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Wayan Nuriyashi es una curandera balinesa. Es lo mismo que Ketut Liyer aunque son bastante distintos. Para empezar, él es un hombre mayor y ella es una mujer de treinta y tantos años. Él es un personaje con un aire sacerdotal, bastante místico, mientras que Wayan es una doctora práctica, que mezcla hierbas y fármacos en su botica, donde también atiende a los pacientes.
Wayan tiene un local comercial en el centro de Ubud que se llama Centro de Medicina Balinesa Tradicional. Al ir a casa de Ketut he pasado por delante muchas veces y me había fijado porque tiene la acera llena de macetas con plantas y porque tiene una pizarrilla con un curioso cartel escrito a mano que anuncia un «Almuerzo Multivitamínico Especial». Antes de que me pasara lo de la rodilla no había entrado nunca. Pero, cuando Ketut me manda buscarme un «doctor», me acuerdo de haberlo visto y me acerco en mi bici con la esperanza de que puedan curarme la infección.
El local de Wayan es una clínica diminuta, un restaurante y una casa, todo junto. En la planta baja hay una cocina diminuta y un pequeño comedor abierto al público con tres mesas y unas sillas. Arriba está la parte privada donde Wayan da los masajes y los tratamientos. En la parte de atrás hay un dormitorio con poca luz.
Entro en la tienda cojeando y digo mi nombre a Wayan la curandera, una balinesa muy atractiva con una enorme sonrisa y una reluciente melena negra que le llega por la cintura. En la cocina, medio escondidas detrás de ella, hay dos chicas jóvenes que sonríen cuando las saludo con la mano, desapareciendo de nuevo. Entonces enseño a Wayan la herida infectada y le pregunto si me la puede curar. Al instante pone a hervir unas hierbas en la cocina y me hace beber jamu, un brebaje de la medicina balinesa tradicional. Después me pone en la rodilla unas hojas hervidas que me alivian el dolor inmediatamente.
Mientras charlamos, descubro que habla un inglés excelente. Como es balinesa, enseguida me hace las tres preguntas típicas de este país: ¿Adónde vas hoy? ¿De dónde eres? y ¿Estás casada?
Cuando le digo que no estoy casada («¡Aún no!»), se queda perpleja.
—¿Nunca te has casado? —me pregunta.
—No —miento.
No me gusta mentir, pero he descubierto que a los balineses no conviene hablarles de divorcio, porque es un tema que les pone nerviosos.
—¿En serio que nunca has estado casada? —me vuelve a preguntar, mirándome con enorme curiosidad.
—En serio —miento—. Nunca he estado casada.
—¿Estás segura?
Su insistencia me desconcierta.
—¡Totalmente segura! —insisto.
—¿Ni una sola vez? —me pregunta.
Vale. Tiene poderes.
—Bueno —confieso—. La verdad es que sí…
Al fin parece relajarse. Hace un gesto tipo «Ah, ya decía yo» y me pregunta:
—¿Estás divorciada?
—Sí —digo con gesto compungido—. Divorciada.
—Eso me había parecido al verte.
—Aquí no es muy común, ¿verdad?
—Pero yo también —me dice Wayan, dejándome atónita—. Yo también… divorciada.
—¿Tú también? —exclamo.
—Yo aguanto mucho —me explica—. Intento evitar divorcio por todos los medios y rezaba todos los días. Pero tuve que quitarme de su lado.
Se le saltan las lágrimas y casi sin darme cuenta le tomo una mano entre las mías. Es la única balinesa divorciada a la que conozco.
—Seguro que hiciste todo lo posible, cielo —le digo para consolarla—. Seguro que intentaste evitarlo como fuera.
—Un divorcio es lo más triste —me explica.
Le digo que estoy de acuerdo.
Paso las cinco horas siguientes hablando con Wayan, mi nueva amiga, sobre sus problemas. Mientras me cura la rodilla infectada, escucho su historia. Su marido, un hombre balinés, «bebía sin parar, le gustaba apostar, gastaba nuestro dinero, me pegaba cuando no doy dinero para beber y apostar», me cuenta. «Muchas veces acabo en hospital». Apartándose un mechón de pelo, me enseña las cicatrices que tiene en la cabeza.
—Esto fue cuando me pega con el casco de la motocicleta. Él siempre me pega con el casco cuando ha bebido y yo no tengo dinero. Me pega tanto que yo me desmayo, me mareo y no veo nada. Tengo buena suerte de ser curandera, de tener familia de curanderos, porque sé curarme cuando él me pega. Creo que, si no soy curandera, me quedo sin las orejas, sabes, sin poder oír nunca más. O pierdo un ojo y no veo nada nunca más.
Me dice que le abandonó después de que le diera tal paliza que la hizo abortar.
—Perdí a mi bebé, el segundo, cuando lo tengo en la tripa.
Fue entonces cuando su primera hija, una chica muy lista que se llama Tutti, le dijo: «Mamá, mejor te divorcias. Como pasas mucho tiempo en el hospital, a mí me toca trabajar demasiado».
Su hija Tutti le dijo eso a los 4 años.
La soledad y desprotección que experimenta una persona divorciada en Bali es algo que a un occidental le cuesta entender. El núcleo familiar balinés, enclaustrado entre los muros de una finca, es lo único que existe en la vida. Cuatro generaciones de hermanos, primos, padres, abuelos y niños viven todos juntos en varios bungalós apiñados en torno al templo familiar, cuidándose unos a otros desde que nacen hasta que mueren. La comunidad familiar asegura un cierto poder y una estabilidad en aspectos tan importantes como la economía, la sanidad, la alimentación, la educación y un elemento básico para los balineses, la conexión espiritual.
El núcleo familiar es tan importante que los balineses lo consideran un ente en sí mismo, un organismo vivo autosuficiente. La población de una localidad balinesa no es la suma de sus ciudadanos individuales, sino la suma de las comunidades familiares. Por eso nadie abandona su familia. (Salvo las mujeres, por supuesto, que sólo se mudan una vez en su vida, al salir de la casa paterna para irse a la de su marido). Cuando el sistema funciona —cosa habitual en esta sociedad tan sana— produce los seres humanos más saludables, protegidos, serenos, felices y equilibrados del mundo. Pero ¿qué sucede cuando no funciona? ¿Qué sucede en los casos como los de mi amiga Wayan? Los proscritos se pierden en una órbita baldía. Wayan tuvo que elegir entre quedarse en el nido familiar con un marido que la tenía entrando y saliendo del hospital de las palizas que le daba o salvar la vida y marcharse con las manos vacías.
Bueno, no es que se quedara totalmente desprovista. Llevaba consigo el caudal enciclopédico de sus conocimientos médicos, su bondad, su ética laboral y su hija Tutti, por cuya custodia tuvo que pelear duro. Bali es un patriarcado puro y duro; y cuando se da el caso extraño de un divorcio, los hijos se quedan automáticamente con el padre. Para recuperar a Tutti, Wayan contrató un abogado y tuvo que vender todo lo que tenía para poder pagarle. Y cuando digo todo, es todo. No sólo vendió los muebles y las joyas, sino los tenedores, las cucharas, los calcetines, los zapatos, los trapos viejos y hasta las velas medio gastadas. Tuvo que venderlo todo para pagar al abogado. Pero consiguió recuperar a su hija tras una dura batalla legal que duró dos años. Y es una suerte que Tutti sea chica. Si llega a ser chico, Wayan no le habría vuelto a ver el pelo. Un chico es mucho más valioso.
Wayan y Tutti llevan años viviendo solas —¡dos mujeres solas, en la colmena de Bali!—, mudándose cada pocos meses, dependiendo del dinero que tengan, siempre nerviosas de tener que volver a hacer las maletas. Obviamente, esta movilidad le perjudica desde el punto de vista laboral, porque cada vez que se muda sus pacientes (en su mayoría balineses con los mismos problemas económicos que ella) tienen que intentar seguirle la pista. Además, siempre tiene que cambiar a Tutti de colegio. Antes era la primera de la clase, pero con tanto ajetreo ahora es la número veinte de una clase de cincuenta alumnos.
Mientras Wayan me contaba esta historia, llega Tutti del colegio corriendo a todo correr. Ahora tiene 8 años y es una poderosa mezcla de carisma y energía, como unos fuegos artificiales en miniatura. Esta especie de minibomba (con coletas, muy delgada y nerviosa) me pregunta en un inglés muy rápido si quiero comer algo y entonces Wayan exclama:
—¡Me había olvidado! ¡Tengo que darte algo de comer!
La madre y la hija se encierran apresuradamente en la cocina y —con ayuda de las dos chicas tímidas que se escondían de mí al principio— preparan en poco tiempo la que resulta ser la mejor comida que he tomado en Bali hasta ahora.
La pequeña Tutti me anuncia cada plato con una alegre explicación, sonriendo de oreja a oreja, tan vivaracha que debería ser una de esas animadoras estadounidenses que desfilan con un bastón en la mano.
—¡Zumo de cúrcuma para tener limpios los riñones! —proclama—. ¡Algas de mar para el calcio! ¡Ensalada de tomate para la vitamina D! ¡Mezcla de hierbas para no tener la malaria!
Al final no me queda más remedio que preguntarle:
—Tutti, ¿dónde has aprendido a hablar tan bien inglés?
—¡En un libro! —exclama.
—Eres una chica muy lista —le informo.
—¡Gracias! —me dice y, haciendo un bailecillo espontáneo, añade—: ¡Tú eres una chica muy lista también!
Por cierto, los niños balineses no suelen ser así. Suelen ser modositos y bien educados, de esos que se esconden detrás de las faldas de su madre. Pero Tutti, no. Tutti es puro espectáculo. Es de las que te van contando la película.
—¡Te enseño mis libros! —canturrea, subiendo las escaleras a grandes zancadas para traérmelos.
—Quiere ser doctora para los animales —me dice Wayan—. ¿Cómo es la palabra en inglés?
—¿Una veterinaria?
—Sí. Una veterinaria. Pero me hace muchas preguntas sobre los animales, cosas que no sé contestar. Me dice: «Mamá, si alguien me trae un tigre enfermo, ¿le pongo una venda en los dientes para que no me muerda? Si una serpiente está enferma y necesita una medicina, ¿dónde tiene el agujero para tomarla?». No sé de dónde saca estas ideas. Espero que pueda ir a la universidad.
Tutti se abalanza escaleras abajo con los brazos llenos de libros y acaba acurrucada en el regazo de su madre. Soltando una carcajada, Wayan besa a su hija y parece olvidar la tristeza del divorcio. Mirándolas, pienso que una niña que da a su madre un motivo para vivir será una mujer fuerte. Sólo he pasado una tarde con ella, pero le estoy tomando un cariño enorme a esta niña. Envío a Dios una oración silenciosa por ella: ¡Ojalá Tutti Nuriyashi ponga vendas en los dientes a mil tigres blancos!
La madre de Tutti también me cae muy bien. Pero llevo horas metida en su tienda y ha llegado el momento de marcharme. Además, acaba de entrar un grupo que parece tener intención de comer. Una turista, una australiana charlatana de mediana edad, pide a voz en grito a Wayan que por favor le quite «este maldito estreñimiento». Al oírla, pienso: Dilo más alto, cielo, que no nos hemos enterado.
—Mañana vengo otra vez —le prometo a Wayan—. Y vuelvo a tomarme un almuerzo multivitamínico especial.
—Ya tienes mejor la rodilla —me anuncia—. Se ha curado muy rápido. No hay infección ya.
Me quita los restos de la cataplasma de hierbas y me pellizca la rodilla con cuidado, como buscándome algún bulto. Después me palpa la otra rodilla con los ojos cerrados. Al cabo de unos segundos abre los ojos y me dice sonriente:
—Te noto en las rodillas que no tienes mucho sexo en estos tiempos.
—¿Por qué? —le pregunto—. ¿Por lo juntas que las tengo?
Suelta una carcajada.
—No —me contesta—. Es por el cartílago. Lo tienes muy seco. Las hormonas del sexo lubrican las articulaciones. ¿Hace cuánto tiempo no tienes sexo?
—Como un año y medio.
—Necesitas un buen hombre. Yo te lo busco. Rezo en el templo para encontrarte un buen hombre, porque ahora eres mi hermana. Y si vienes mañana, yo te limpio los riñones.
—¿Un buen hombre y los riñones limpios? Suena fantástico.
—Hasta hoy nunca he contado a nadie estas cosas de mi divorcio —me confiesa—. Pero mi vida es mala, demasiado triste, demasiado dura. No entiendo por qué la vida es tan dura.
Entonces, sin venir a cuento, tengo una reacción inesperada. Tomo las manos de la curandera en las mías y le digo con toda mi convicción:
—La parte más dura de tu vida ya ha quedado atrás, Wayan.
Y al salir de la tienda noto que estoy temblando, inexplicablemente, como invadida por una potente intuición o por un impulso que no consigo identificar ni manifestar.