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El anhelo de hallar a Dios es una inversión del orden terrenal normal. En nuestra búsqueda de Dios nos apartamos de lo que nos atrae y nadamos hacia lo difícil. Abandonamos nuestras cómodas costumbres con la esperanza (la mera esperanza) de que se nos ofrezca algo mejor que lo que hemos abandonado. Todas las religiones del mundo describen de un modo parecido a un buen discípulo: aquel que se levanta temprano para rezar a su Dios, procura ser virtuoso, es un buen vecino, se respeta a sí mismo y a los demás y domina sus ansias. A todos nos gusta más levantarnos tarde, pero hay personas que llevan milenios levantándose antes de que salga el sol para lavarse la cara e ir a rezar. Y después luchan ferozmente para mantener sus convicciones durante la locura del día correspondiente.
Los devotos del mundo entero practican sus ritos sin tener garantizado que les sirva de nada. Obviamente, hay un sinfín de escrituras y un sinfín de curas que hacen un sinfín de promesas sobre los parabienes que te pueden deparar tus buenas obras (o amenazas sobre los castigos que te esperan si no cumples), pero incluso creerse todo esto es un acto de fe, porque ninguno de nosotros sabemos cómo va a acabar la partida. La fe es diligencia sin garantías. Tener fe equivale a decir: «Sí, acepto de antemano los términos del universo y acepto de antemano lo que ahora mismo soy incapaz de entender». Es lógico que exista lo que llamamos un «acto de fe», porque la decisión de aprobar la noción de la divinidad supone dar un salto gigantesco desde lo racional hacia lo desconocido y me da igual que los diligentes sabios de todas las religiones nos metan sus libros por los ojos para intentar demostrarnos con textos que su fe es racional, porque no lo es. Si la fe fuese racional, no sería fe. La fe es la creencia en lo que no se puede ver ni tocar. La fe es caminar —de frente y a toda velocidad— hacia las tinieblas. Si realmente tuviéramos todas las respuestas en cuanto al significado de la vida y la naturaleza de Dios y el destino del alma, la religión no sería un acto de fe ni un valiente acto de humanidad; sería simplemente… una prudente póliza de seguros.
El mundo de los seguros no me interesa. Estoy harta de ser una escéptica; la prudencia espiritual me fastidia y la controversia empírica me aburre y agota. No quiero oír ni una palabra más. Me importan un bledo las evidencias y las pruebas y las demostraciones. Lo único que busco es a Dios. Quiero tener a Dios dentro de mí. Quiero que Dios corra por mis venas como el sol corretea por la superficie del agua.