Amenazas y ultimátums
Es indudable que las observaciones amenazantes perjudican el objetivo de la crítica, tal como lo ejemplifica el caso de Susan, una estudiante de diecisiete años.
Cada vez que mi padre me critica, me siento como si me castigaran injustamente. Me amenaza con que si no me «enderezo», como él dice, me quitará el permiso de conducir, o me reducirá la asignación semanal, o no me dejará salir los fines de semana. Y nunca llegamos a hablar de qué es lo que él encuentra mal, ni de por qué lo encuentra mal, porque yo me enojo demasiado y entonces, me limito a ceder porque me da miedo lo que puede suceder si no lo hago.
En otro caso, una mujer insatisfecha con las técnicas eróticas de su marido, le señaló lisa y llanamente su fallos, pero no hizo el menor intento de decirle qué era lo que ella preferiría. En cambio, socavó más aún la confianza sexual de él, diciéndole que si no aprendía a complacerla, tendría que buscarse a alguien que lo hiciera. (Aunque la mujer se hubiera valido de una forma más sutil de amenaza —por ejemplo, mostrarse cada vez más fría ante las insinuaciones sexuales del marido—, el resultado habría sido el mismo).
Quienes acostumbran a rematar una crítica con la muletilla «porque si no…», confían en la amenaza como factor de cambio. Pero la amenaza, o bien paraliza a la persona criticada, o produce cambios por razones que no vienen al caso. Como una amenaza impone «condiciones» a una relación, la persona criticada reacciona movida por el enojo o el miedo ante las posibles consecuencias. Es posible que el comportamiento se modifique, pero no porque la persona esté de acuerdo con la crítica ni la entienda. Esta situación constituye un buen ejemplo de cómo a veces la crítica puede ser parcialmente efectiva, aun cuando sea destructiva. Dar a alguien un golpe en la cabeza puede ser una manera eficaz de obligarle a que preste atención, pero no es necesariamente una manera constructiva de conseguirlo.
A la larga, el uso continuo de amenazas como técnica para criticar, se vuelve totalmente contraproducente. Para empezar, cuando las amenazas se repiten con demasiada frecuencia, sin ser puestas en práctica, pierden eficacia. Y además, es muy posible que la persona criticada imite la jactancia y lance el desafío:
—Porque si no, ¿qué? ¡Pues date el gusto y haz lo que quieras, que a mí no me importa!
Y aun cuando tales enfrentamientos no pasen a mayores, es probable que en la relación quede un residuo de resentimiento; puede parecernos que siempre estamos «cediendo» y dejando que el otro —o la otra— se salga con la suya. Las amenazas convierten el proceso de crítica en una lucha por el poder, que es precisamente lo que jamás debería ser.