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Ojalá Giovanni me besara.

Uf, pero por muchos motivos es una idea descabellada. Para empezar, Giovanni tiene diez años menos que yo y —como la mayoría de los veinteañeros italianos— aún vive con su madre. Esto basta para convertirlo en un compañero sentimental bastante improbable, dado que yo soy una estadounidense entrada en la treintena que acaba de salir de un matrimonio fallido y un divorcio tan interminable como devastador, seguido de una veloz historia de amor que acabó en una tristísima ruptura. Estas pérdidas, una detrás de otra, me han hecho sentir triste y frágil y como si tuviera unos siete mil años. Aunque sólo sea por una cuestión de principios, no estoy dispuesta a imponer mi personaje patético y destrozado al maravilloso e inocente Giovanni. Y por si eso fuera poco, al fin he llegado a esa edad en que una mujer se empieza a plantear si recuperarse de perder a un hombre joven y guapo de ojos castaños consiste en llevarse a otro a la cama cuanto antes. Por eso ahora llevo sola tantos meses y, de hecho, he decidido pasar este año entero en celibato.

Ante esto un observador sagaz podría preguntar: «Entonces, ¿por qué has venido nada menos que a Italia?».

A lo cual sólo puedo responder, sobre todo cuando miro al guapo Giovanni, que está sentado al otro lado de la mesa: «Una pregunta excelente».

Giovanni es mi pareja de «Intercambio Tándem», cosa que puede sonar insinuante, pero por desgracia no lo es. Lo que significa es que nos reunimos un par de tardes aquí, en Roma, para practicar nuestros idiomas respectivos. Primero hablamos en italiano y él tiene paciencia conmigo; luego hablamos en inglés y yo tengo paciencia con él. Descubrí a Giovanni cuando apenas llevaba unas semanas en Roma gracias al gigantesco cibercafé que hay en la piazza Barberini frente a esa fuente que consiste en un erótico tritón con una caracola entre los labios a modo de trompeta. Él (Giovanni, no el tritón) había dejado una nota en el tablón de anuncios explicando que un italiano nativo buscaba un estadounidense nativo para poder practicar idiomas. Justo al lado de su nota había otra con el mismo texto, idéntico en todo, palabra por palabra, hasta en la letra. La única diferencia eran los datos de contacto. Una de las notas daba una dirección de correo electrónico de un tal Giovanni; la otra mencionaba a un hombre llamado Dario. Pero hasta el teléfono fijo que daban era el mismo.

Empleando mi aguda intuición, les envié el mismo correo electrónico a los dos, con una pregunta en italiano: «¿Sois hermanos, quizá?».

Fue Giovanni quien me respondió con este mensaje tan provocativo (como dicen los italianos): «Mejor todavía. ¡Somos gemelos!».

Pues sí. Mucho mejor. Resultó que eran dos gemelos idénticos de 25 años; altos, morenos, guapos y con esos enormes ojos castaños que tienen los italianos, que parecen líquidos por el centro y que a mí me hacen perder el norte. Después de conocer a los dos chicos en persona empecé a pensar si no debería replantearme la idea de pasar todo el año en celibato. Por ejemplo, podía seguir totalmente célibe, pero tener como amantes a un par de hermosos gemelos italianos de 25 años, hecho que me recordaba vagamente a una amiga mía que es vegetariana pero come beicon, aunque… De pronto me vi escribiendo uno de esos relatos para la revista Penthouse:

«En la penumbra de las titilantes velas del café romano era imposible saber de quién eran las manos que acariciaban…».

Pero no.

No y no.

Interrumpí la fantasía bruscamente. No era el momento adecuado para andar buscando amores que complicaran aún más mi ya enrevesada vida (cosa que iba a suceder de todas formas). Era el momento de buscar esa paz terapéutica que sólo se encuentra en soledad.

El caso es que a estas alturas, a mediados de noviembre, el tímido y estudioso Giovanni y yo nos hemos hecho muy buenos amigos. En cuanto a Dario —el hermano más ligón y presumido de los dos—, le he presentado a mi querida amiga sueca Sofie y de sus tardes en Roma sólo diré que eso sí es un «Intercambio Tándem» y lo demás son tonterías. En cambio, Giovanni y yo sólo hablamos. Es decir, comemos y hablamos. Llevamos ya muchas semanas agradables comiendo y hablando, compartiendo pizzas y pequeñas correcciones gramaticales, y esta noche no ha sido una excepción. Una hermosa velada a base de nuevos modismos y mozzarella fresca.

Ahora es medianoche, hay niebla, y Giovanni me está acompañando a casa, a mi apartamento del centro, en un barrio de callejones dispuestos orgánicamente en torno a los clásicos edificios romanos, como una red de pequeños afluentes serpenteando entre bosquecillos de cipreses. Ahora estamos delante de mi puerta. Nos miramos. Giovanni me da un abrazo cariñoso. Esto es todo un avance; durante las primeras semanas se limitaba a darme la mano. Creo que si pasara tres años más en Italia el chico acabaría atreviéndose a besarme. Aunque, bien mirado, le podría dar por besarme ahora mismo, esta noche, aquí mismo, delante de mi puerta… Aún hay una posibilidad…, porque nuestros cuerpos están tan pegados uno al otro y a la luz de la luna… y está claro que sería un error tremendo…, pero sigue siendo maravilloso pensar que pudiera atreverse ahora mismo…, que le diera por inclinarse hacia mí… y… y…

Pero no.

Tras abrazarme se aparta de mí.

—Buenas noches, mi querida Liz —me dice.

Buona notte, caro mio —le contesto.

Subo las escaleras hasta mi apartamento del cuarto piso, sola. Abro la puerta de mi estudio diminuto, sola. Una vez dentro cierro la puerta. Otra noche solitaria en Roma. Me espera otra larga noche durmiendo, sin nada ni nadie con quien compartir la cama salvo un montón de glosarios y diccionarios de italiano.

Estoy sola; estoy completamente sola. Estoy más sola que la una.

Una vez asimilado el hecho, dejo caer el bolso, me pongo de rodillas y apoyo la frente en el suelo. En esta postura ofrezco al universo una sentida oración de agradecimiento.

Primero en inglés.

Después en italiano.

Y por último… por si no ha quedado claro… en sánscrito.

Come, reza, ama
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