Sábado, 29 de marzo de 2008

El sábado me levanté temprano y me fui a correr.

Me recogí el pelo atrás en una coleta, ya que tenía un largo incómodo: lo suficientemente largo para que el viento lo hiciera volar alrededor de mi cabeza y se me metiera en los ojos, y demasiado corto como para hacer cualquier tipo de peinado. El recogido que llevaba en la nuca era más o menos del tamaño de una col de Bruselas y lo único que conseguí para atarlo fue una de esas infernales gomas rojas que la cartera dejaba tiradas en el escalón de fuera.

Era demasiado temprano para que hubiera gente y todavía hacía un poco de fresco cuando empecé a correr. Me dirigí a buen paso regular hacia el parque, con el pavimento húmedo bajo los pies. Aunque estaba nublado, más tarde podría hacer buen día. Podría ir de compras. De hecho, podría intentar encontrar algo de ropa nueva. Hacía mucho tiempo que no me compraba nada nuevo.

Y trabajaría un poco, también. Trabajaría en el TOC. Alistair me había dicho que siguiera haciéndolo, que siguiera retándome a mí misma, que no dejara que la ansiedad desapareciera por completo. Que me acostumbrara a ella. Que me acostumbrara a que se fuera sola, sin mitigarla mediante las comprobaciones.

Cuando volví a Talbot Street, seguí recto deliberadamente, sin dar el habitual rodeo por el callejón de atrás. Aquello se me hizo realmente extraño y, después de comprobar la puerta de la calle y la de la señora Mackenzie, lo primero que hice en el piso fue revisar las cortinas, esa vez desde dentro. Estaban bien. Comprobé la puerta del piso: estaba bien. Comprobé el resto del piso salvo el baño, todo bien.

Seguí pensando que debería ir a comprobar el piso desde el callejón trasero, pero ahora que estaba dentro no tenía mucho sentido. Sin embargo, estaba ansiosa.

Me puse unos vaqueros y un jersey y, mientras hacía las comprobaciones antes de salir, decidí que iba a dejar de comprobar el cajón de los cubiertos. Quería hacerlo una última vez, solo para cerciorarme, pero me resistí. Para compensar, me concentré con todas mis fuerzas en la puerta de casa. Probablemente eso sería hacer trampa, sustituir una práctica protectora por otra, pero aun así no me sentí mucho mejor.

Cuando llegué al autobús, intenté evaluar mi ansiedad y llegué a la conclusión de que andaría por los cuarenta. No estaba nada mal. Sobre todo teniendo en cuenta que, para ser realista, me pasaba la mayor parte del día en tensión de todos modos, siempre a la espera de que apareciera, siempre esperando que algo malo ocurriera. De hecho, incluso hasta sin comprobar el baño ni el cajón de los cubiertos, probablemente me sentía mejor que cuando salía de casa el fin de semana.

No me podía creer que de verdad aquello estuviera funcionando. No me podía creer que de verdad me sintiera mejor.

El autobús me llevó hacia Camden y salí en Camden Lock para empezar a deambular por las tiendas. Había pensado en ir al centro, a Oxford Street, tal vez, pero eso sí que me daba miedo de verdad. Aquello ya era un buen comienzo.

Sabía lo que buscaba, lo que quería comprar, y, cuando por fin lo encontré en una tienda de segunda mano, supe que tendría que hacerlo.

Era de seda roja, un simple top de tirantes, no como el que la pobre Erin me había regalado por Navidad. Era de la talla treinta y ocho. Me quedé mirándola unos instantes, sintiendo cómo mi cuerpo reaccionaba, cómo todo me decía que diera media vuelta y saliera corriendo de allí. «Solo es un top. Un trozo de tela cosida. No me va a hacer daño, no puede hacerme daño».

Al cabo de un rato, lo toqué. Era suave, muy suave, y sorprendentemente cálido al tacto, como si alguien acabara de quitárselo.

—¿Quiere probárselo? —Me volví y vi a la dependienta, una chica de pelo corto y negro, con mechas de color azul eléctrico.

—Solo estoy mirando, gracias.

—Es su color —dijo—. Pruébeselo. No le hará daño.

La verdad es que me reí. No sabía bien la razón que tenía. Cogí la percha y me fui al probador, que no era más que un hueco al fondo de la tienda con una cortina de algodón colgando de un riel por tres tintineantes anillas de metal. El corazón se me aceleró.

«No pienses. Hazlo y listo».

Me quité el jersey por la cabeza, de espaldas al espejo. Descolgué el top de la percha y me lo puse por la cabeza, con los ojos cerrados. Me sentía un poco mareada y aturdida, como si estuviera en una vertiginosa atracción de feria. «Ya lo has hecho», me dije a mí misma. «Ahora vas a tener que abrir los ojos y mirar».

Me miré. No en el espejo, sino que bajé la vista para verme.

Era un tono diferente al del vestido rojo. Era más rosado, de un rojo cereza, y no del descarado escarlata del vestido. El top era de una textura aterciopelada, era precioso, la verdad, y tenía un hilo dorado alrededor del escote.

Ya había tenido suficiente. Me lo quité, lo volví a colgar en la percha y me puse de nuevo el jersey por la cabeza. El impulso de irme y lavarme las manos era realmente fuerte.

Volví a poner la percha en el colgador donde la había encontrado y me fui rápidamente de la tienda, antes de que la dependienta pudiera decir nada.

Un poco más allá, había un banco. Me senté unos instantes mientras la gente pasaba andando, pensando en lo asustada que estaba, esperando a que se me pasara. Ya sabía lo que iba a hacer y el mero hecho de pensar en ello ayudaba a controlar el miedo. No sabía de dónde había sacado de repente aquella valentía. No era algo por lo que destacara en el pasado, ¿no?

Cuando me sentí más o menos en el nivel treinta, me volví a levantar y seguí vagando por las tiendas. Había mucha gente, pero no la suficiente como para que me diera miedo todo el mundo. Encontré una tienda de especias y compré unas mexicanas para Stuart. En la puerta de al lado había una tienda de libros de segunda mano y estuve un rato rebuscando dentro, curioseando entre las novelas y los libros de viajes e incluso, durante un rato, en la sección de autoayuda.

Después de eso, me senté en una cafetería y pedí una tetera de té. Normalmente me sentaría al fondo, lo más lejos posible de la puerta, fuera de la vista, para poder observar a cualquiera que entrara antes de que me vieran a mí. Me obligué a sentarme al lado de la ventana. Por suerte, había mesas fuera con gente sentada, así que no me sentí completamente expuesta, pero aun así no me sentía exactamente cómoda.

Stuart ya me había enviado tres mensajes de texto. Cómo me iba, qué hacía, ese tipo de cosas. Le contesté.

«S, estoy en Camden de compras. ¿Te lo puedes creer? ¿Quieres que te compre algo? Bs, C».

Me respondió al instante.

«¿Significa eso que podremos ir de compras juntos el fin de semana que viene? Bs, S».

Sonreí. Llevaba siglos intentando llevarme de compras. La única forma en que lo conseguía era disfrazándolo de excursión, como había hecho el día que habíamos ido a Brighton.

Observé a la gente que pasaba, esperando ver a alguien que se pareciera a Lee. De hecho, casi lo deseaba, para poder poner a prueba mi reacción. Pero ninguno de los hombres que pasaban con su físico parecía desencadenar el miedo.

Iba siendo hora de pensar en volver.

No le di demasiadas vueltas, simplemente volví. Entré en la tienda. La dependienta me sonrió.

—Hola —dijo—. Tenía la sensación de que volvería.

Le devolví la sonrisa.

—No he podido resistirme —dije mientras cogía el top y lo ponía sobre el mostrador.

—¿Qué número calza? —preguntó, dedicándome una mirada evaluadora con la cabeza inclinada hacia un lado.

—El treinta y nueve —respondí—. ¿Por qué?

—Me acaban de traer esto. —Sacó una caja de detrás del mostrador y levantó la tapa. Dentro había un par de zapatos de tacón de ante, con una tira en la parte trasera y la puntera abierta. De un ante de color rojo cereza intenso. Eran nuevos, todavía tenían el papel de seda enroscado en la punta.

—Pruébeselos —dijo—. Pone que es un treinta y ocho, pero nunca se sabe.

Me quité las zapatillas y los calcetines y deslicé el pie derecho en el zapato. Me quedaba bien. Me sentí rara llevando de nuevo tacones. Bajé la vista hacia el pie. Qué raro era todo aquello. Qué extraño tener puestos unos zapatos como aquellos y sentirse bien, un poco mareada, tal vez, pero bien.

—Me los llevo —dije.

—¿Diez libras le parece bien? Aún están sin marcar.

—Claro.

Llevarme el top y los zapatos a casa en aquella gran bolsa también se me hacía raro. Pensé en el regalo de Erin y en cómo había tenido que deshacerme de él sin tocarlo siquiera. Y ahora iba y me compraba un top, un top de seda rojo. La bolsa pesaba y la dejé en el asiento de al lado del autobús. No la miraba. Tendría que ser valiente y llevarla conmigo cuando el autobús llegara de nuevo a High Street y me bajara. Durante el camino de vuelta a casa, mis niveles de ansiedad eran altos, probablemente de cuarenta o cincuenta. Esperé a que remitieran, pero no bajaron mucho.

Di un rodeo por el callejón, pero no me entretuve. Solo eché un vistazo. Estaba asustada, asustada por lo que había hecho. Comprobé la puerta de la calle y la de la señora Mackenzie, mientras las bolsas de las compras me esperaban sentadas en el escalón de abajo del todo. Podía imaginarme el top rojo, vibrando como un ser vivo.

No era más que tela, no podía hacerme daño.

Aun así, subí la bolsa arriba del todo, al último piso, a casa de Stuart, y la dejé dentro, al lado de la puerta.

Cuando volví a casa a hacer las comprobaciones, todo fue bien. Ya me sentía mejor. Pasé del cajón de los cubiertos y del baño, me bebí algo y comí una galleta, y me sentí bien.

Por algo se empezaba.