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De haber sabido que las cosas —como dijo Lily Tomlin en una ocasión— se iban a torcer mucho antes de torcerse del todo, no sé si habría logrado dormir mucho aquella noche. El caso es que después de pasar por siete meses muy complicados acabé dejando a mi marido. Cuando por fin tomé esa decisión, creí que lo peor había pasado ya. Hecho que demuestra lo poco que sabía de divorcios por aquel entonces.
En la revista The New Yorker publicaron una viñeta que viene a cuento. Salen dos mujeres hablando y una le dice a la otra: «Si quieres conocer a una persona a fondo, divórciate de ella». Huelga decir que a mí me pasó todo lo contrario. Yo diría que, si quieres dejar de conocer a una persona a fondo, divórciate de ella. O de él, mejor dicho, porque eso es lo que nos pasó a mi marido y a mí. Yo creo que nos escandalizamos mutuamente al ver lo deprisa que pasamos de ser la pareja que mejor se conocía del mundo a ser el par de desconocidos más mutuamente incomprensibles que se había visto jamás. En el fondo de esa extravagancia estaba el hecho abismal de que los dos estábamos haciendo algo que a la otra persona le parecía inconcebible: a él jamás se le pasó por la cabeza que yo fuese a dejarlo y a mí ni se me había pasado por la imaginación que él me lo fuera a poner tan difícil.
Cuando me separé de mi marido, estaba sinceramente convencida de que podríamos solucionar nuestros asuntos prácticos en cuestión de horas con una calculadora, un poco de sentido común y la correspondiente buena voluntad hacia una persona a quien se ha querido. Mi primera propuesta fue que vendiéramos la casa y nos lo repartiéramos todo equitativamente; jamás se me pasó por la cabeza que aquello pudiera hacerse de otra manera. Pero a él eso no le pareció justo, así que mejoré mi oferta. ¿Qué le parecía quedarse con todo y echarme a mí la culpa de todo? Pero esa propuesta tampoco solucionó el tema. Al llegar a ese punto, me quedé desconcertada. ¿Cómo se negocia después de haberlo ofrecido todo? No me quedaba otra que esperar a que me hiciera una contraoferta. Me sentía tan culpable de haberlo abandonado que no me creía con derecho a quedarme ni la calderilla de todo el dinero que había ganado durante la última década. Además, la espiritualidad que acababa de descubrir me exigía huir de todo enfrentamiento. Por tanto, mi postura era la siguiente: ni me iba a defender de él ni me iba a enfrentar a él. Durante mucho tiempo, desoyendo el consejo de todos los que me querían, me negué incluso a consultar a un abogado, pues hasta eso me parecía una actitud beligerante. Estaba empeñada en llevar el tema tipo Gandhi. Había decidido ir de Nelson Mandela por la vida. Lo que no me había parado a pensar era que tanto Gandhi como Mandela eran abogados.
Y los meses fueron pasando. Mi vida estaba en el limbo mientras esperaba a que me dejaran marchar, pendiente de cómo iban a ser los términos del acuerdo. Estábamos separados de hecho (él se había mudado a nuestro apartamento de Manhattan), pero no había nada resuelto. Trabajábamos a trancas y barrancas, teníamos la casa abandonada, las facturas se iban acumulando y mi marido rompía su silencio sólo para mandarme algún que otro mensaje recordándome que ser tan imbécil como yo debería ser ilegal.
Pero, además, estaba lo de David.
La retahíla de complicaciones y traumas de aquellos siniestros años del divorcio se vio multiplicada por el drama de David, el tío del que me enamoré justo cuando decidí poner fin a mi matrimonio. ¿He dicho que me enamoré de David? Lo que quería decir es que salí a gatas de mi matrimonio y caí en brazos de David, como una acróbata de circo que salta de un trampolín, cae dentro de un pequeño vaso de agua y desaparece. En plena fuga matrimonial me agarré a David como si fuese el último helicóptero de Saigón. Volqué en él todas mis esperanzas de salvación y felicidad. Y, sí, me enamoré de él. Pero, si pudiese usar una palabra más fuerte que «desesperadamente» para describir cómo quería a David, la usaría, porque el «amor desesperado» siempre es el más bestia.
Nada más dejar a mi marido me fui directamente a vivir con David. Era —es— un joven muy guapo. Nacido en Nueva York, es actor y escritor, con unos enormes ojos castaños como los de los italianos, que parecen líquidos por el centro y que a mí (¿lo he dicho ya?) me hacen perder el norte. Con mucha calle, independiente, vegetariano, mal hablado, espiritual, seductor. Un yogui rebelde, un poeta de Yonkers. Un aficionado al béisbol, un hombre sexy y hecho a sí mismo. Tenía que darme pellizcos para creérmelo. Era demasiado. O eso me parecía a mí. Cuando se lo describí por primera vez a mi buena amiga Susan, vio los colores que me habían salido en las mejillas y me dijo: «Vaya por Dios. Me huelo complicaciones, ricura».
David y yo nos conocimos cuando él trabajaba en una obra basada en unos cuentos míos. Representaba un personaje inventado por mí, cosa bastante significativa. En los casos de amor desesperado siempre pasan estas cosas, ¿no? El amor desesperado consiste en inventarse un personaje, exigir a la persona amada que lo represente y hundirnos en la miseria cuando se niega a convertirse en ese ser de ficción.
Pero, ay, qué bien lo pasamos durante aquellos primeros meses en que él aún era mi héroe romántico y yo aún era su sueño viviente. Nunca había imaginado que pudiera existir tanta emoción y tanta compatibilidad. Nos inventamos un lenguaje propio. Hacíamos excursiones y nos perdíamos por las carreteras. Subíamos a pie, bajábamos a nado, organizábamos viajes por el mundo. Haciendo cola en el Departamento de Vehículos Motorizados nos divertíamos más que la mayoría de las parejas en su luna de miel. Nos pusimos el mismo mote, para que no hubiera diferencias entre nosotros. Nos marcamos metas; hicimos promesas y juramentos; salíamos mucho a cenar. Él me leía en voz alta y me hacía la colada. (La primera vez que me pasó llamé a Susan para contárselo asombrada, como si acabara de ver a un camello usando una cabina telefónica. Le dije: «¡Un hombre me ha hecho la colada! ¡Y me ha lavado a mano la ropa interior!». Y ella me repitió lo de: «Vaya por Dios. Me huelo complicaciones, ricura»).
El primer verano de Liz y David era como el montaje cinematográfico de las escenas de enamoramiento de todas las películas de amor que se hayan visto, incluyendo lo de chapotear en la playa y correr por el campo cogidos de la mano bajo la tenue luz dorada del crepúsculo. Por aquel entonces yo todavía era tan ingenua como para pensar que mi divorcio podía ser amistoso, aunque había dicho a mi marido que se cogiera el verano libre para que a los dos se nos enfriara la cabeza con el tema. La verdad es que me costaba visualizar tanto sufrimiento en medio de semejante felicidad. Pero ese verano (conocido como «la tregua») llegó a su fin.
El 9 de septiembre de 2001 me vi cara a cara con mi marido por última vez sin ser consciente de que todos nuestros futuros encuentros requerirían la presencia de un abogado para mediar entre nosotros. Fuimos a un restaurante a cenar. Yo intentaba hablar de nuestra separación, pero lo único que hacíamos era discutir. Él me llamó mentirosa y traidora y me dijo que me odiaba y que no pensaba volver a hablarme en su vida. Dos días después amanecí tras haber dormido mal y me enteré de que unos aviones secuestrados estaban lanzándose contra los edificios más altos de mi ciudad, como si todo lo que había parecido invencible se hubiese desmoronado, convirtiéndose en una avalancha de escoria candente. Llamé a mi marido para saber si estaba bien y lloramos espantados ante el horror, pero no fui a verlo. Durante aquella semana, cuando todos los habitantes de Nueva York olvidaron sus rencillas en deferencia a la magnitud de la tragedia, yo seguí sin reunirme con mi marido. Así fue como los dos nos dimos cuenta de que lo nuestro se había acabado de verdad.
No exagero mucho si digo que apenas pegué ojo en los siguientes cuatro meses.
Creía que ya había tocado fondo, pero en aquel momento (en consonancia con el aparente desplome del mundo entero) mi vida se hizo trizas. Se me cae la cara de vergüenza al recordar el calvario al que sometí a David durante esos meses que vivimos juntos, justo después del 11-S y de separarme de mi marido. Imaginad la sorpresa que se llevó al descubrir que la mujer más alegre y segura de sí misma que había conocido en su vida era en realidad —al quedarse sola— un turbio pozo sin fondo de sufrimiento. Igual que me había pasado antes, no podía parar de llorar. Fue entonces cuando él empezó a retroceder y cuando vi el lado oculto de mi apasionado héroe romántico, el David solitario como un náufrago, frío como un témpano, con más necesidad de espacio que una manada de bisontes americanos.
Es probable que la repentina espantada sentimental de David hubiera sido una catástrofe para mí incluso en la mejor de las circunstancias posibles, dado que soy el ente vivo más cariñoso del planeta (una especie de cruce entre un perro labrador y un percebe), pero es que aquélla era la peor de mis circunstancias. Abatida e insegura, necesitaba más mimos que una camada de trillizos prematuros. Su distanciamiento me hacía sentir más necesitada y mi desamparo crecía conforme él se iba alejando, hasta verse en franca retirada, acribillado por mis lacrimógenos ruegos tipo «¿Adónde vas?» y «¿Qué ha sido de nosotros?».
(Consejo para las mujeres: A los hombres les ENCANTAN estas cosas).
Lo cierto es que me había hecho adicta a David (en mi defensa debo decir que él lo había propiciado por ser una especie de hombre fatal) y ante su falta de atención cada vez mayor yo empecé a sufrir unas consecuencias fácilmente previsibles. La adicción es típica en todas las historias de amor basadas en el encaprichamiento. Todo comienza cuando el objeto de tu adoración te da una dosis embriagadora y alucinógena de algo que jamás te habías atrevido a admitir que necesitabas —un cóctel tóxico-sentimental, quizá, de un amor estrepitoso y un entusiasmo arrebatador—. Al poco tiempo empiezas a necesitar desesperadamente esa atención tan intensa con esa ansia obsesiva típica de un yonqui. Si no te dan la droga, tardas poco en enfermar, enloquecer y perder varios kilos (por no hablar del odio al camello que te ha fomentado la adicción, pero que ahora se niega a seguirte dando eso tan bueno, aunque sabes perfectamente que lo tiene escondido en algún sitio, maldita sea, porque antes te lo daba gratis). La fase siguiente es la de la escualidez y la temblequera en el rincón, sabiendo que venderías el alma o robarías a tus vecinos con tal de probar eso una sola vez más. Mientras tanto, a tu ser amado le repeles. Te mira como si no te conociera de nada, como si jamás te hubiera amado con una pasión fervorosa. Lo irónico del asunto es que no puedes echarle la culpa. Porque, vamos, mírate bien. Eres un asquito, un ser patético, casi irreconocible ante tus propios ojos.
Pues ya está. Ya has llegado al destino final del amor caprichoso: la más absoluta y despiadada devaluación del propio ser.
El hecho de poder escribir sobre ello tranquilamente a día de hoy es una prueba fehaciente del poder balsámico del tiempo, porque no me lo tomaba nada bien conforme me iba ocurriendo. Perder a David justo después de mi fracaso matrimonial y justo después del ataque terrorista a mi ciudad y justo después de la etapa más siniestra del divorcio (una experiencia que mi amigo Brian ha comparado con «sufrir un accidente de coche espantoso todos los días durante unos dos años»)… En fin, que aquello fue sencillamente demasiado.
David y yo seguíamos teniendo arrebatos de diversión y compatibilidad de día, pero de noche, en su cama, yo me convertía en el único superviviente de un invierno nuclear conforme él se iba alejando de mí a ojos vistas, cada día un poco más, como si tuviera una enfermedad infecciosa. Acabé temiendo la noche como si fuese una cámara de tortura. Me quedaba ahí tumbada junto al cuerpo dormido de David, tan hermoso como inaccesible, y entraba en una espiral de soledad y pensamientos suicidas meticulosamente detallados. Me dolían todas y cada una de las partes del cuerpo. Me sentía como una especie de máquina primitiva llena de muelles y con una sobrecarga mucho mayor de la que era capaz de soportar, a punto de estallar llevándose por delante a todo el que se acercara. Imaginé mis miembros saliendo despedidos, separándose de mi torso con tal de huir del núcleo volcánico de infelicidad que era yo. Casi todas las mañanas David se despertaba y me veía adormilada en el suelo junto a su cama, sobre un montón de toallas, como un perro.
—¿Qué te pasa ahora? —me preguntaba al verme.
Era el enésimo hombre al que había dejado totalmente extenuado.
Creo que en aquellos tiempos adelgacé algo así como quince kilos.