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Nunca he tenido tan poco claro lo que voy a hacer en la vida como cuando llego a Bali. He hecho muchos viajes disparatados en mi vida, pero éste se lleva la palma. No sé dónde voy a vivir, no sé lo que voy a hacer, no sé a cuánto está el dólar aquí, no sé cómo funciona lo de los taxis en el aeropuerto… Por no saber, no sé adónde decirle al taxista que me lleve. No me espera nadie. En Indonesia no conozco a nadie; ni siquiera tengo los socorridos amigos de amigos. Y nada más llegar descubro que no hay nada peor que tener una guía vieja y, encima, no leerla. Resulta que no puedo pasarme cuatro meses en este país, como tenía pensado. Es lo primero que me dicen. Sólo me pueden dar un visado para turistas de un mes como mucho. Ni se me había pasado por la cabeza que el Gobierno indonesio no quisiera recibirme en su país durante todo el tiempo que me diera la gana.
Mientras el amable funcionario de la oficina de inmigración me sella el pasaporte, dándome permiso para pasar en Bali exactamente treinta días, le pido en mi tono más cordial si me da permiso para quedarme más tiempo, por favor.
—No —me dice con enorme cortesía, haciendo gala del célebre encanto balinés.
—Es que tenía pensado estar tres o cuatro meses —le digo.
No me atrevo a contarle que se trata de una profecía, porque hace tres o cuatro meses un curandero entrado en años y posiblemente senil me predijo (durante una lectura de manos que no duró ni diez minutos) que iba a pasar en Indonesia tres o cuatro meses. La verdad es que no sé cómo explicarlo.
Pero ¿qué fue lo que me dijo el curandero ahora que lo pienso? ¿De verdad me dijo que iba a volver a Bali y pasarme tres o cuatro meses en su casa? ¿Seguro que me invitó a pasar una temporada en su casa? ¿O lo que quería es que me dejara caer si andaba por su barrio y le soltara diez pavos por leerme la mano otra vez? ¿Me dijo que iba a volver a Indonesia o que debería volver a Indonesia? ¿Me dijo «Hasta luego, cocodrilo» o «No pasaste de caimán»?
No he vuelto a saber nada del curandero desde aquella tarde. Pero tampoco hubiera podido ponerme en contacto con él. ¿Qué señas habría puesto en el sobre? ¿«Señor Curandero, Porche de su Casa, Bali, Indonesia»? No sé si sigue vivo o si ha muerto. Recuerdo que me pareció viejísimo hace dos años cuando lo conocí; desde entonces le puede haber pasado cualquier cosa. Lo único que tengo claro es su nombre —Ketut Liyer— y el vago recuerdo de que vive en un pueblo a las afueras de Ubud. Pero no tengo ni idea de cómo se llama el pueblo.
La verdad es que me tendría que haber pensado un poco mejor toda esta historia.