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En las seis semanas siguientes voy a Bolonia, Florencia, Venecia, Sicilia, Cerdeña, otra vez a Nápoles y, por último, a Calabria. Casi todos son viajes cortos —una semana aquí, un fin de semana allí—, justo el tiempo suficiente para vivir el ambiente de un sitio, para darse una vuelta, para preguntar a la gente que va por la calle dónde se come bien para ir a probarlo. Al final abandono mis clases de italiano, porque me obligan a quedarme encerrada en un aula en vez de viajar por Italia, donde se puede practicar en vivo y en directo.
Estas semanas de periplo espontáneo son un glorioso bucle temporal en el que vivo algunos de los días más relajados de mi vida, corriendo a la estación de tren para comprar billetes aquí y allá, tomándole por fin el pulso a mi libertad porque por fin me he dado cuenta de que puedo ir a donde me dé la gana. Llevo una temporada sin ver a los amigos que tengo en Roma. Giovanni me dice por teléfono: «Sei una trottola». («Eres como una peonza»). Una noche, en un hotel de un pueblecillo mediterráneo, en una habitación que da al mar, el sonido de mi propia risa me despierta en mitad de un sueño muy profundo. Me pego un susto tremendo. ¿Quién se está tronchando de risa en mi cama? Al darme cuenta de que soy yo, vuelvo a reírme. Lo que no recuerdo es lo que estaba soñando. Creo que salían unos barcos, o algo así.