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No podía seguir así. A los cuatro meses de estar en Italia ninguno de mis pantalones me entra. Ni siquiera me cabe la ropa que me he comprado hace un mes (cuando tuve que descartar la ropa del «Segundo Mes en Italia»). No tengo dinero para estarme comprando ropa cada dos o tres semanas y sé que en India, donde estaré en breve, los kilos se derretirán como por arte de magia, pero, aun así, no puedo seguirme poniendo estos pantalones. Estoy demasiado incómoda.
La cosa tiene su lógica, porque hace poco me he subido a una báscula en un hotel de lujo y me he enterado de que en los cuatro meses que llevo en Italia he engordado once kilos, una estadística verdaderamente admirable. La verdad es que siete de esos kilos me venían bien, porque en los siniestros años del divorcio y la depresión me había quedado esquelética. Supongo que los dos kilos siguientes los he engordado por divertirme. ¿Y los dos últimos? Pues por reafirmarme, supongo.
Y así es como se da la situación de verme comprando una prenda de ropa que siempre guardaré como recuerdo: «Mis Vaqueros del Último Mes en Italia». La joven dependiente de la tienda es tan amable como para sacarme una sucesión de pantalones en tallas cada vez más grandes, pasándomelos por la cortina uno detrás de otro sin comentario alguno, preguntando en tono inquieto si éste me queda mejor. Varias veces he tenido que asomar la cabeza tras la cortina y preguntar: «Perdona, ¿no tienes una talla un poco más grande?». Hasta que la joven señorita me da por fin un vaquero con un ancho de cintura que me hace daño a los ojos. Salgo del probador y me planto delante de la dependienta.
La chica ni siquiera parpadea. Me observa como una experta en arte intentando calcular el valor de un jarrón. Un jarrón bastante grande.
—Carina —dice finalmente.
Según ella, estoy mona. Pero le pido en italiano que me diga, por favor, sinceramente, si con estos vaqueros parezco una vaca.
—No, signorina —me responde—. No parece una vaca.
—¿Parezco una foca, entonces?
—No —me asegura con toda seriedad—. No parece una foca, en absoluto.
—¿Y una búfala?
Al menos estoy practicando mi vocabulario. También pretendo arrancarle una sonrisa a la dependienta, pero la chica está empeñada en darle un aire profesional al asunto.
Lo intento por última vez:
—¿Parezco una mozzarella de búfala?
—Bueno, puede ser —me concede con un amago de sonrisa—. Quizá sí parezca un poco una mozzarella de búfala…