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Y como ya estoy en el suelo en actitud suplicante, permitidme que me quede así mientras retrocedo en el tiempo hasta tres años antes de que empezara toda esta historia, hasta un momento en el que estaba yo exactamente en la misma postura: de rodillas en el suelo, rezando.

En la escena de hace tres años todo lo demás era distinto, eso sí. En aquella ocasión no estaba en Roma, sino en el cuarto de baño del piso de arriba de la enorme casa que me acababa de comprar con mi marido en las afueras de Nueva York. Estábamos en noviembre, hacía frío y eran como las tres de la mañana. Mi marido dormía en nuestra cama. Yo ya llevaba unas cuarenta y siete noches consecutivas escondiéndome en el cuarto de baño y —exactamente igual que en las noches anteriores— estaba llorando a moco tendido. Llorando tanto, de hecho, que en las baldosas del suelo del cuarto de baño se estaba formando un enorme lago de lágrimas y mocos, un auténtico lago Inferior (por así decirlo) formado por las aguas de mi vergüenza, mi miedo, mi confusión y mi tristeza.

Ya no quiero estar casada.

Estaba haciendo todo lo posible por no enterarme del tema, pero la verdad se me aparecía con una insistencia cada vez mayor.

Ya no quiero estar casada. No quiero vivir en esta casa tan grande. No quiero tener un hijo.

Pero lo normal era querer tener un hijo. Tenía 31 años. Mi marido y yo —que llevábamos ocho años juntos, seis casados— habíamos basado nuestra vida en la idea compartida de que a los 30 seríamos los dos unos vejestorios y yo querría sentar la cabeza y tener hijos. Para entonces, pensábamos, me habría hartado de viajar y estaría encantada de vivir en una casa enorme con mucho ajetreo, niños, colchas hechas a mano, un jardín en la parte de atrás y un buen guiso borboteando en la cocina. (El hecho de que éste sea un retrato bastante fiel de mi madre indica lo mucho que me costaba entonces deslindarme de la poderosa mujer que me había criado). Pero descubrí —y me quedé atónita— que yo no quería lo mismo que ella. En mi caso, al rebasar la veintena y ver que los 30 se acercaban como una pena de muerte, me di cuenta de que no quería quedarme embarazada. Estaba convencida de que me iban a entrar ganas de tener un hijo, pero nada. Y sé lo que es empeñarse en algo, creedme. Sé bien lo que es tener una necesidad perentoria de hacer una cosa. Pero yo no la tenía. Es más, no hacía más que pensar en lo que me había dicho mi hermana un buen día mientras daba el pecho a su primer retoño: «Tener un hijo es como hacerse un tatuaje en la cara. Antes de hacerlo tienes que tenerlo muy claro».

Pero a esas alturas ¿cómo iba a echarme atrás? Todas las piezas encajaban. Ese año era el perfecto. De hecho, llevábamos varios meses intentando preñarnos. Pero no pasaba nada (aparte de que —en una especie de parodia sarcástica de un embarazo— yo tenía náuseas psicosomáticas y vomitaba el desayuno todas las mañanas). Y todos los meses, cuando me venía el periodo, susurraba a escondidas en el cuarto de baño: «Gracias, gracias, gracias, gracias por concederme otro mes de vida…».

Me decía a mí misma que lo mío era normal. Seguro que a todas las mujeres que querían quedarse embarazadas les pasaba lo mismo, decidí. («Ambivalente» era la palabra que usaba, huyendo de una descripción mucho más precisa: «totalmente aterrorizada»). Quería convencerme de que lo que me pasaba era típico pese a las abundantes pruebas en contra; como la amiga con la que me había encontrado la semana anterior, que se había quedado embarazada por primera vez después de dejarse una fortuna en tratamientos de fertilidad durante dos años. Estaba entusiasmada. Había querido ser madre toda su vida, me dijo. Y me confesó que llevaba años comprando ropa de bebé a escondidas y metiéndola debajo de la cama para que no la viera su marido. Vi la alegría en su rostro y la reconocí. Era exactamente la misma alegría que había iluminado mi rostro la primavera pasada, el día en que descubrí que la revista para la que trabajaba me iba a mandar a Nueva Zelanda para escribir un reportaje sobre el calamar gigante. Y pensé: «Mientras tener un hijo no me haga tan feliz como irme a Nueva Zelanda a investigar el calamar gigante, no puedo tener un hijo».

Ya no quiero estar casada.

De día lograba no pensar en ello, pero de noche me obsesionaba. Menuda catástrofe. ¿Cómo podía ser tan imbécil y tan jeta de haberme involucrado hasta ese punto en mi matrimonio para acabar separándome? Si sólo hacía un año que habíamos comprado la casa. ¿O es que no me había gustado irme a una casa tan bonita? ¿O es que no era yo la primera a la que le encantaba? Entonces, ¿por qué la recorría medio sonámbula todas las noches, aullando como Medea? ¿O es que no estaba orgullosa de todo lo que habíamos acumulado, de la magnífica casa del valle del Hudson, del apartamento en Manhattan, de las ocho líneas de teléfono, de los amigos, los picnics y las fiestas, de pasar los fines de semana paseando por los pasillos de nuestra tienda de lujo preferida comprando el enésimo electrodoméstico a crédito? Si yo había participado activamente, segundo a segundo, en la construcción de nuestra vida, ¿por qué me daba la sensación de que el tema no tenía nada que ver conmigo? ¿Por qué me abrumaba tanto la responsabilidad? ¿Y por qué estaba harta de ser la que más dinero ganaba y la coordinadora social y la que paseaba al perro y la esposa y la futura madre y —a ratos, en momentos robados— la escritora…?

Ya no quiero estar casada.

Al otro lado de la pared mi marido dormía en nuestra cama. Lo quería y no lo aguantaba, a partes iguales. Pero no podía despertarlo para contarle mis penas… ¿De qué serviría? Ya llevaba meses viéndome desmoronarme, viéndome comportarme como una demente (los dos usábamos esa palabra) y lo tenía agotado. Ambos sabíamos que a mí me pasaba algo y él estaba cada vez más harto del tema. Habíamos discutido y llorado y estábamos exhaustos como sólo puede estarlo una pareja cuyo matrimonio se está cayendo a trozos. Teníamos la mirada de un refugiado.

Los numerosos motivos por los que ya no quería ser la esposa de ese hombre son demasiado tristes y demasiado íntimos para enumerarlos aquí. Mis problemas tenían mucho que ver en el asunto, pero una buena parte de nuestras dificultades también estaban relacionadas con temas suyos. Es natural; al fin y al cabo en un matrimonio hay dos personas: dos votos, dos opiniones, dos bandos opuestos de decisiones, deseos y limitaciones. Pero tampoco pretendo convencer a nadie de que yo sea capaz de dar una versión objetiva de nuestra historia, de modo que la crónica de nuestro matrimonio fallido se quedará sin contar en este libro. Tampoco mencionaré aquí todos los motivos por los que sí quería seguir siendo su esposa, ni lo maravilloso que era, ni por qué le quería y era incapaz de imaginar la vida sin él. No voy a compartir nada de eso. Basta con decir que, en esa noche concreta, él seguía siendo tanto mi faro como mi albatros. Lo único que me parecía tan impensable como irme era quedarme. No quería destrozar nada ni a nadie. Sólo quería marcharme silenciosamente por la puerta de atrás, sin ningún jaleo ni secuela, y no parar de correr hasta llegar a Groenlandia.

Esta parte de mi historia no es alegre, lo sé. Pero la menciono aquí porque en el suelo de ese cuarto de baño estaba a punto de ocurrir algo que cambiaría para siempre la progresión de mi vida, casi como uno de esos increíbles momentos astronómicos en que un planeta gira sobre sí mismo en el espacio, sin ningún motivo aparente, y su núcleo fundido se desplaza, reubicando sus polos y alterando radicalmente su forma, de modo que la forma del planeta se hace oblonga de golpe, dejando de ser esférica. Pues algo así.

Lo que sucedió fue que empecé a rezar.

Vamos, que me dio por hablar con Dios.

Come, reza, ama
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