La necesidad de ser perfecto
Una segunda característica de la autocrítica destructiva es la necesidad de ser perfecto.
Bárbara y Greg ofrecieron una cena importante para doce invitados. Todos proclamaron que la velada había sido agradabilísima y la comida soberbia. Pero, cuando se hubo retirado el último de los invitados, la dueña de casa, inesperadamente, se deshizo en lágrimas.
—Me siento tan mal —gimió—. La salsa holandesa estaba llena de grumos, y los panecillos fríos.
—Pero eso no importa —objetó Greg—. Todo lo demás estuvo magnífico, y los invitados lo pasaron estupendamente.
—No se trata de eso —respondió Bárbara—. Yo quería que todo fuese perfecto.
Jason, un estudiante de derecho, obtuvo el séptimo lugar en una clase de ochenta y cinco, al final del primer año. Para total asombro de sus profesores, abandonó los estudios. Al preguntarle por las razones, explicó:
—Siempre he sido el primero de mi clase, y si no puedo ser el número uno en la facultad de Derecho, entonces no sirvo para abogado.
Son muchos los hombres y mujeres que creen que han fracasado cuando no están a la altura de sus propias expectativas, nada realistas. Aunque casi nunca pueden satisfacer las rigurosas normas que ellos mismos se imponen, dice el psiquiatra David Burns, profesan sin embargo «la creencia irracional de que deben ser perfectos para ser aceptados». (O auto-aceptados. Una conocida escritora confesó recientemente que «a veces, cuando realmente quiero torturarme, mi juez interior me reprocha que no soy suficientemente autocrítica»).
También esta necesidad de ser perfecto se genera en las experiencias infantiles de críticas paternas. Para reforzar su autoestima, es frecuente que los padres esperen que un niño alcance logros que van más allá de sus deseos o de su capacidad. Una madre puede insistir para que su hija esté en el Cuadro de Honor; un padre puede presionar a un hijo con mala coordinación muscular para que forme parte del equipo de deportes de la universidad. Cualquier comportamiento que no llegue a satisfacer estas expectativas, aun cuando en sí mismo signifique un logro importante, será probablemente considerado un «fracaso» y provocará críticas destructivas. Finalmente, frustrado, el chico —o chica— decide (inconscientemente por cierto) que para que no lo critiquen —es decir, para que no lo rechacen— debe ir siempre en pos de la perfección, y no conformarse jamás con menos.
Cuando se interioriza en la edad adulta, esta necesidad de ser perfecto significa que uno ha reemplazado las expectativas no realistas de sus padres por las suyas propias. No importa lo bien que una persona se desenvuelva así; lo más probable es que evalúe su propio comportamiento en función de un rebajamiento autocrítico expresado en términos de «todo o nada». David Burns señala en esta manera de pensar «la deformación mental más común, quizás», entre los perfeccionistas: «Evalúan sus experiencias como dicotomías y ven las cosas como totalmente blancas o negras; parece que para ellos no existieran las gradaciones del gris.»[15]
En otras palabras, la necesidad de ser perfecta pone a una persona en una situación de doble atadura autodestructiva: si uno no consigue alcanzar la expectativa no realista, ha fracasado; pero si la alcanza, no tiene la menor sensación de logro, porque no ha hecho más de lo que cabía esperar. No hay una manera objetiva de medir el esfuerzo o el progreso, no hay probabilidad de disfrutar del éxito, ni razón para reforzar la imagen de sí mismo.
Con frecuencia, esta actitud se expresa en enunciados donde se encuentra la palabra «debería»: «No fue un mal trabajo, pero debería haber sido mejor», o «No hice tanto como debería». Expresiones así son bastante lesivas cuando se las aplica a acciones, pero pueden hacer mucho más daño cuando están aplicadas a sentimientos. Las personas dadas a la autocrítica suelen desvalorizarse por sentir tal o cual cosa —enojo, hostilidad, felicidad incluso— porque «no deberían» sentirse así. Pero cuando criticamos de manera destructiva nuestros propios sentimientos, creamos una situación sin salida. Negar la legitimidad de nuestros sentimientos inhibe la expresión, sana o necesaria, de la emoción; reprocharnos sin razón por nuestros sentimientos nos hace aparecer de algún modo como el malo de la película.