22
Un tema evidente que debería tratar en relación con mi búsqueda de la felicidad en Italia es: ¿Y el sexo qué?
La respuesta a esa pregunta es sencilla: No quiero practicar sexo mientras esté aquí.
Aunque la respuesta completa y sincera a esa pregunta es que, por supuesto, a veces tengo unas ganas tremendas de sexo, pero he decidido quedarme en el banquillo de momento. No quiero tener ninguna historia con nadie. Lo que sí echo de menos es los besos, porque me gusta mucho besar. (Me quejo tanto de eso con Sofie que el otro día me dijo con bastante desesperación: «Por Dios, Liz, si no queda más remedio, te tendré que besar yo»). Pero, de momento, no voy a hacer nada. Cuando tengo uno de esos días de sentirme sola, pienso: Pues estate sola, Liz. Aprende a relacionarte con ella. Haz un mapa de la soledad. Siéntate a su lado por una vez en la vida. Da la bienvenida a esa experiencia humana. Pero no vuelvas a usar el cuerpo o los sentimientos de otras personas para intentar aliviar tus deseos insatisfechos.
Éste es un procedimiento de emergencia para salvarme la vida más que otra cosa. Yo me inicié pronto en mi búsqueda del placer romántico y sexual. Apenas había salido de la adolescencia cuando tuve mi primer novio y en mi vida, desde los 15 años, siempre ha habido algún chico o algún hombre (a veces los dos a la vez). Eso fue hace —mm, vamos a ver— diecinueve años, van a ser. Es decir, que llevo casi dos décadas sólidas metida en algún drama con algún tío. Se iban solapando sin que hubiera ni una semana de respiro entre uno y otro. Y no puedo evitar pensar que eso es un cierto estorbo en mi camino hacia la madurez.
Por otra parte, con los hombres siempre tengo problemas de espacio. Aunque quizá no sea ésa la manera de expresarlo. Para tener problemas de espacio con alguien, primero hay que tener un espacio propio, ¿no? Pero yo me fundo tanto con la persona a la que quiero que desaparezco. Soy como una membrana permeable. Si te quiero, te lo doy todo. Te doy mi tiempo, mi cariño, mi entrepierna, mi dinero, mi familia, mi perro, el dinero de mi perro, el tiempo de mi perro… todo. Si te quiero, cargaré con tus penas, saldaré todas tus deudas (de todo tipo, literalmente), te protegeré de todas tus inseguridades, te sacaré de dentro todas esas cualidades que no habías sabido cultivar y compraré regalos de Navidad a toda tu familia. Te daré el sol y la luna, y, si no puedo dártelos, te invitaré a unas buenas vacaciones, llueva o truene. Te daré todo esto y más, hasta que me quede tan machacada y vacía por dentro para recuperar energías que no me quede más remedio que enamorarme perdidamente de otro.
Estas cosas mías no las cuento con orgullo, pero así he ido siempre por la vida.
Poco después de haber dejado a mi marido estaba en una fiesta y un tío al que conocía muy poco me dijo: «Anda, si estás tan cambiada que pareces una persona distinta, ahora que tienes ese novio nuevo. Antes te parecías a tu marido, pero ahora te pareces a David. Si hasta te vistes como él y hablas como él. ¿Sabes que hay gente que se parece a su perro? Pues creo que tú siempre te pareces al hombre de turno».
Santo Dios, creo que me vendría bien un paréntesis en ese ciclo para tomarme el tiempo de descubrir cómo soy y cómo hablo cuando no estoy empeñada en fundirme con alguien. Y, además, si soy sincera, la verdad es que haría un generoso bien público si dejase la intimidad tranquilita durante un buen rato. Si hago un repaso de mi currículum amoroso, la cosa no tiene muy buena pinta. Ha sido una catástrofe detrás de otra. ¿A cuántos tipos distintos de hombre puedo empeñarme en querer, fracasando siempre? Por decirlo de otra manera, si tienes diez accidentes de tráfico graves, todos seguidos, ¿no te acaban quitando el carné? ¿No estarías hasta deseando que te lo quitaran?
Y, por último, hay otro motivo por el que no quiero tener ninguna historia con nadie. Resulta que sigo enamorada de David y sería una injusticia hacerle eso al tío siguiente. Ni siquiera sé si David y yo nos hemos separado o no. Nos seguíamos viendo mucho cuando me vine a Italia aunque llevábamos mucho tiempo sin dormir juntos. Pero los dos seguíamos diciendo que teníamos la esperanza de que un día…
No lo sé.
Lo que sí sé es que estoy harta de haber ido acumulando la carga de una vida entera de decisiones precipitadas y pasiones caóticas. Cuando vine a Italia, tenía el cuerpo y el espíritu arrasados. Estaba tan agobiada como la tierra de una de esas granjas multiuso, totalmente sobreexplotada y necesitada de un periodo de barbecho. Por eso he decidido dejar el asunto.
Creedme, soy consciente de lo irónico que suena eso de ir a Italia buscando placer en plena época de celibato autoimpuesto. Pero estoy convencida de que la abstinencia es lo que más me conviene ahora mismo. Lo tuve especialmente claro la noche en que oí a mi vecina de arriba (una italiana muy mona con una enorme colección de botas de tacón alto) tener el encuentro amoroso más largo y sonoro que había oído en mi vida, con sus correspondientes palmadas, brincos y piruetas en compañía del último afortunado al que recibía en su apartamento. Este baile sincopado duró una hora larga, aderezado con efectos de sonido tipo ataque de ansiedad y aullido de animal salvaje.
Cansada y sola, tumbada en mi cama —justo debajo de la suya—, lo oí enterito, pero lo único que se me ocurrió pensar fue: La verdad es que el sexo es mucho curro…
Obviamente, hay momentos en que me invade la lujuria. Todos los días me cruzo con un promedio de unos doce hombres italianos a los que imagino metidos en mi cama perfectamente. O yo metida en la suya. O donde sea, vamos. Para mi gusto, los hombres que se ven en Roma son ridículamente, peligrosamente, estúpidamente guapos. Incluso más guapos que las mujeres romanas, a decir verdad. La belleza de los hombres italianos es comparable a la de las mujeres francesas, es decir, que no escatiman ningún detalle en su búsqueda de la perfección. Son como perros de concurso. A veces tienen tan buena pinta que dan ganas de aplaudir. Son hombres tan guapos que para describirlos me veo obligada a acudir a esos epítetos de las novelas románticas. Son «diabólicamente atractivos», o «pérfidamente bellos», o «sorprendentemente fornidos».
Sin embargo, tengo que hacer una confesión no muy halagüeña y es que esos romanos con los que me cruzo por la calle no me miran demasiado. Vamos, que casi ni me miran, la verdad. Al principio me asusté un poco. Sólo había estado en Italia una vez, a los 19 años, y lo que más recuerdo es la lata que me daban los hombres por la calle. Y en las pizzerías. Y en el cine. Y en el Vaticano. Era interminable y espantoso. Era algo que te amargaba el viajar por Italia, que casi hasta te quitaba el apetito. Pero ahora, a los 34, parece ser que me he vuelto invisible. Bueno, a veces algún hombre me dice amablemente: «Qué guapa está usted hoy, signorina», pero tampoco es muy frecuente y jamás alcanza un tono agresivo. Y la verdad es que se agradece que ningún desconocido asqueroso te meta mano en el autobús, pero una tiene su orgullo femenino y no queda más remedio que preguntarse: ¿Qué ha cambiado aquí? ¿Soy yo? ¿O son ellos?
Así que hablo con la gente del tema y todos me dicen que sí, que en los últimos diez o quince años Italia ha cambiado mucho. Puede que sea una victoria feminista, o una evolución cultural, o el inevitable efecto modernizador de haber entrado en la Unión Europea. O quizá sea simplemente que los jóvenes se abochornan de lo lascivos que eran sus padres y sus abuelos. Sea lo que sea, el caso es que la sociedad italiana parece haber decidido que eso de andar persiguiendo y dando la tabarra a las mujeres ya no es aceptable. Ya ni siquiera incordian a las jovencitas guapísimas como mi amiga Sofie, y eso que antes a las suecas con pinta de granjeras les daban una murga impresionante.
Resumiendo, parece que los hombres italianos se han ganado el premio al Hombre Más Renovado.
Hecho que me alivia, porque por un momento había pensado que era cosa mía. Vamos, que pensaba que no me miraban porque ya no soy una monada de 19 años. Me temía que tuviera razón mi amigo Scott cuando me dijo el verano pasado: «Ah, no te preocupes, Liz, que los italianos ya no te van a dar la lata. No es como en Francia, donde les gustan las tías mayores».