43
Es la hora de cenar. Estoy sentada sola, intentando comer despacio. La gurú siempre nos aconseja ser disciplinados con la comida. Nos recomienda comer con moderación para no tragar aire tontamente y no apagar los fuegos sagrados del cuerpo saturándonos el conducto digestivo de comida. (Estoy casi segura de que la gurú nunca ha estado en Nápoles). Cuando algún estudiante se le queja de no conseguir meditar bien, ella siempre le pregunta si tiene problemas digestivos. Es razonable que resulte complicado deslizarse sutilmente hacia la trascendencia si tus tripas no consiguen digerir una salchicha calzone, medio kilo de alitas de pollo y media tarta de crema de coco. Por eso aquí no se comen ese tipo de cosas. La comida del ashram es vegetariana, ligera y sana. Aun así, está muy rica. Por eso me cuesta no engullirla como una huérfana famélica. Además, la comida es tipo bufé y a mí me cuesta mucho no dar una segunda o tercera vuelta cuando hay comida maravillosa a la vista, y más si huele bien y es gratis.
Así que me siento a la mesa de la cena yo sola, procurando tener controlado el tenedor cuando veo acercarse un hombre con su bandeja de la cena, buscando una silla libre. Le hago un gesto con la cabeza, invitándolo a sentarse conmigo. Es la primera vez que lo veo. Debe de ser un recién llegado. Camina con actitud de no tener ninguna prisa y se mueve con la seguridad de un sheriff de ciudad pequeña, o puede que sea un veterano jugador de póquer de altos vuelos. Parece tener cincuenta y pocos años, pero se mueve como si hubiera vivido un par de siglos. Tiene el pelo y la barba blancos y lleva una camisa de franela a cuadros. Sus hombros anchos y sus manos grandes parecen medio peligrosos, pero la expresión del rostro es totalmente relajada.
Se sienta enfrente de mí y masculla:
—Tía, en este sitio los mosquitos son tan grandes que se lo podrían hacer con una gallina.
Señoras y señores, acaba de entrar en escena Richard el Texano.