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Las jornadas acabaron dos días después y todos abandonaron su silencio. Recibí una enorme cantidad de abrazos de personas que me agradecían mi ayuda.

—¡No, no! Gracias a ti —repetía yo una y otra vez, frustrada ante lo inadecuadas que sonaban esas palabras, lo imposible que era expresarles mi gratitud por haberme elevado a semejantes alturas místicas.

Una semana después llegó otro centenar de participantes en las siguientes jornadas espirituales, de modo que se repitieron los correspondientes viajes interiores y el silencio generalizado a cargo de un nuevo grupo de almas. Reanudé mi vigilancia, intenté ayudarlos todo lo posible y con ellos volví a alcanzar un estado de turiya alguna que otra vez. Y no me quedó más remedio que reírme cuando acabaron su periodo de meditación y muchos de ellos me dijeron que durante las jornadas me habían considerado una «presencia silenciosa, grácil y etérea». ¿Ésa era la última broma que me iba a gastar el ashram? Ahora que había aprendido a aceptar mi carácter escandaloso, locuaz y sociable y a amar a la coordinadora social que llevo dentro, ¿al fin iba a poder convertirme en Esa Chica Tan Callada que siempre se pone al fondo del templo?

Durante las últimas semanas que pasé en el ashram me dio la sensación de que había el ambiente melancólico de los últimos días de un campamento de verano. Cada día que pasaba parecía haber más gente con maletas subiéndose a un autobús que se alejaba. No llegaba nadie nuevo. Estábamos casi en mayo, que es cuando empieza la estación cálida en India, de modo que nuestro ritmo de vida iba a ser más lento. No había más jornadas espirituales, así que me dieron un trabajo nuevo, en el departamento de Inscripciones, donde me tocó la labor agridulce de «dar de baja» a todos mis amigos en el ordenador conforme se iban marchando del ashram.

El despacho lo compartía con una expeluquera de Madison Avenue que era muy graciosa. Hacíamos juntas nuestras oraciones de la mañana, cantando nuestros himnos a Dios.

—¿Qué te parece si avivamos el tempo del himno de hoy? —me preguntó la peluquera una mañana—. ¿Y si lo subimos una octava? Puede que no suene tanto a una versión espiritual de Count Basie…

Ahora estoy pasando mucho tiempo sola. Todos los días paso entre cuatro y cinco horas en las cuevas de meditación. Ahora soy capaz de estar muchas horas seguidas haciéndome compañía a mí misma, tranquila ante mi propia presencia, sabiendo aceptar mi existencia en este planeta. A veces mis meditaciones son experiencias surrealistas y físicas del shakti, todas tan intensas que me estremecen la espina dorsal y me hacen hervir la sangre. Procuro entregarme a ellas con la menor resistencia posible. Otras veces experimento una alegría dulce y silenciosa que también es muy agradable. Mi mente sigue fabricando frases y mis pensamientos hacen piruetas para llamar la atención, pero ya conozco tan bien mis mecanismos mentales que no me molestan. Mis pensamientos son como esos vecinos de toda la vida a los que se les tiene cariño por muy pesados que sean: el señor y la señora Dale-Que-Te-Dale y los memos de sus tres hijos Bla, Bla y Bla. El caso es que me dejen llevar mi vida. En el barrio hay sitio para todos.

En cuanto a los otros cambios que pueda haber experimentado en estos últimos meses, es posible que todavía no los note. Mis amigos que llevan mucho tiempo estudiando yoga dicen que la influencia de un ashram no se nota hasta que te marchas de él y vuelves a tu vida normal. Según la exmonja surafricana: «Sólo entonces empezarás a notar que todos tus cajones internos están cambiados de sitio». En cualquier caso, de momento no sé muy bien cuál es exactamente mi vida normal. Porque estoy a punto de irme a Indonesia a casa de un curandero… ¿Ésa es mi vida normal? Pues puede que sí, ¿quién sabe? El caso es que mis amigos coinciden en que se tarda un tiempo en apreciar los cambios. Puede ser que elimines tus obsesiones de toda la vida o que modifiques tus costumbres más siniestras e inamovibles. Quizá esas tonterías que tanta rabia te daban ya no te molesten, pero ya no pases por alto esas abismales miserias que antes soportabas por la pura fuerza de la costumbre. Las relaciones tóxicas se renuevan o eliminan, dando paso a personas más luminosas y benéficas.

Anoche no pude dormir. Pero no era de nervios, sino de la pura emoción. Me vestí y fui a dar un paseo por el jardín. En lo alto del cielo había una exuberante luna llena que daba al jardín una pátina metalizada. El aire olía a jazmín y al aroma embriagador de un arbusto típico de aquí que sólo florece de noche. El día había sido húmedo y caluroso, y la noche también lo era. Al notar el soplo de una cálida brisa, de repente me dije: «¡Estoy en India!».

¡Llevo sandalias y estoy en India!

De pronto eché a correr y, saliéndome del camino, galopé hacia la hierba bañada por la luz de la luna. Llevaba meses haciendo yoga, llevando una dieta vegetariana y durmiéndome pronto, así que me sentía sana y viva. Al caminar sobre la hierba mojada de rocío, mis sandalias hacían: chipa-chipa-chipa-chipa, el único sonido que se oía en todo el valle. Estaba tan exultante que corrí directamente hacia los eucaliptos del centro del parque (donde dicen que hubo un templo dedicado al dios Ganesha) y me abracé a uno de los árboles, cuyo tronco conservaba el calor del día, y lo besé apasionadamente. Vamos, que lo besé con toda mi alma, sin pararme a pensar que ésa era la peor pesadilla de cualquier estadounidense al que se le haya escapado una hija a India, que acabe teniendo orgías con árboles a la luz de la luna.

Pero el amor que yo sentía era puro. Era celestial. Contemplé el valle oscurecido y no vi nada que no fuera Dios. Me sentía completamente feliz, tremendamente feliz. Me dije a mí misma: «Este sentimiento, sea cual sea, era lo que pedía en mis oraciones. Mis oraciones iban dirigidas a esto».

Come, reza, ama
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