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El sitio al que nos vamos de vacaciones es una isla diminuta llamada Gili Meno, que está en la costa de Lombok, que es la siguiente isla al este de Bali en el enorme archipiélago indonesio. Yo ya he estado en Gili Meno, pero se la quiero enseñar a Felipe, que no ha estado nunca.
Para mí, la isla de Gili Meno es uno de los sitios más importantes del mundo. Vine sola hace dos años en mi primer viaje a Bali. Una revista me había encargado un reportaje sobre el yoga como opción vacacional y acababa de dar dos semanas de yoga que me habían sentado muy bien. Pero al acabar el reportaje decidí prolongar mi estancia en Indonesia, aprovechando que me había venido a Asia. Lo que quería hacer, a decir verdad, era encontrar un sitio alejado de todo y pasar diez días de absoluta soledad y silencio.
Si me paro a recordar los cuatro años que pasaron desde que mi matrimonio empezó a hacer aguas y el día en que por fin me vi divorciada y libre, lo que veo es un dilatado proceso doloroso. Y el momento en que llegué a esta diminuta isla yo sola fue el peor de todo ese siniestro viaje. Fue cuando toqué fondo. Mi triste mente era un campo de batalla lleno de demonios enfrentados. Cuando decidí pasar diez días sola y en silencio en mitad de la nada, dije lo mismo a todas mis huestes en conflicto: «Estamos todos juntos en esto, tíos, y nos hemos quedado solos. Vamos a tener que montárnoslo para llevarnos bien, porque si no, tarde o temprano, moriremos juntos en el intento».
Éste puede parecer el discurso de una persona segura y confiada, pero tengo que confesar que mientras iba en barco a esa isla tan perdida, yo sola, nunca había tenido más pánico en toda mi vida. Y no llevaba libros para leer ni nada con que poder distraerme. Estaba a solas con mi mente a punto de enfrentarnos una a otra en un solar vacío. Recuerdo que las piernas me temblaban de miedo. Entonces me dije una de las frases preferidas de mi gurú: «¿Miedo? ¿Y qué más da?» y me bajé sola en la isla.
Me alquilé una pequeña cabaña en la playa por unos dólares al día y cerré el pico y me juré a mí misma no volver a abrirlo hasta que hubiera cambiado algo en mi interior. La isla de Gili Meno fue mi gran ponencia sobre la verdad y la reconciliación. Había elegido el lugar adecuado para hacerlo, eso estaba claro. La isla en sí es diminuta, prístina, arenosa, toda agua azul y palmeras. Es un círculo perfecto con un camino que lo rodea y se puede hacer la circunferencia entera en una hora más o menos. Está prácticamente encima del ecuador, por lo que sus ciclos diarios apenas cambian. El sol sale por un lado de la isla en torno a las seis y media de la madrugada y se pone por el otro lado en torno a las seis y media de la tarde todos los días del año. Sus únicos habitantes son un puñado de pescadores musulmanes y sus familias. No hay ningún lugar de la isla desde el que no se oiga el mar. No hay ni un solo vehículo motorizado. La electricidad la produce un generador que sólo funciona un par de horas por la tarde. Es el sitio más tranquilo que conozco.
Todos los días, al amanecer, me hacía la circunferencia entera de la isla y me la volvía a hacer al ponerse el sol. El resto del tiempo me quedaba sentada, mirando. Miraba mis ideas, mis sentimientos y también miraba a los pescadores. Los filósofos yoguis dicen que toda la tristeza de la vida humana la producen las palabras, pero toda la alegría también. Las palabras las creamos para definir nuestra experiencia y esas palabras nos producen sentimientos anejos que brincan a nuestro alrededor como perros atados a una correa. Nos seducen tanto nuestros mantras individuales («Soy una fracasada… Qué sola estoy… Soy una fracasada… Qué sola estoy») que nos convertimos en monumentos erigidos en su honor. Por eso pasar un tiempo sin hablar es intentar despojar a las palabras de su poder, dejar de atragantarnos con las palabras, liberarnos de nuestros mantras asfixiantes.
En aquella ocasión tardé mucho en llegar al auténtico silencio. Aunque había dejado de hablar, descubrí que el lenguaje me seguía zumbando en los oídos. Todos los órganos y los músculos relacionados con el habla —cerebro, garganta, pecho, nuca— me vibraban con los efectos secundarios de mi verborrea mucho después de haber dejado de emitir sonidos. La cabeza me reverberaba llena de palabras efervescentes, como esas piscinas interiores donde siempre hay un eco de gritos y voces aunque la clase de natación haya terminado hace tiempo. El latido del idioma tardó mucho en desaparecer, el murmullo tardó en disiparse por completo. En total, serían unos tres días.
Entonces, empezó a salir todo a flote. En ese estado de silencio todo lo odioso, todo lo temible, me galopaba por la mente vacía. Me sentía como una yonqui en proceso de desintoxicación, convulsa por el veneno que me brotaba del interior. Lloré mucho. Recé mucho. Fue difícil y fue aterrador, pero no hubo ningún momento en que no quisiera estar allí, como tampoco quise nunca tener a nadie allí conmigo. Sabía que tenía que hacerlo, pero sabía que tenía que hacerlo sola.
Los escasos turistas que había en la isla eran un puñado de parejas románticas. (Gili Meno es una isla tan bonita y tan exótica que sólo a una loca como yo se le ocurre ir sola). Viendo a las parejitas de enamorados, me daban cierta envidia, pero sabía que «Éste no es tu momento para estar acompañada, Liz. Lo que tú has venido a hacer aquí es distinto». Por eso me mantenía alejada de los demás. Las gentes de la isla me dejaban en paz. Es posible que les diera cierto mal rollo. Llevaba todo el año pachucha. No se puede dormir así de poco y adelgazar tantos kilos y llorar tanto sin empezar a parecer una psicótica. Por eso nadie me hablaba.
Aunque eso no es del todo verdad. Había una persona que me hablaba todos los días. Era un niño pequeño, uno de esos que se recorren las playas intentando vender fruta fresca a los turistas. El niño tendría unos 9 años y parecía ser el jefe del grupo. Era duro de pelar, gamberro y si en su isla hubiera alguna calle habría dicho de él que era un chico «callejero». Supongo que era más bien un chico «playero». El caso es que hablaba un buen inglés, que debía de haber aprendido incordiando a los occidentales en la playa. Y al chico le dio la venada conmigo. Nadie me preguntaba quién era yo, nadie me molestaba, pero él se me acercaba implacablemente siempre que me veía en la playa y me preguntaba: «¿Por qué no hablas? ¿Por qué eres tan rara? No hagas que no me oyes, porque sé que me oyes. ¿Por qué estás siempre sola? ¿Por qué no te metes en el agua a nadar? ¿Dónde está tu novio? ¿Por qué no tienes un marido? ¿Qué te pasa?».
Y yo pensaba: ¡Lárgate, niño! ¿Qué eres? ¿Una transcripción de mis peores pensamientos?
Día tras día le dedicaba una sonrisa cordial y le pedía amablemente que se marchara, pero él no cejaba hasta conseguir sacarme de quicio. Y siempre lo lograba, tarde o temprano. Recuerdo que una de las veces le grité: «No hablo porque estoy haciendo un maldito viaje espiritual, niñato asqueroso. ¡Lárgate ya!».
Y entonces salía corriendo, tronchándose de risa. Todos los días, cuando conseguía hacerme hablar, se iba riéndose. Al verlo alejarse, a mí también me entraba la risa. Odiaba a ese niño entrometido, pero me acabé acostumbrando a sus apariciones. Era el único elemento cómico de aquella experiencia tan dura. San Antonio describe las visiones que tuvo durante un retiro en el desierto y dice que vio ángeles y demonios a la vez. Narra que, en su soledad, unas veces se encontraba con demonios que parecían ángeles y otras veces con ángeles que parecían demonios. Cuando le preguntaban cómo los distinguía, el santo contestaba que lo notaba por el estado de ánimo que le producía la criatura en cuestión. Si te quedas horrorizado, explica, te ha visitado un demonio. Si te sientes aliviado, ha sido un ángel.
Está claro lo que era ese trasto de niño, que siempre conseguía arrancarme una carcajada.
Al cumplirse mi noveno día de silencio, me puse a meditar en la playa al atardecer y no volví a ponerme en pie hasta después de la medianoche. Recuerdo que pensé: «Éste es el momento, Liz», y le dije a mi mente: «Ésta es tu oportunidad. Saca todo lo que te hace sufrir. Enséñamelo todo. No ocultes nada». Entonces todos mis pensamientos y recuerdos tristes fueron levantando la mano, uno tras otro, y se pusieron en pie para identificarse. Al contemplar cada pensamiento, cada unidad de sufrimiento, asimilaba su existencia y (sin intentar resguardarme) soportaba la correspondiente congoja. Después decía a cada una de mis penas: «No pasa nada. Te quiero. Te acepto. Te acojo con el corazón. Se acabó». Y la pena me entraba (como un ser vivo) en el corazón (como si fuera una habitación). Entonces yo decía: «¿Siguiente?» y afloraba a la superficie el siguiente sufrimiento. Después de haberlo contemplado, experimentado y bendecido, lo invitaba a entrar en mi corazón también. Esto lo hice con todos los pensamientos tristes que había tenido en mi vida —viajando por años de recuerdos— hasta que no quedó ni uno.
A continuación le dije a mi mente: «Ahora saca toda tu ira». Uno tras otro, todos los incidentes de mi vida relacionados con la furia fueron aflorando y dándose a conocer. Cada injusticia, cada traición, cada pérdida, cada indignación. Los fui viendo todos, uno por uno, y asimilé su existencia. Padecía cada fragmento de ira enteramente, como si estuviera sucediendo por primera vez, y decía: «Entra en mi corazón. Al fin podrás descansar. Estarás a salvo. Se acabó. Te quiero». El proceso duró horas, en las que yo me columpiaba entre los poderosos polos opuestos de mis variados sentimientos. Tan pronto experimentaba una furia que me hacía crujir los huesos como una frialdad absoluta mientras la ira me entraba en el corazón como quien entra por una puerta, acurrucándose junto a sus hermanos y abandonando la lucha.
La última parte era la más difícil. «Saca toda tu vergüenza», pedí a mi mente. Y Santo Dios, qué horrores vi. Un desfile patético en que estaban todos mis fallos, mis mentiras, mi egoísmo, mis celos, mi arrogancia. Pero los contemplé sin pestañear. «Muéstrame lo peor», dije. Y al invitar a las peores unidades de vergüenza a entrar en mi corazón, se quedaron paradas en el umbral, diciendo: «No. A mí no querrás invitarme a entrar. ¿Sabes lo que he hecho?». Y yo decía: «Sí que quiero tenerte dentro. A pesar de todo sí que quiero. Hasta a ti te acojo en mi corazón. No pasa nada. Te perdono. Formas parte de mí. Al fin podrás descansar. Se acabó».
Al acabar, me quedé vacía. Ya no tenía la mente en guerra. Miré dentro de mi corazón y me asombró lo grande que me pareció. Le quedaba mucho espacio para la bondad. Aún no estaba lleno, aunque había cobijado y atendido a todos los calamitosos golfillos de la tristeza, la ira y la vergüenza; sabía que mi corazón podía haber recibido y perdonado aún más. Su amor era infinito.
Comprendí entonces que así es como Dios nos ama y recibe a todos, y que en este universo no existe eso que llamamos el infierno, salvo en la aterrorizada mente de cada uno de nosotros. Porque, si un ser humano deshecho y limitado es capaz de experimentar semejante episodio de total perdón y aceptación de sí mismo, pensemos —¡intentemos imaginar!— la enormidad de cosas que Dios, en su eterna compasión, perdona y acepta.
Pero también sabía, intuía, que ese remanso de paz era temporal. Sabía que la labor no estaba terminada del todo, que mi furia, mi tristeza y mi vergüenza volverían a hacer acto de presencia, huyendo de mi corazón y volviendo a instalarse en mi cabeza. Sabía que volvería a enfrentarme a esos pensamientos, una y otra vez, hasta que lenta y decididamente cambiase mi vida entera. Iba a ser una labor ardua y agotadora. Pero en la silenciosa penumbra de aquella playa mi corazón le dijo a mi mente: «Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti». Esa promesa me salió flotando del corazón y la atrapé con la boca, donde me la guardé, saboreándola mientras me iba de la playa a la caseta donde vivía. Saqué un cuaderno sin usar, lo abrí por la primera página y entonces abrí la boca por primera vez, pronunciando esas palabras en el vacío de la habitación, dejándolas salir en libertad. Quebré mi silencio con esas palabras, cuyo colosal significado documenté a lápiz en la página:
«Te quiero. Jamás te abandonaré. Siempre cuidaré de ti».
Fueron las primeras palabras que escribí en mi cuaderno secreto, que llevo encima desde entonces. En los dos años siguientes a menudo he acudido a él en busca de ayuda y siempre la he hallado, hasta en los momentos de tristeza o miedo feroz. Y ese cuaderno guardián de esa promesa de amor me permitió sobrevivir a los dos siguientes años de mi vida, ni más ni menos.