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Justo antes de salir de Nueva York hacia Italia, me mandé a mí misma una caja de libros. Me habían garantizado que tardaría entre cuatro y seis días en recibirla en mi apartamento italiano, pero creo que los funcionarios de correos italianos debieron de leer «cuarenta y seis días», pues han pasado dos meses y no hay ni rastro de la caja. Mis amigos italianos me aconsejan que me olvide de la caja totalmente. Dicen que puede llegar o no, pero que esas cosas no dependen de nosotros.
—¿Me la habrán robado? —pregunto a Luca Spaghetti—. ¿Se habrá perdido en la oficina de correos?
Él se cubre los ojos con las manos.
—No quieras saber tantas cosas —me aconseja—. Sólo vas a conseguir ponerte más nerviosa.
Una noche mi amiga estadounidense Maria, su marido Giulio y yo nos enzarzamos en una larga discusión sobre el misterio de mi caja desaparecida. Maria opina que en una sociedad civilizada se debe tener la seguridad de que las oficinas de correos te van a entregar los envíos a tiempo, pero Giulio dice que no está de acuerdo. Según él, una oficina de correos no es un asunto del todo humano, sino que depende del destino, y la entrega de un paquete no es algo que pueda garantizarse del todo. Maria, indignada, dice que ésta es una prueba más del cisma entre los protestantes y los católicos. Pero el mejor argumento, según ella, es el hecho de que los italianos —incluido su marido— sean incapaces de organizarse la vida, ni siquiera con una semana de antelación. Si a una mujer protestante del Medio Oeste americano le pides que sugiera un día para cenar la semana siguiente, esa mujer protestante, creyéndose dueña de su propio destino, dirá: «El jueves me viene muy bien». Pero, si le pides a un católico de Calabria que haga lo mismo, se encogerá de hombros, elevará los ojos hacia los cielos y preguntará: «¿Quién de nosotros puede saber si podrá ir a una cena el jueves por la noche si estamos en manos de Dios y no sabemos cuál es nuestro destino?».
Aun así, voy a la oficina de correos un par de veces para intentar averiguar qué le ha pasado a mi caja, pero es inútil. La funcionaria de correos romana no está dispuesta a que mi presencia interrumpa la charla telefónica con su novio. Y mi dominio del italiano —que ha ido mejorando, la verdad sea dicha— me falla por lo estresante de las circunstancias. Intento hablar con cierta lógica sobre mi caja desaparecida, pero la mujer me mira como si estuviese haciendo pompas de saliva.
—¿Puede que llegue la semana que viene? —le pregunto en italiano.
Se encoge de hombros y dice:
—Magari.
Otra expresión coloquial intraducible, que está a medio camino entre «Ojalá» y «Más quisieras, capulla».
Bueno, pues no hay mal que por bien no venga. La verdad es que ya ni me acuerdo de qué libros me había mandado a mí misma. Serían cosas que pensé que me convenía estudiar para entender Italia bien del todo. Había llenado la caja hasta arriba de documentación pendiente sobre Roma, pero ahora que estoy aquí tampoco me parece tan importante. Creo que hasta había metido todos los volúmenes de la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, de Gibbon. Puede que sea más feliz habiéndome quedado sin todo ello, la verdad. Con lo corta que es la vida, ¿realmente quiero pasarme una nonagésima parte de la mía en esta tierra leyendo a Edward Gibbon?