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Lo interesante de mi clase de italiano es que, en realidad, nadie tiene por qué estar aquí. Nos hemos juntado doce personas —de todas las edades, de todas partes del mundo— a estudiar un idioma y todos estamos en Roma por el mismo motivo: para estudiar italiano porque nos apetece. No hay nadie con un jefe que le haya dicho: «Es fundamental que estudies italiano para que nos lleves el negocio en el extranjero». Todos ellos —hasta un ingeniero alemán que parece estresado— comparten conmigo una cosa en la que yo me creía muy original: queremos hablar italiano porque nos gusta la sensación que nos produce. Una mujer rusa de rostro triste nos dice que se está dando el lujo de estudiar italiano porque «Creo que me merezco algo así de hermoso». El ingeniero alemán dice: «Quiero saber italiano porque me encanta la dolce vita, la buena vida». (Pero con su acartonado acento alemán acaba sonando como si hubiera dicho que le encanta «la deutsche vita» —la vida alemana—, de la que debe de estar bastante harto, me temo).

Como iré descubriendo durante los siguientes meses, está bastante justificado que el italiano se considere uno de los idiomas más bellos y seductores del mundo y por eso no soy la única que lo piensa. Para entender por qué, conviene saber que Europa era antaño un pandemonio de incontables dialectos derivados del latín que gradualmente, con el paso de los siglos, se desgajaron en un puñado de idiomas distintos: francés, portugués, español, italiano. En Francia, Portugal y España se produjo una evolución orgánica: el dialecto de la ciudad más importante acabó siendo el idioma principal de toda la región. Por tanto, lo que hoy llamamos francés es, en realidad, una versión del lenguaje parisino medieval. El portugués es, de hecho, el lisboeta. El español es, esencialmente, el castellano. Todas ellas fueron victorias capitalistas; la ciudad más fuerte acababa estableciendo el idioma del país entero.

En Italia sucedió algo distinto. La diferencia fundamental fue que, durante muchísimo tiempo, Italia ni siquiera fue un país. Tardó bastante en conseguir unificarse y hasta 1861 fue una península de ciudades estado enfrentadas entre sí al mando de arrogantes príncipes locales o de otras potencias europeas. Había partes de Italia que pertenecían a Francia, o a España, o a la Iglesia, o al primero que se hacía con el castillo o el palacio correspondiente. Esta intromisión producía en los italianos dos reacciones contrapuestas: unos se sentían humillados y otros se lo tomaban con la indiferencia típica de los nobles. La mayoría se oponían a la colonización de sus prójimos europeos, pero había un sector apático que decía: Franza o Spagna, purché se magna, lo que significa en dialecto: «Lo mismo me da Francia o España mientras tenga algo que comer».

Esta disgregación interna significaba que Italia jamás llegó a unificarse debidamente y el italiano, tampoco. Por eso no sorprende que, durante siglos, los italianos escribieran y hablaran en dialectos locales que eran indescifrables los unos para los otros. Un científico florentino apenas podía comunicarse con un poeta siciliano o un mercader veneciano (menos en latín, por supuesto, que no era precisamente el idioma nacional). En el siglo XVI se reunieron una serie de intelectuales italianos y decidieron que esto era absurdo. La península Itálica necesitaba un idioma italiano, al menos en su forma escrita, que convenciera a todos por igual. Y esta camarilla de intelectuales hizo algo sin precedentes en la historia de Europa; eligieron el más hermoso de los dialectos locales y lo proclamaron como el idioma italiano.

Para hallar el dialecto más hermoso de todos los que se hablaban en la península, tuvieron que retroceder doscientos años en el tiempo, hasta la Florencia del siglo XIV. Lo que esta asamblea decidió convertir en italiano oficial fue el idioma particular del grandísimo poeta florentino Dante Alighieri. Corría el año 1321 cuando Dante publicó su Divina Comedia, narrando un periplo visionario por el infierno, el purgatorio y el cielo, y escandalizó a su entorno cultural al no haberlo escrito en latín. En su opinión, el latín era un idioma corrupto y elitista y el hecho de que la prosa culta lo empleara había «prostituido la literatura», convirtiéndola en algo sólo apto para las clases aristocráticas, que eran las que tenían el privilegio de hablarlo. Lo que hizo Dante fue recurrir al lenguaje de la calle, al florentino auténtico que hablaban los habitantes de su ciudad (entre los que había coetáneos de la talla de Boccaccio y Petrarca) y emplearlo para escribir su relato.

Escribió su obra maestra en lo que él llamaba el dolce stil nuovo, el «dulce estilo nuevo» de la lengua vernácula, que fue estilizando conforme escribía en ella, dándole una impronta tan personal como después haría Shakespeare con el inglés isabelino. Y resultó que varios siglos después un puñado de intelectuales nacionalistas decidió que el italiano de Dante iba a ser el idioma oficial de Italia, que es como si un puñado de catedráticos de Oxford hubiera decidido a principios del siglo XIX que —a partir de ese momento— en Inglaterra se iba a hablar el más puro inglés shakespeariano. Pero lo curioso es que funcionó.

El italiano que hablamos hoy, por lo tanto, no es el romano ni el veneciano (en cuyas ciudades se concentraba el poder militar y mercantil, respectivamente), ni tampoco el florentino propiamente dicho. A decir verdad, es un italiano dantesco. Ningún otro idioma europeo tiene un pedigrí tan artístico. Como no habrá ningún otro acondicionado expresamente para expresar los sentimientos humanos, como le sucedió al italiano florentino del siglo XIII, embellecido por uno de los más grandes poetas de la civilización occidental. Dante escribió su Divina Comedia en terza rima, una estrofa cuya rima se repetía tres veces cada cinco versos, dando a su hermoso florentino vernáculo lo que los expertos llaman una «rima encadenada», rima que pervive en las parrafadas melodiosas y poéticas que hablan los taxistas y los carniceros y los políticos de hoy en día. El último verso de la Divina Comedia, en el que Dante se enfrenta al mismísimo Dios en persona, expresa un sentimiento fácilmente comprensible para cualquiera que hable el italiano actual. Dante describe a Dios no sólo como una visión cegadora de luz celestial, sino ante todo como l’amor che move il sole e l’altre stelle

«El amor que mueve el sol y las demás estrellas». Así que, en realidad, no es tan raro que me haya empeñado en aprender este idioma.

Come, reza, ama
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