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Mientras tanto, sin embargo, tenía pendiente un viaje a Indonesia.
Cosa que sucedió, una vez más, porque me habían encargado un reportaje para una revista. Justo cuando empezaba a darme bastante pena de mí misma por estar arruinada y sola y encerrada en el Campo de Concentración del Divorcio, la directora de una revista femenina me preguntó si no me importaba que me pagara por ir a Bali a escribir un artículo sobre el yoga como opción vacacional. A modo de respuesta le hice una serie de preguntas tipo ¿El agua moja? y ¿Me lo dices o me lo cuentas? Cuando llegué a Bali (que, por cierto, es un lugar muy agradable), el profesor que dirigía el centro de yoga nos preguntó: «Ahora que os tengo reunidos, ¿alguien se apunta a hacer una visita a un curandero balinés que es el último de una familia de nueve generaciones?» (otra pregunta demasiado obvia para contestarla) y nos fuimos todos a verlo una noche a su casa.
El curandero resultó ser un vejete pequeño de ojos vivarachos y piel rojiza con una boca bastante desdentada, cuyo parecido con el personaje Yoda de La guerra de las galaxias era realmente asombroso. Se llamaba Ketut Liyer. Hablaba un inglés desparramado de lo más ameno, pero había un traductor que nos sacaba del atolladero cuando se atascaba con alguna palabra.
El profesor de yoga nos había dicho que cada uno de nosotros podía hacer al curandero una pregunta o consulta que el hombre procuraría resolver. Yo llevaba días pensando en qué preguntarle. Al principio no se me ocurrían más que tonterías. ¿Puedes conseguir divorciarme de mi marido? ¿Volveré a atraer sexualmente a David? Lógicamente, me avergonzaba de que eso fuese lo único que se me venía a la cabeza: ¿a quién se le ocurre recorrerse el mundo entero y tener la suerte de conocer a un anciano curandero en Indonesia para acabar contándole cosas de hombres?
Así que, cuando el viejo me preguntó directamente que era lo que yo quería, logré hallar otras palabras más auténticas.
—Quiero sentir a Dios de una manera más prolongada —le dije—. A veces me parece entender el aspecto divino de este mundo, pero esa sensación nunca me dura, porque me acaban distrayendo mis mezquinos deseos y temores. Quiero estar con Dios siempre. Pero no quiero ser un monje ni renunciar a los placeres terrenos. Creo que lo que quiero hacer es aprender a vivir en este mundo y disfrutar de sus placeres, pero también querría entregarme a Dios.
Ketut me dijo que podía responder a mi pregunta con una imagen. Me enseñó un dibujo que había hecho una vez mientras meditaba. Era una silueta humana andrógina, erguida, con las manos unidas como si estuviera rezando. Pero la figura tenía cuatro piernas y no tenía cabeza. Donde debería haber estado la cabeza había una especie de maraña de helechos y flores. Y a la altura del pecho había un bosquejo de un rostro sonriente.
—Para hallar el equilibrio que buscas —dijo Ketut, hablando a través de su traductor— te tienes que convertir en esto. Debes tener los pies tan firmemente plantados en la tierra que parezca que tienes cuatro piernas en lugar de dos. De este modo podrás estar en el mundo. Pero debes dejar de mirar el mundo con la mente. Tienes que mirarlo con el corazón. Así llegarás a conocer a Dios.
Entonces me pidió permiso para leerme la mano. Le enseñé la mano izquierda y procedió a juntar mis piezas como si yo fuese un rompecabezas de tres partes.
—Eres una trotamundos —empezó.
Cosa que me pareció quizá un poco obvia, teniendo en cuenta que estaba en Indonesia en ese mismo instante, pero no saqué el tema…
—Nunca he conocido a nadie con tanta suerte como tú. Tendrás una larga vida y tendrás muchos amigos, muchas experiencias. Verás el mundo entero. Sólo tienes un problema en la vida. Te preocupas demasiado. Siempre eres demasiado sensible, demasiado nerviosa. Si te prometo que jamás en la vida vas a tener motivo alguno de preocupación, ¿me creerías?
Asentí nerviosa sin creerle.
—En tu trabajo haces algo creativo, quizá seas algo como una artista, y te pagan mucho dinero por ello. Siempre te pagarán mucho por esto que haces. Eres generosa con el dinero, tal vez demasiado generosa. También veo un contratiempo. Habrá una vez en tu vida en que pierdas todo tu dinero. Creo que tal vez suceda pronto —me dijo.
—Creo que sucederá en cuestión de seis meses, diez como mucho —le expliqué, pensando en mi divorcio.
Ketut asintió como diciendo Sí, por ahí anda la cosa.
—Pero no te preocupes —añadió—. Después de haber perdido todo tu dinero volverás a recuperarlo. Saldrás bien parada del asunto. Te casarás dos veces en tu vida. Un matrimonio será corto; el otro, largo. Y tendrás dos hijos…
Casi esperaba que dijera: «Un hijo, corto; el otro, largo», pero de pronto se quedó callado, mirándome la palma de la mano con el ceño fruncido.
—Qué raro —murmuró.
Obviamente, ésa es una expresión que no quieres oír decir ni a tu dentista ni a la persona que te está leyendo la mano. Me pidió que me pusiera directamente debajo de la bombilla para poder verlo mejor.
—Me he equivocado —anunció—. Sólo tendrás un hijo. Será ya bien entrada tu vida, una hija. Tal vez. Si tú lo decides…, pero hay una cosa más —dijo con el ceño fruncido y, alzando la mirada con un repentino aplomo, añadió—: Un buen día, pronto, volverás aquí, a Bali. Debes hacerlo. Te quedarás en Bali durante tres meses, o tal vez cuatro. Te harás amiga mía. Tal vez vivas aquí, con mi familia. Yo podré mejorar mi inglés contigo. Nunca he tenido una persona con quien poder practicar inglés. Me parece que se te dan bien las palabras. Creo que este trabajo creativo que haces tiene que ver con las palabras, ¿no?
—¡Sí! —dije—. Soy escritora. ¡Escribo libros!
—Así que eres una escritora de Nueva York —dijo, asintiendo a modo de confirmación—. Pues volverás aquí, a Bali, y vivirás en mi casa y me enseñarás inglés. Y yo te enseñaré todo lo que sé.
Entonces se levantó y se restregó las manos, como diciendo: Pues no se hable más.
—Si lo dices en serio, señor mío, me apunto.
Me dedicó una sonrisa desdentada y dijo:
—Hasta luego, cocodrilo.