, pero no me había dado cuenta de que fueras tan estúpida.

Así que no había ningún trabajo en Nueva York. No había ningún vuelo esperándome. Ninguna escapatoria. Y nadie que se diera cuenta de mi ausencia: ni en Nueva York ni aquí. Podrían pasar semanas, incluso meses, antes de que alguien se diera cuenta de que había desaparecido. Para entonces, estaría muerta. Me sobrevino una gran oleada de desesperación, una nube negra que me hizo difícil centrarme en otra cosa que no fuera el dolor. Aquello no podía estar pasando, no podía ser. Había hablado con él, me había enviado correos electrónicos, no era Lee, era un hombre diferente, tenía una voz más profunda, un acento distinto. Jonathan era una persona real, me acordaba de él. No podía haberlo hecho Lee. No podía haberlo hecho.

—¿Me has tendido una trampa? —sollocé—. ¿Te lo has inventado todo?

—En mi último trabajo tenía que idear señuelos como este constantemente. La gente que está cometiendo un delito es desconfiada, a veces tardan siglos en picar. Pero tú caíste a la primera, ¿no? Y ni siquiera dudaste. Ni siquiera pensaste si era lo correcto. Simplemente te abalanzaste sobre la oportunidad de mandar todo a la mierda y abandonarme.

Así que era verdad. Se había burlado de mí, se había aprovechado de mi necesidad de escapar y la había vuelto en mi contra. No había nada que hacer. Todos esos momentos en que había visto el cielo azul, ese resquicio de libertad, seguía estando en la jaula.

Mi pregunta, aquella pregunta, se formó por sí misma entre la niebla negra de mi cerebro:

—¿Qué vas a hacer?

Aquello le dio que pensar. No quería mirarlo a los ojos, pero sabía que se estaba concentrando.

—Todavía no lo he decidido —dijo finalmente.

—Puedes dejarme marchar —dije.

—De eso nada —respondió de inmediato—. Eres mía, ya lo sabes. Has intentado dejarme. Te he dado varias oportunidades, Catherine. Te he dado demasiadas putas oportunidades. Y me has decepcionado.

—Sabes que no me puedes tener aquí para siempre. Se darán cuenta. Perderás tu empleo.

Dejó escapar una breve risa.

—Sí, claro. ¿Quieres decir que, si pienso hacer algo, es mejor que acabe contigo de una vez?

Asentí.

—¿Quieres que te mate? —preguntó con curiosidad.

Volví a asentir. Todas las ganas que tenía de resistirme habían desaparecido. Quería que aquello se acabara.

De pronto se levantó y me miró desde lo alto. Se me revolvió el estómago.

—¿Lo ves? Esa es la mierda que no soporto de ti, Catherine —gruñó—. Que hacer que te rindas es fácil de cojones.

Me dio un rodillazo y me caí sobre la alfombra. Volví a intentar sentarme, mientras las lágrimas y los mocos me corrían por la cara hasta las comisuras de los labios, que no dejaban de escocer.

Esperé el puñetazo. Esperé el golpe en la cabeza, el puñetazo o la patada. Era lo que quería. Me preparé, pero al mismo tiempo lo anhelaba. Ansiaba quedarme inconsciente.

Cuando volvió a hablar, lo hizo con los dientes apretados, como si le diera tanto asco que apenas fuera capaz de hablar.

—Eres un pedazo de mierda. Eres una puta zorra asquerosa, Catherine. No sé si matarte, follarte o mearme encima de ti.

Dejé escapar un sollozo mientras oía cómo se bajaba la cremallera de los pantalones y, segundos después, noté la salpicadura caliente y húmeda de su pis sobre el pelo, sobre lo que quedaba de mi elegante traje y sobre la alfombra gris nueva.

Llorando, intenté mantener los ojos y la boca cerrados para que no me entrara nada en ellos. Aquel sonido, aquel olor. Empecé a tener arcadas.

Cuando terminó, salió de la habitación un minuto y dejó la puerta abierta de par en par. Empecé a reptar hacia ella y vi el pasillo allá fuera y el baño más allá, pero antes de que llegara allí había vuelto. Traía un cubo de agua fría, la esponja que yo usaba para limpiar el baño y una pastilla de jabón. Cuando dejó el cubo sobre la alfombra, noté que el agua olía a lejía.

—Límpiate, perra —dijo.

Acto seguido, salió de la habitación y la cerró con llave.

Me puse a gritar. Pero no me había vuelto a poner las esposas.