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Nadie es perfecto: la trampa de la autocrítica

Mucho antes de que la psicología de la autoestima nos enseñara lo importante que es tener buena opinión de nosotros mismos, Mark Twain resumió los principios básicos de la teoría en una sola y aguda observación: «Un hombre no puede estar cómodo sin su propia aprobación», escribió. Pero con frecuencia parece más difícil alcanzar ese espaldarazo final que ganar la aprobación ajena. La más cruel de las críticas que muchos de nosotros recibimos es nuestra propia crítica.

En su ensayo sobre la tolerancia con nosotros mismos, Ardis Whitney escribe: «Cavilamos sobre lo que hemos hecho y sobre lo que hemos dejado sin hacer; sobre las heridas que hemos infligido a otros y sobre el daño que nosotros mismos nos hemos hecho; sobre… nuestra incapacidad de liberarnos de cualquier defecto que tengamos.»[14] Si la mayoría de nosotros estamos dispuestos a perdonar los fallos de los demás, ¿por qué no podemos perdonar los nuestros? Para responder a esa pregunta —para tomar conciencia de la dinámica de la autocrítica— debemos empezar por entender cómo funciona la relación entre la crítica y la imagen de sí mismo.

Paradójicamente, el concepto que uno tiene de «sí mismo» no se desarrolla de adentro hacia afuera, sino que más bien va configurándose desde afuera hacia adentro. «Oh, si hubiera algún Poder que nos concediera/El vernos tal como nos ven los otros», exclamaba Robert Burns. Pero así es, precisamente, como en realidad «nos vemos». Es la forma en que pensamos que nos mostramos ante los otros, y en que creemos que ellos nos juzgan, la principal responsable de la imagen de nosotros mismos que nos construimos. Y, como interiorizamos los estándares y opiniones que nos imponen los otros, tendemos a asumir sus actitudes, y a medir en función de ellas nuestro propio comportamiento.

En un capítulo anterior señalamos cómo, en los años formativos de la vida, las críticas repetidas provenientes de personas que para nosotros son emocionalmente importantes pueden llevarnos a desarrollar un mal concepto de nosotros mismos. Es probable, por ejemplo, que un niño que crece bajo la influencia de padres que lo someten a críticas destructivas, interiorice los juicios que verbalizan sus padres y la forma en que él cree que lo perciben. Pero lo que se convierte en parte de la imagen de sí mismo no es solamente el contenido de las críticas paternas; también es probable que el niño o niña interiorice el proceso de crítica al cual se ha visto expuesto, y que de adulto se convierta en una persona que critica de forma destructiva.

Dicho brevemente, los autocríticos son al mismo tiempo emisores y receptores de crítica, rápidos para reñirse a sí mismos con ánimo destructivo, y también para interpretar destructivamente la crítica. Por eso la autocrítica puede ser doblemente dañina, a menos que sepamos manejarla con eficiencia, es decir rechazarla cuando nos hace un flaco servicio, y usarla cuando hacerlo nos favorece.

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