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Sólo me queda una semana de estar aquí. Tengo pensado volver a Estados Unidos en Navidad, antes de irme a India, no sólo porque no soporto la idea de pasar la Navidad sin mi familia, sino porque los siguientes ocho meses de mi viaje —India e Indonesia— requieren un equipaje completamente distinto. Muy pocas de las cosas que usas en Roma te sirven para andar por India.
Y puede que sea con vistas a mi viaje a India que decido pasar esta última semana recorriendo Sicilia, la parte más tercermundista de Italia y, por tanto, un sitio adecuado para irse habituando a la pobreza extrema. O tal vez sólo quiera ir a Sicilia por lo que dijo Goethe: «Sin haber visto Sicilia uno no puede hacerse una idea de lo que es Italia».
Pero no es fácil llegar a Sicilia ni circular por ella una vez allí. Empleo todas mis aptitudes indagatorias para encontrar un tren que baje por la costa en domingo y después el ferry correcto a Messina (una truculenta y sombría ciudad costera que parece gemir tras sus puertas clausuradas: «¡Yo no tengo la culpa de ser tan fea! ¡He pasado por terremotos y bombardeos aéreos y hasta ataques de la mafia!»). Cuando llego a Messina, tengo que encontrar una estación de autobús (sucia como un pulmón de fumador) y dar con un hombre sentado ante una ventanilla con cara de funeral y ver si, por favor, se anima a venderme un billete para la ciudad costera de Taormina, y después tengo que encontrar un taxi, y después un hotel. Entonces busco a la persona adecuada para hacerle mi pregunta preferida en italiano: «¿Dónde se come la mejor comida de esta ciudad?». En Taormina esa persona resulta ser un policía adormilado. Ese hombre me da lo mejor que puede darme una persona en esta vida: un pedazo diminuto de papel que lleva escrito el nombre de un recóndito restaurante y un rudimentario mapa que muestra cómo llegar hasta allí.
El sitio es una pequeña trattoria cuya dueña, una amable mujer ya entrada en años, se está preparando para el turno de noche y, descalza sobre una de las mesas, arquea los pies enfundados en unas medias al limpiar las ventanas del local, procurando no tirar el belén navideño. Le digo que no me hace falta ver el menú, pero que me traiga la mejor comida posible porque ésta es la primera noche que paso en Sicilia. Entusiasmada, se frota las manos y llama en dialecto siciliano a su aún más anciana madre, que está en la cocina, y en cuestión de veinte minutos estoy dando buena cuenta de la comida más impresionante que he probado en toda Italia sin duda alguna. Es pasta, pero con una forma que no he visto nunca: unas láminas enormes de pasta fresca —dobladas tipo ravioli como una toca papal (en miniatura, claro)—, rellenas de una cálida y aromática crema de crustáceos y pulpo y calamar, servida como una ensalada caliente con berberechos frescos y tiras de verdura cortadas en juliana, todo ello condimentado con un abundante caldo de sabor entre oceánico y oliváceo. Después viene un conejo con salsa de tomillo.
Pero Siracusa, adonde voy al día siguiente, es aún mejor. A última hora de la tarde el autobús me suelta en una esquina bajo la fría lluvia. La ciudad me encanta desde el primer momento. En Siracusa tengo tres mil años de historia bajo los pies. Pertenece a una cultura tan antigua que, a su lado, Roma es como Dallas. Según la mitología Dédalo voló hasta aquí desde Creta y Hércules durmió aquí una noche. Siracusa era una colonia griega a la que Tucídides llamó «una ciudad en absoluto inferior a la propia Atenas». Esta ciudad es el nexo de unión entre la Grecia clásica y la Roma clásica. En la Antigüedad muchos grandes dramaturgos y científicos vivieron aquí. A Platón le parecía el lugar ideal donde llevar a cabo un experimento utópico por el cual, tal vez «por mediación divina», los soberanos pudieran ser filósofos y los filósofos llegaran a ser soberanos. Según los historiadores la retórica se inventó aquí y también la trama (esa pequeña insignificancia).
Al pasear por los mercados de esta ajada ciudad, el corazón me rebosa un amor que no consigo justificar ni explicar mientras miro a un vejete con un sombrero de lana negra limpiarle un pez a un cliente (el hombre tiene un cigarrillo a buen recaudo entre los labios, como los alfileres que las costureras se guardan en la boca al coser, y su cuchillo se trabaja el pescado con un entregado perfeccionismo). Con cierta timidez pregunto a este pescador dónde me aconseja comer esta noche y tras unos segundos de conversación me alejo con el enésimo papelito que me dirige hacia un restaurante sin nombre donde —en cuanto me siento esa noche— el camarero me trae unas etéreas nubes de ricotta espolvoreado de pistacho, unos trozos de pan mojados en aceites aromáticos, unos platos diminutos de embutidos y aceitunas, una ensalada de naranjas frías aliñadas con cebolla y perejil. Y todo esto antes de enterarme de que su especialidad son los calamares.
«No hay ciudad que pueda vivir pacíficamente, sean cuales sean sus leyes», escribió Platón, «si sus habitantes sólo saben divertirse y beber y consumirse en la práctica del amor».
Pero ¿es tan malo pasar un tiempo viviendo así? Durante unos meses de nuestra vida ¿es tan horrible viajar por el tiempo sin mayor ambición que volver a comer bien una vez más? ¿O aprender a hablar un idioma sin otro propósito que regalarte el oído al hablarlo? ¿O echar una siesta en un jardín, a pleno sol, a mediodía, junto a tu fuente favorita? ¿Y volver a hacerlo al día siguiente?
Obviamente, no puedes pasarte así la vida entera. En algún momento se te cruzarán la vida real y las guerras y las heridas y las muertes. Aquí, en Sicilia, donde hay una tremenda pobreza, la vida real está en las mentes de todos. Desde hace siglos el único negocio que ha funcionado aquí ha sido la mafia (el negocio de proteger al ciudadano de la propia mafia), que sigue metida en la vida de la gente. Palermo —una ciudad de la que Goethe decía que tenía una belleza indescriptible— tal vez sea hoy la única ciudad de Europa Occidental donde te puedes ver caminando entre los escombros de la Segunda Guerra Mundial, hecho que da una idea de su nivel de desarrollo. Su arquitectura se ha afeado hasta extremos insospechados con los bloques de apartamentos espeluznantes y defectuosos que construyó la mafia en la década de 1980 en una operación de blanqueo de dinero. Cuando pregunté a un transeúnte siciliano si esos edificios eran de cemento barato, me dijo: «No, no. Son de cemento muy caro. En cada remesa hay varios cadáveres de personas asesinadas por la mafia, y eso cuesta dinero. Pero los huesos y los dientes refuerzan el cemento, eso sí».
En un entorno semejante ¿resulta un poco superficial lo de pensar sólo en la siguiente comida? ¿O quizá sea lo mejor que se puede hacer, vista la cruda realidad? Luigi Barzini, en su obra maestra de 1964 Los italianos (escrita cuando se hartó de que sólo los extranjeros escribieran sobre Italia, amándola u odiándola excesivamente), quiso aclarar los equívocos que había en torno a su país. Intentaba explicar por qué los italianos han producido los mejores cerebros artísticos, políticos y científicos de todos los tiempos sin llegar a ser nunca una primera potencia mundial. ¿Por qué son los maestros de la diplomacia verbal, pero unos ineptos en cuanto a su propia política interior? ¿Por qué son tan valientes individualmente, pero incapaces de organizarse en un colectivo como el Ejército? ¿Cómo pueden ser unos comerciantes tan astutos a nivel personal, pero tan ineficaces como país capitalista?
Sus respuestas a estas preguntas son demasiado complejas para encapsularlas aquí, pero tienen mucho que ver con una triste historia italiana llena de caciques locales corruptos y extranjeros explotadores, hecho que ha llevado a los italianos a la razonable conclusión de que en este mundo uno no puede fiarse de nada ni de nadie. Como el mundo es tan corrupto, hipócrita, exagerado e injusto, uno puede fiarse sólo de lo que percibe a través de los sentidos, y ésa es la explicación de que Italia sea el país más sensual del mundo. Por eso, según Barzini, los italianos aguantan a generales, presidentes, tiranos, catedráticos, funcionarios, periodistas y hombres de negocios tremendamente incompetentes, pero jamás toleran esa incompetencia en los «cantantes de ópera, directores de orquesta, bailarinas, cortesanas, actores, directores de cine, cocineros, sastres…». En un mundo dominado por el desorden y el desastre y el fraude tal vez sólo se pueda confiar en la belleza. Sólo la excelencia artística es incorruptible. El placer no puede menoscabarse. Y a veces la comida es la única moneda verdadera.
Por tanto, dedicarse a la creación y el disfrute de la belleza puede ser un asunto serio, no necesariamente un medio de huir de la realidad, sino a veces un medio de aferrarse a ella cuando nos invaden… la retórica y la trama. Hace no mucho tiempo el Gobierno detuvo en Sicilia a una hermandad de monjes católicos que eran uña y carne con la mafia, así que ¿de quién te puedes fiar? ¿Qué cosas te puedes creer? El mundo es antipático e injusto. Si te rebelas contra esta injusticia, en Sicilia acabas convertido en los cimientos de un espantoso edificio moderno. En un entorno semejante ¿qué puedes hacer para seguir teniendo una cierta dignidad humana? Quizá no puedas hacer nada. Nada, excepto, tal vez, ¿enorgullecerte de saber cortar a la perfección el pescado que comes o hacer la ricotta más vaporosa de toda la ciudad?
No quiero ofender a nadie al compararme con la sufrida población siciliana. Las tragedias que ha habido en mi vida han sido de índole personal y, en gran medida, de naturaleza autógena, sin alcanzar dimensiones épicas. He pasado por un divorcio y una depresión, no por varios siglos de tiranía homicida. He tenido una crisis de identidad, pero también tenía los recursos (económicos, artísticos y sentimentales) para procurar solventarla. Aun así, debo decir que lo que han empleado muchas generaciones de sicilianos para conservar su dignidad me ha servido a mí para empezar a recuperar la mía. Me refiero a la idea de que la capacidad de apreciar el placer nos sirva para asimilar nuestra propia humanidad. Creo que a eso se refería Goethe al decir que hay que venir aquí, a Sicilia, para entender Italia. Y supongo que esto es lo que yo supe instintivamente cuando decidí que tenía que venir a este país para poder entenderme a mí misma.
Fue metida en una bañera, en Nueva York, leyendo en voz alta las palabras de un diccionario, cuando empecé a curarme el alma. Con la vida hecha trizas estaba tan irreconocible que, si la policía me hubiera metido en una rueda de reconocimiento, habría sido incapaz de señalarme a mí misma. Pero sentí un chispazo de felicidad cuando empecé a estudiar italiano y, si después de pasar por una época tan tenebrosa ves que te queda un atisbo de felicidad en tu interior, no te queda más remedio que agarrar esa felicidad de los tobillos y no soltarla aunque acabes con la cara entera manchada de barro. No lo haces por egoísmo, sino por obligación. Te han dado la vida y tienes la obligación (y el derecho, como ser humano que eres) de hallar la belleza de la vida por mínima que sea.
Llegué a Italia consumida y enclenque. Entonces no sabía lo que me merecía. Puede que aún no sepa bien lo que me merezco. Pero sí sé que en los últimos tiempos me he reconstruido a mí misma —disfrutando de placeres inofensivos— y que hoy soy una persona mucho más pura. Para explicarlo, lo más sencillo y entendible es decir: He engordado. Ahora existo más que hace cuatro meses. Me voy de Italia abultando mucho más que cuando vine. Y me voy con la esperanza de que esa expansión de una persona —esa magnificación de una vida— sea un acto meritorio en este mundo. Pese a que esa vida, por primera vez y sin que sirva de precedente, no le pertenece a nadie más que a mí.