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«No sé cómo decírtelo, pero…»

La crítica desempeña un papel decisivo en el intercambio social. Se la puede usar para motivar a la gente, para influir sobre ella, para enseñarle, para comunicar necesidades y deseos o para estimular a alguien a que mejore. Sin embargo, lo que decimos y la forma en que lo decimos están, con demasiada frecuencia, en desacuerdo con lo que esperamos conseguir.

MUJER: ¿Es que siempre tienes que andar por casa vestido con esos andrajos? ¡Pareces un vagabundo!

MARIDO: ¿Y qué quieres que haga, que vaya con traje?

SUPERVISOR: Ésta es la tercera vez en un mes que se atrasa con el informe de producción, y lo único que tiene para decirme son excusas. Le advierto que si esto no mejora, tendrá que atenerse a las consecuencias.

EMPLEADO (mascullando para sí): Pues despídame… Me tiene harto con sus amenazas.

MARIDO: Si no terminas de dar vueltas con tu maquillaje, perderemos el tren. Siempre llegamos tarde por tu culpa.

MUJER: ¡La culpa no es mía! Eres tú quien me pone nerviosa cuando me estoy arreglando para salir.

Si el objetivo de la crítica es, en última instancia, lograr una mejora, ninguno de los ejemplos arriba citados tiene muchas probabilidades de alcanzar ese fin. Es posible que cada una de las quejas esté bien fundada; es decir señalan por lo menos un comportamiento que, desde un punto de vista realista, puede ser irritante. Pero la forma y el tono en que cada una de las críticas transmite el fastidio o la insatisfacción garantizan —o poco menos— que las cosas empeorarán en vez de mejorar; que la respuesta constructiva se verá más obstaculizada que favorecida.

Lamentablemente, parece que la mayoría de las personas creen que, para ser efectiva, una crítica debe expresarse de manera agria y despiadada, aun cuando actitudes así vayan, de hecho, en contra de la naturaleza de quien critica. De ello dan prueba las advertencias en tono de semidisculpa (y que con frecuencia sólo sirven a nuestro propio consumo interno) que tantas veces nos sirven de prefacio a un comentario crítico:

—No me gusta tener que decírtelo, pero… —o bien—: Ya sé que no me creerás, pero si te lo digo es por tu propio bien.

Y si realmente no llegamos a decir estas cosas, las pensamos. Y en una proposición como ésta va implícito el supuesto de que, por más que una crítica tenga la intención de ser útil, su resultado inevitable es lesionar el yo de la persona a quien se dirige, herir sus sentimientos o denigrar su capacidad.

En ello reside la paradoja de la crítica: por una parte, creemos que ayudará a quien la recibe; por otra, tememos que pueda herir sus sentimientos. De hecho, la mayoría de las veces, las críticas quedan incluidas en la segunda categoría, porque se centran casi siempre en encontrar defectos, descubrir debilidades, desvalorizar ideas o restar importancia a esfuerzos. Es más, quizás asestar mazazos críticos sea uno de los grandes pasatiempos de nuestra civilización.

Pero, si la crítica puede ayudarnos, ¿por qué hemos de temerla? Una posible respuesta es que estamos tan acostumbrados a pensar que las observaciones críticas son destructivas que pasamos por alto su valor constructivo. Otra es que rara vez sabemos cómo expresar una crítica de manera positiva.

Mientras reunía material para su tesis doctoral, «Crítica e interacción», la socióloga Stephanie Hughes proyectó un experimento para comprobar de qué manera usa la gente las críticas y reacciona ante ellas. Pidió a un grupo de voluntarias que inventaran un juego nuevo que se pudiera jugar con piezas de dominó. A otro grupo de voluntarias se le indicó que respondieran a la mitad de las sugerencias con críticas positivas (centradas tanto en los méritos como en los fallos de las sugerencias propuestas, pero insistiendo más en los primeros), y a la mitad con críticas negativas (centradas solamente en los fallos de una sugerencia). Después, Hughes llevó a cabo interrogatorios para analizar las actitudes y los sentimientos movilizados en ambos grupos de voluntarias por cada uno de los dos tipos de críticas.

Cuando las que criticaban sabían que tenían que usar un planteamiento negativo, esta expectativa teñía su actitud. Algunas dijeron que habían experimentado sentimientos de hostilidad o de competencia hacia la persona que sugería el juego. Por ejemplo, consignó Hughes, una de las críticas expresó que se había encontrado «tratando de hallar en la otra persona algo que le disgustara, para poder hacer una crítica negativa». Otra dijo que «hacer una crítica negativa me pone en un estado de ánimo, también negativo, que no me permite valorar como bueno nada de lo propuesto». Evidentemente, señala Hughes, la expectativa de formular una crítica negativa crea, de hecho, una disposición mental negativa.

Las voluntarias que recibieron críticas negativas a sus sugerencias de juegos nuevos, se sintieron atacadas por ellas. Tendieron a interpretar, incluso, los comentarios levemente negativos en el sentido de que la idea que habían propuesto era «mala». Además resultaron influidas en medida considerable hasta por los comentarios que más moderadamente cuestionaban sus sugerencias. Algunas de las participantes que al comienzo sentían que la idea propuesta por ellas era razonablemente buena decidieron, tras haber sido objeto de una crítica negativa, no sólo que la idea no era «tan buena», sino que era más o menos «mala».[3]

Es obvio que tanto la persona que critica como la que recibe la crítica contribuyen a los efectos contraproducentes de la crítica destructiva y, a la vez, son víctimas de ellos. Si esta pauta de comportamiento fuera deliberada, tal vez sería más fácil de modificar. Pero lo triste del asunto es que la mayor parte de las personas expresan sus críticas negativamente sin darse cuenta, al parecer, de la influencia de sus palabras ni de las barreras que obstruyen el paso a una crítica constructiva.

Nadie es perfecto
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