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Así que la noche siguiente me quedo un poco sorprendida cuando —después de darme de cenar en su casa, después de pasar horas tumbados en el sofá hablando de un montón de temas, después de meterme la cabeza debajo del brazo y anunciar que le encanta lo maravillosamente mal que huelo— Felipe me pone la mano abierta encima de la mejilla y dice:
—Bueno, ya basta, cariño. Vente a mi cama.
Y me voy.
Sí, me voy a su cama con él, a ese dormitorio de enormes ventanales que dan a la noche y a los silenciosos arrozales de Bali. Abre la cortina transparente de la mosquitera blanca que rodea su cama y me invita a entrar. Entonces me ayuda a quitarme el vestido con la cariñosa destreza de quien se ha pasado muchos años desvistiendo a sus hijos para meterlos en el baño. Después me explica cómo plantea él este asunto: no quiere absolutamente nada de mí, salvo que le dé permiso para adorarme mientras yo quiera. ¿Acepto sus condiciones?
Como me he quedado sin voz en algún momento entre el sofá y la cama, asiento con la cabeza. No me queda nada que decir. Ha sido una larga y austera etapa de soledad. Me ha sentado bien, pero Felipe tiene razón. Ya basta.
—Bien —contesta, sonriendo mientras aparta unas almohadas y coloca mi cuerpo debajo del suyo—. Vamos a organizarnos un poco.
Eso me hizo gracia, porque es justo el momento en que yo decido abandonar mi manía de organizarlo todo.
Después Felipe me contaría cómo me vio esa noche. Según me dijo, le había parecido muy joven, nada que ver con la mujer segura de sí misma con quien se veía durante el día. Pero en esa chica tan tremendamente joven también vio una mujer sincera, nerviosa y aliviada de poder relajarse y dejar de ser tan valiente. Me dijo que se me notaba mucho que hacía tiempo que nadie me tocaba. Le parecí muy necesitada, pero también agradecida de poder expresar esa necesidad. Y aunque yo no recuerdo toda esa cantidad de cosas, ni mucho menos, me creo su versión, porque parecía estar muy atento a mis movimientos, eso sí.
Lo que más recuerdo de esa noche es la mosquitera abullonada que nos rodeaba. Pensé que parecía un paracaídas. La miro y pienso que es el paracaídas que me pongo para saltar del avión sólido y disciplinado en que he volado durante lo que podemos llamar Unos Años Muy Duros De Mi Vida. De repente mi fiable máquina voladora se queda obsoleta a medio vuelo, así que me bajo de ese rancio avión unidireccional y uso este brioso paracaídas blanco para recorrer el extraño espacio vacío entre mi pasado y mi futuro, aterrizando sana y salva en esta isla con forma de cama habitada sólo por un guapo náufrago brasileño que (después de estar tanto tiempo solo) se alegra y sorprende tanto al verme llegar que se le olvida de golpe todo el inglés que sabe y sólo logra repetir estas cinco palabras cada vez que me mira: guapa, guapa, guapa, guapa y guapa.