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En Europa se ha desatado una lucha por el poder. Una serie de ciudades compiten entre sí para ver cuál de ellas emerge como la gran metrópoli europea del siglo XXI. ¿Será Londres? ¿París? ¿Berlín? ¿Zúrich? ¿Tal vez Bruselas, la capital de la joven Unión? Todas se afanan en superar a las demás cultural, arquitectónica, política y fiscalmente. Pero Roma, todo hay que decirlo, ni siquiera se ha molestado en participar en este concurso de estatus. Roma no compite. Roma se limita a contemplar el ajetreo y el empeño, totalmente impertérrita, como si dijera con cierta chulería: Mira, haced lo que os dé la gana, porque yo sigo siendo Roma. En cuanto a mí, me dejo llevar por esa regia seguridad en sí misma que tiene esta ciudad, tan asentada y rotunda, tan entretenida y monumental, tranquila de saber que tiene su sitio asegurado en el regazo de la historia. Cuando sea una señora mayor, me gustaría ser como Roma.
Hoy me llevo a mí misma a dar un paseo de seis horas por Roma. Es bastante llevadero, sobre todo si paras cada poco tiempo a repostar café expreso y pastas. Salgo por la puerta de mi apartamento y paseo por ese centro comercial cosmopolita que es mi barrio. (Aunque tampoco se le puede llamar barrio en el sentido tradicional de la palabra. Vamos, que si es un barrio, entonces mis vecinos son esa gente sencilla y campechana con apellidos como Valentino, Gucci y Armani). Éste siempre ha sido un buen barrio. Rubens, Tennyson, Stendhal, Balzac, Liszt, Wagner, Thackeray, Byron, Keats, todos vivieron aquí. Yo vivo en lo que llamaban el «gueto inglés», donde descansaban los aristócratas elegantes en mitad de sus periplos por Europa. Había un club inglés que se llamaba la Sociedad de los Dilettanti. ¡Hay que tener cara para anunciar que eres un diletante! ¡Ah, qué tiempos de gloriosa insolencia!
Paseo hasta la Piazza del Popolo y miro el enorme arco que esculpió Bernini para honrar la solemne visita de la reina Cristina de Suecia (que fue una de las bombas atómicas de la historia. Mi amiga Sofie describe así a su gran reina: «Montaba a caballo, cazaba, era culta, se hizo católica y fue todo un escándalo. Hay gente que dice que era un hombre, pero debía de ser lesbiana, eso sí. Llevaba pantalones, participaba en excavaciones arqueológicas, coleccionaba arte y se negó a parir un heredero»). Junto al arco hay una iglesia en la que se pueden ver gratis dos cuadros de Caravaggio que narran el martirio de San Pedro y la conversión de San Pablo (tan apabullado por su estado de gracia que ha caído al suelo en pleno éxtasis celestial; hasta su caballo parece asombrado). Las obras de Caravaggio siempre me dejan triste y abrumada, pero me animo al pasear hacia la otra punta de la iglesia, donde veo al Niño Jesús más alegre, bobalicón y risueño que he visto en Roma hasta ahora.
Sigo andando en dirección sur. Paso por delante del Palazzo Borghese, edificio que ha tenido muchos inquilinos famosos, como Paulina, la descocada hermana de Napoleón, que recibió en él a un número incontable de amantes. Según parece, usaba a sus doncellas como taburetes. (Una tiene la vaga esperanza de haberlo leído mal en la guía de Roma, pero, no; es cierto. Y a Paulina también le gustaba que la llevaran a la bañera en brazos, cosa que hacía «un negro gigantesco», según nos informan). Después paseo por las orillas del enorme, pantanoso y rural río Tíber, hasta llegar a la isla Tiberina, uno de mis refugios preferidos en esta ciudad. Esta pequeña isla siempre se ha asociado con la curación. Tras la peste de 291 a. C. se construyó aquí un templo de Esculapio; en la Edad Media una cofradía de monjes llamados los Fatebene Fratelli —que puede traducirse libremente como los «Hermanos HazElBien»— mandaron construir en ella un hospital y a día de hoy sigue habiendo una clínica en la isla.
Cruzo el río y entro en el Trastevere, el barrio que alardea de cobijar a los romanos más auténticos, los obreros, los tíos que llevan siglos construyendo todos los monumentos que hay al otro lado del Tíber. Almuerzo en una tranquila trattoria y disfruto tranquilamente de la comida y el vino, porque en el Trastevere nadie te impide pasar horas comiendo si te da la gana. Pido un surtido de bruschette, unos espaguetis cacio e pepe (esa sencilla especialidad romana que consiste en tomar la pasta con queso y pimienta) y luego un pequeño pollo asado, que acabo compartiendo con un perro que lleva un buen rato mirándome comer con esos ojos que ponen los perros callejeros.
Al acabar vuelvo a cruzar el puente y paso por el viejo gueto judío, un sitio de pasado tristísimo, que había sobrevivido durante siglos hasta que lo despoblaron los nazis. Caminando en dirección norte paso por la Piazza Navona, cuya mastodóntica fuente honra los cuatro grandes ríos del planeta Tierra (incluyendo en la lista, con más orgullo que veracidad, el perezoso río Tíber). Después voy a darme una vuelta por el Panteón. El Panteón procuro verlo todo lo que puedo, porque estoy en Roma y dice el refrán que «quien va a Roma y el Panteón no ve tonto llegó y tonto se fue».
Desviándome algo del camino que me lleva a casa, hago una parada en el sitio más conmovedor de la ciudad: el Augusteum. Este enorme montón redondo de ladrillos desportillados fue en algún momento un glorioso mausoleo construido por Octavio Augusto para alojar los restos de su familia por los siglos de los siglos. En aquel entonces al emperador ni se le pasó por la cabeza que Roma pudiera dejar de ser un poderoso imperio gobernado por sucesivos Augustos. ¿Cómo iba a imaginarse la caída del imperio romano? ¿Cómo iba a saber que, con los acueductos destruidos por los bárbaros y las carreteras abandonadas a su suerte, Roma quedaría desierta y tendrían que pasar casi veinte siglos para que recuperase la población que tuvo en sus días de esplendor?
En la Edad Media el mausoleo de Augusto cayó en manos de los saqueadores y se quedó en ruinas. Se llevaron las cenizas del emperador, vete a saber quién sería. Sin embargo, en el siglo XII la poderosa familia Colonna lo convirtió en una fortaleza para protegerse del ataque de los belicosos príncipes locales. A partir de entonces el mausoleo fue, sucesivamente, un viñedo, un jardín renacentista, una plaza de toros (ya en el siglo XVIII), un depósito de fuegos artificiales y una sala de conciertos. En torno a 1930, Mussolini se lo apropió y lo restauró, devolviéndole su estructura clásica para dar allí eterno descanso a sus restos fúnebres. (Una vez más, en aquel entonces a nadie se le pasó por la cabeza que Italia dejase de ser un imperio gobernado por sucesivos Mussolinis). Obviamente, su sueño fascista no prosperó, ni él obtuvo el entierro grandioso que había previsto.
Hoy el mausoleo de Augusto es uno de los lugares más tranquilos y solitarios de Roma, oculto en las profundidades de la tierra. La ciudad ha ido creciendo a su alrededor durante siglos. (Se dice que, por regla general, el paso del tiempo deja a sus espaldas tres centímetros de residuos al año). Por encima del monumento pasa el tráfico a toda velocidad, trazando un círculo frenético sobre él sin que nadie baje nunca a visitarlo —por lo que parece— excepto para usarlo como aseo público. Pero el edificio en sí aún existe: ocupa orgullosamente la superficie de Roma que le corresponde mientras aguarda a su siguiente reencarnación.
Es muy tranquilizador que el mausoleo de Augusto sea tan resistente, pues, pese a su errática existencia, esta construcción siempre se ha adaptado a la extravagancia concreta de cada época. Yo veo el Augusteum como una de esas personas que han llevado una vida de locura —quizá un ama de casa que al enviudar tuviese que ganarse la vida con la danza del vientre, pero acabase siendo, inexplicablemente, la primera mujer dentista en salir al espacio y un personaje político de cierto renombre—, pero manteniendo su identidad intacta pese a las transformaciones sufridas.
Al contemplar el mausoleo, pienso que tal vez mi vida no haya sido tan caótica después de todo. Lo que es caótico es este mundo nuestro, que nos trae cambios totalmente inesperados. El mausoleo parece advertirme de que no me aferré a ninguna idea obsoleta sobre quién soy, lo que represento, a quién pertenezco, ni qué papel he podido querer representar alguna vez. El ayer pudo ser glorioso, ciertamente, pero mañana puedo verme convertida en un almacén de fuegos artificiales. Incluso en la Ciudad Eterna, nos dice el silencioso mausoleo, uno ha de estar siempre dispuesto a sufrir alteraciones convulsas, desenfrenadas e interminables.