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Cómo hacer críticas laborales en el trabajo

Cuando Carter, el expresidente de los Estados Unidos, se vio enfrentado hace algunos años con una crisis en su política interior, convocó a docenas de hombres de negocios, representantes laborales, funcionarios del gobierno y eclesiásticos a una «conferencia cumbre». En ella les pidió la crítica personal «más despiadada posible» de sus ideas y de sus cualidades para el liderazgo.

—No soy el tipo de persona que responde fácilmente a la crítica —comentó después Carter—. No me gusta nada admitir que tengo defectos y que he cometido errores. Pero, después de unos días, empecé a ver qué constructivo y útil podía ser eso para mí, como presidente.

A la mayoría de nosotros nos cuesta un gran esfuerzo de voluntad el aceptar la crítica de nuestras habilidades o capacidades relacionadas con el trabajo. Raros son los individuos que consideran tales críticas como potencialmente útiles. Lo más frecuente es que refunfuñemos porque nuestros superiores son injustos o insensibles, y que nos quejemos de la imposibilidad que tenemos nosotros de criticarlos. O bien gruñimos porque nuestros colaboradores están siempre diciéndonos qué es lo que estamos «haciendo mal», pero jamás parece que nos escuchan cuando nos quejamos del trabajo de ellos.

Sin embargo, si nos detenemos a considerarlo racionalmente, veremos que las críticas en el trabajo pueden servir a varios fines útiles. Por una parte nos proporcionan realimentación referente a nuestro funcionamiento laboral. Además, pueden señalar maneras que nos permitan mejorar ese funcionamiento e incrementar así nuestro valor para un empleador. Y en tercer lugar, la forma adecuada de intercambio crítico puede ayudar a crear un medio laboral caracterizado por una comunicación que fluya más libremente entre todos los niveles de empleados, con el consiguiente incremento, tanto de la eficiencia, como de la moral del personal.

Pero el que la crítica laboral en el trabajo sirva efectivamente a esos propósitos depende de la forma en que se ofrezca, de cómo reaccione uno ante ella y —un factor que con frecuencia se pasa por alto— de lo bien que uno entienda las diferencias entre el marco laboral y los otros marcos en los cuales puede darse la crítica.

Uno de los primeros criterios para responder a la crítica en el empleo es distinguir la crítica del trabajo de la crítica en el trabajo. Esta última se produce en un marco laboral, pero no tiene nada que ver con el funcionamiento laboral. De ahí que, por lo común, no sea ni pertinente ni apropiada, y sin embargo —dado que frecuentemente somos incapaces de distinguirla de la legítima crítica del trabajo—, podemos sentir que nuestra actuación en el trabajo es pobre por el solo hecho de vernos criticados en un marco laboral. Anne, una coordinadora de modas de 27 años, recuerda la época en que trabajaba para una diseñadora:

Con bastante frecuencia me pedía que la llevara en el coche a alguna reunión, y entonces, durante el trayecto, comentaba lo desordenado y sucio que estaba mi coche, o lo descuidada que era yo al dejar que se vaciara tanto el tanque de gasolina. Una vez me pidió un bolígrafo y, como tuve que buscar un momento en mi bolso hasta encontrarlo, dijo que eso era un ejemplo de lo desorganizada que era yo personalmente. Hubo muchas críticas similares, hasta que empecé a pensar que estaba a punto de despedirme por ineficaz. Pero finalmente me di cuenta de que nada de lo que me decía tenía nada que ver con mi trabajo. Tal vez yo hubiera sido dejada con mis propias cosas, pero no lo fui jamás con mis responsabilidades laborales.

Otro factor que complica el hacer y recibir críticas de manera eficaz y constructiva en el empleo es que, en ese marco cada uno de nosotros se ve forzado a desempeñar un «rol» sumamente estructurado y con límites específicos. Aunque en otros aspectos de la vida también tengamos que desempeñar roles —tal como el de cónyuge, amante, padre, amigo, vecino u otros—, de vez en cuando tenemos libertad para variarlos. Un amante puede mostrarse afectuoso o jugar a la frivolidad; un marido puede ponerse el delantal para preparar un plato de alta cocina, y una esposa ausentarse en viaje de negocios. La expansión o el cambio de tales roles ya no se considera inapropiada; es más, contribuye a nuestro desarrollo. Imagínese el lector lo restringidos que nos sentiríamos, emocional e intelectualmente, si día tras día nos viéramos obligados a asumir el mismo rol, sin cambio alguno.

Sin embargo, eso es lo que habitualmente debemos hacer en el empleo, ya que la mayor parte de nosotros trabajamos en marcos laborales basados en una jerarquía organizativa. Cada persona tiene su «nicho» específico en esa jerarquía, y una tarea específica para cumplir diariamente. Como resultado, cada uno de nosotros tiene cierta cantidad de lo que podríamos llamar «poder laboral», es decir, capacidad de influir sobre otras personas, o de tomar decisiones por ellas.

Si, por ejemplo, el jefe del equipo de mecanógrafas de una oficina decide cambiar los horarios de trabajo, y hay diez empleadas en el equipo, la decisión afectará a las diez. Si el jefe de personal decide reorganizar el departamento entero, no sólo las integrantes del equipo de mecanógrafas sino decenas de personas más se verán afectadas. Es evidente que el jefe de personal tiene —desde el punto de vista laboral— más poder que el del equipo de mecanógrafas. Teóricamente, el poder laboral aumenta a medida que uno va ascendiendo en la estructura de una organización. (Pero, como luego veremos, a veces puede ser un asunto espinoso establecer quién tiene poder laboral sobre quién).

Los que tienen mayor poder que nosotros son nuestros superiores; aquéllos cuyo poder es menor que el nuestro son subordinados, y quienes tienen un poder laboral aproximadamente igual al nuestro son nuestros iguales. Las responsabilidades laborales pueden cambiar, nuestra propia posición en la jerarquía puede variar como resultado de un ascenso, pero aun así seguiremos funcionando dentro de la estructura básica superiores-iguales-subordinados.

La estructura, como tal, tiene, sobre la forma de hacer y de recibir críticas, un efecto que es de lamentar. Esto es, hemos llegado a dar por sentadas ciertas «reglas» en lo que se refiere a la crítica en el lugar de trabajo. Tradicionalmente —dicen estas reglas— a un jefe no se lo critica, ni el jefe se siente en la obligación de escuchar críticas (y menos aún de actuar en función de ellas). Pero, por más que un jefe o jefa esté en situación de criticar a otros, es posible que vacile en hacerlo, quizá para mantener una imagen de «buena persona» o, en un nivel más práctico, para evitar situaciones desagradables con empleados que le son indispensables.

De manera similar, se supone que un subordinado acepta las críticas aun cuando piense que son injustas o que no son válidas, porque la teoría establece que los subordinados «tienen que» aceptar la crítica (o dejar el trabajo). Y por lo que toca a los iguales, lo más común es que no se animen a formularse críticas entre sí, aunque sean útiles, porque piensan que no pueden criticar a alguien que no es un subordinado.

El objeto de este capítulo es facilitar el proceso crítico entre superiores, iguales y subordinados. Sugeriremos técnicas específicas para cada relación dentro de la estructura laboral, por ejemplo, para la crítica de superior a subordinado, entre iguales y de subordinado a superior. Una sección especial estará dedicada a la forma de hacer frente a situaciones particularmente difíciles que pueden plantearse en el marco de la crítica laboral. Aunque todas estas técnicas se fundan en el modelo básico para hacer y recibir críticas constructivas, nos concentraremos más en la forma de hacer las críticas, ya que éste es el problema principal en un ambiente laboral.

Nadie es perfecto
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