17
Hacía muy pocos días que había dejado de tomar pastillas. Me parecía una locura total tomar antidepresivos estando en Italia. ¿Quién se iba a deprimir en un sitio así?
Para empezar, yo nunca había querido medicarme. Llevaba mucho tiempo resistiéndome y tenía una larga lista de objeciones personales (por ejemplo, los estadounidenses nos medicamos en exceso; no sabemos el efecto a largo plazo de los potingues químicos en el cerebro humano; es una salvajada que hasta los niños estadounidenses tomen antidepresivos hoy en día; la salud mental del país está en situación de emergencia…). Aun así, durante estos últimos años estaba claro que yo tenía un problema grave y que ese problema no iba camino de solucionarse muy deprisa. Al fracasar mi matrimonio e ir evolucionando mi tragedia con David, había ido desarrollando todos los síntomas de una depresión grave: pérdida de sueño, apetito y deseo sexual, llanto incontrolable, dolores de espalda y de estómago crónicos, alienación y desesperación, dificultad para concentrarme al trabajar, incapacidad para reaccionar negativamente cuando los republicanos ganaron de mala manera las elecciones presidenciales… y así sucesivamente.
Cuando te pierdes en un bosque, a veces tardas un rato en darte cuenta de que te has perdido. Te puedes tirar un buen tiempo intentando convencerte de que te has alejado un poco del camino, pero que lo vas a encontrar de aquí a nada. Entonces cae la noche sin parar, y sigues sin tener ni idea de dónde estás, y ha llegado el momento de admitir que te has apartado atolondradamente del camino, tanto que ya no sabes ni siquiera por dónde sale el sol.
Afronté mi depresión como si fuese la mayor cruzada de mi vida, cosa que era cierta, por otra parte. Me dediqué a estudiar a fondo mi experiencia depresiva, intentando desentrañar sus causas. ¿Cuál era la raíz de tamaña desesperación? ¿Era psicológica? (¿Era culpa de papá y mamá?). ¿Era una cosa temporal, sólo un «mal momento» de mi vida? (¿Y se terminará con el divorcio?). ¿Era algo genético? (Melancolía, a la que se le han dado muchos nombres, lleva años afectando a mi familia junto con su triste novio, Alcoholismo). ¿Era algo cultural? (¿Era una simple crisis de la típica trabajadora americana posfeminista que intenta encajar en un mundo urbano cada vez más estresante y alienante?). ¿Era una cuestión astrológica? (¿Estoy tan triste porque soy una Cáncer dura de pelar con todos los planetas importantes en el inestable signo de Géminis?). ¿Era algo artístico? (¿Las personas creativas somos más propensas a la depresión por ser tan hipersensibles y especiales?). ¿Era un tema evolutivo? (¿Llevo en mi interior el pánico residual procedente de la milenaria lucha por la supervivencia de mi especie en un mundo brutal?). ¿Era un tema kármico? (¿Estos espasmos dolorosos se deben a una mala conducta en las vidas anteriores y son sólo los últimos obstáculos antes de la liberación?). ¿Era un problema hormonal? ¿Alimentario? ¿Filosófico? ¿Estacional? ¿Medioambiental? ¿Tenía acaso un anhelo cósmico de Dios? ¿Tenía un desequilibrio químico? ¿O lo que me hacía falta era que me echaran un buen polvo?
¡Qué enorme cantidad de factores hay detrás de un ser humano! ¡Qué enorme cantidad de capas hay que traspasar y cuánto nos influyen la mente, el cuerpo, el pasado, la familia, el entorno y hasta la esencia espiritual y los gustos culinarios! Mi depresión era, sin duda, un surtido variado de todos esos factores, además de incluir también algún otro elemento que era incapaz de nombrar o de reconocer. Y afronté el reto a todos los niveles. Me compré todos esos vergonzantes libros de autoayuda (que siempre ocultaba bajo el último número de la revista Hustler para despistar a los desconocidos). Recurrí a la asistencia profesional de una terapeuta tan amable como intuitiva. Rezaba como una novicia. Dejé de comer carne (durante una época, al menos) después de que me dijeran que me estaba comiendo «el miedo que siente el animal justo antes de morir». Una masajista iluminada me dijo que tenía que llevar bragas naranja para recuperar el equilibrio de mis chakras sexuales y, hay que jorobarse, lo hice. Me tomé tantas tazas de esa maldita tisana de hipérico (supuestamente antidepresiva) como para animar a todo un gulag ruso sin notar ningún efecto positivo. Hice ejercicio. Me dediqué sólo a las artes que levantan el ánimo, protegiéndome cuidadosamente de determinadas películas, libros y canciones (si a alguien se le ocurría decir las palabras Leonard y Cohen en la misma frase, no me quedaba otra que marcharme de la habitación).
Hice todo lo posible por luchar contra los arrebatos de llanto incontrolable. Recuerdo haberme planteado una noche, arrebujada en la esquina de siempre del sofá de siempre, llorando una vez más por la enésima cantinela de pensamientos tristes: «¿No puedes cambiar esta escena en algo, Liz?». Y lo único que se me ocurrió fue levantarme, aún llorando, y ponerme a la pata coja en mitad del salón. Sólo para demostrar que —aunque no podía parar de llorar ni de silenciar mi lúgubre monólogo interior— no había perdido totalmente el control: al menos podía llorar histéricamente a la pata coja. Oye, que por algo se empieza.
Bajaba a la calle a pasearme al sol. Recurría a mi red de apoyo, dejándome querer por mi familia y cultivando mis amistades más abiertas de mente. Y cuando alguna de esas revistas femeninas tan meticonas me avisó de que mi bajo nivel de autoestima no era nada bueno para mi depresión, me corté el pelo a la última y me compré un buen maquillaje y un vestido bonito. (Cuando una amiga me dijo que estaba muy mona, lo único que pude decirle, muy seria, fue: «Operación Autoestima. Maldito Día Uno»).
Mi último recurso, después de llevar dos años luchando contra la neura, fueron las pastillas. Si se me permite dar mi opinión sobre este asunto, creo que es lo último que hay que probar. En mi caso concreto tomé la decisión de probar la ruta de la Vitamina P —como llaman irónicamente al Prozac— después de pasarme una noche entera sentada en el suelo de mi habitación, intentando convencerme a mí misma de que era una tontería cortarme las venas con un cuchillo de cocina. Esa noche gané yo contra el cuchillo, pero por los pelos. Por aquel entonces se me había ocurrido alguna otra genialidad, como tirarme desde una azotea o volarme la tapa de los sesos para dejar de sufrir. Pero eso de pasarme la noche con un cuchillo en la mano fue definitivo.
Al día siguiente, en cuanto salió el sol, llamé a mi amiga Susan y le supliqué que me ayudara. En toda la historia de mi familia no sé de ninguna mujer que haya hecho eso, que se plante a medio camino, en la mitad de su vida, y diga: «No puedo dar un solo paso más… Alguien tiene que ayudarme». En cualquier caso, creo que a ninguna de esas mujeres les habría servido de nada detener sus vidas. Nadie las habría ayudado, porque nadie podía ayudarlas. Sólo habrían conseguido morirse de hambre ellas y sus familias. El caso es que no podía dejar de pensar en esas mujeres.
Y nunca olvidaré el rostro de Susan cuando entró casi corriendo en mi apartamento, como una hora después de recibir mi llamada de socorro, y me vio hecha un guiñapo en el sofá. Aún sigo viendo la imagen de mi dolor reflejada en su rostro —sé que llegó a temer por mi vida— y es uno de los recuerdos más espeluznantes de aquellos espeluznantes años. Yo me quedé hecha un ovillo mientras Susan hacía varias llamadas para dar con un psiquiatra dispuesto a darme hora para ese mismo día y hablar de la posibilidad de recetarme antidepresivos. Escuché lo que Susan le contaba al médico y la oí decir: «Me temo que mi amiga pueda autolesionarse gravemente». Yo también me lo temía.
Cuando fui al psiquiatra esa misma tarde, me preguntó por qué había tardado tanto en pedir ayuda, como si no llevara una eternidad intentando ayudarme yo sola. Le hablé de lo poco que me convencían los antidepresivos, enumerándole mis objeciones. Poniendo encima de su mesa ejemplares de mis tres libros publicados hasta entonces, le dije:
—Soy escritora. Por favor, no me hagas nada que pueda dañarme el cerebro.
—Si tuvieras un problema de riñón, no dudarías en tomarte las pastillas de turno. ¿Por qué tienes tanta prevención en este caso?
Lo que demuestra lo poco que sabía de mi familia, porque un Gilbert es capaz de no medicarse una enfermedad renal, porque en mi familia cualquier enfermedad se valora como un síntoma evidente de un fracaso personal, ético y moral.
Me fue recetando medicamentos —Trankimazin, Besitran, Zyntabac, Buspar—, hasta que dimos con una combinación que no me hacía vomitar ni me dejaba el deseo sexual perdido en una lejana nebulosa. Rápidamente, en menos de una semana, fue como si en el cerebro se me abriese un agujero de varios centímetros por el que me entraba la luz del sol. Además, por fin conseguí dormir algo. Y eso sí que fue una bendición, porque, si no duermes, no hay manera de salir de la zanja; no hay ni la menor posibilidad. Las pastillas me devolvieron esas horas de sueño reparador, además de quitarme el temblor de las manos, aliviarme la enorme presión que me atenazaba el pecho y permitirme caminar por la vida sin ir siempre con el botón rojo de alarma encendido.
Pese a todo, lo de las pastillas nunca acabó de convencerme del todo aunque me ayudaron enormemente. Me traía sin cuidado que la gente me dijera que no pasaba nada por tomar pastillas y que era algo totalmente seguro; siempre tuve mis dudas sobre ese asunto. Formaron parte de mi tabla de salvación, de eso no hay duda, pero quería dejar de tomarlas cuanto antes. Empecé a tomar la medicación en enero de 2003 y en mayo ya había disminuido la dosis significativamente. De todas formas, ésos fueron los peores meses: los últimos meses del divorcio, los últimos meses maltrechos con David. ¿Habría podido pasar esa época sin pastillas si le hubiera echado narices al asunto? ¿Podría haber sobrevivido a mí misma yo sola, sin ayuda de nadie? Pues no lo sé. Es lo malo de nuestras vidas, que no tenemos controladores, así que no sabemos cómo habríamos salido si nos hubieran cambiado alguna de las variables.
Lo que sé es que las pastillas me sirvieron para quitarle algo de catastrofismo a mi sufrimiento. Eso sí que lo agradezco. Pero los medicamentos que alteran el estado de ánimo aún me producen sentimientos contradictorios. Su poder me asombra, pero me preocupa lo extendido que está su uso. Creo que en Estados Unidos deberían venderse sólo con receta médica, con muchas más restricciones y jamás sin el apoyo de un tratamiento psicológico paralelo. Medicar el síntoma de una enfermedad cualquiera sin averiguar la causa que hay detrás es abordar un problema de salud con la típica chapuza occidental. Puede que esas píldoras me hayan salvado la vida, pero fue en conjunción con otra veintena de cosas que hice en aquella época para intentar rescatarme a mí misma y espero no tener que volver a tomarlas jamás. Lo cierto es que un médico me dijo que quizá tenga que tomar antidepresivos varias veces más a lo largo de mi vida debido a mi «tendencia a la melancolía». Espero, por Dios, que se haya equivocado. Haré cuanto esté en mi mano para demostrar que se equivoca, y, eso sí, lucharé contra esa tendencia melancólica con todas las armas que tenga a mi alcance. Que eso me convierta en una cabezota derrotista o en una cabezota con instinto de supervivencia… está por ver.
Pero aquí estamos.