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Se supone que ese momento de comunión divina es nuestra sesión de meditación diaria, pero últimamente entro ahí tan acobardada como mi perra cuando la llevaba a la consulta del veterinario (sabiendo que, por muy amigos que pareciésemos todos, le iban a acabar clavando un instrumento médico). Pero después de mi conversación con Richard el Texano esta mañana intento enfocar las cosas de otra manera. Me siento a meditar y le digo a mi mente: «Escucha. Sé que estás un poco asustada. Pero prometo que no quiero anularte. Sólo quiero darte un sitio para que descanses. Te quiero».

El otro día me dijo un monje: «El lugar de descanso de la mente es el corazón. La mente se pasa el día oyendo campanadas, ruidos y discusiones, cuando lo único que anhela es tranquilidad. El único lugar donde la mente puede hallar la paz es en el silencio del corazón. Ahí es donde tienes que ir».

También estoy usando un mantra distinto. Es uno que ya he probado y me ha funcionado. Es sencillo; sólo tiene dos sílabas:

Hamsa.

En sánscrito significa: «Yo soy Eso».

Los yoguis dicen que Hamsa es el mantra más natural, el que Dios nos da a todos antes de nacer. Es el sonido de nuestra respiración. Ham al inhalar, sa al exhalar. (Ham, por cierto, se pronuncia suavemente, con la hache aspirada, jammm. Y la vocal de sa es larga: saaaa…). A lo largo de toda nuestra vida, cuando inhalamos o exhalamos aire, estamos repitiendo ese mantra. Yo soy Eso. Soy algo divino. Estoy con Dios. Soy una expresión de Dios. No soy distinta. No estoy sola. No soy una ilusión restringida de un individuo. Hamsa siempre me ha parecido sencillo y relajante. Es más fácil meditar con él que con Om Namah Sivaya, el —por así decirlo— mantra «oficial» de este yoga. Pero el otro día hablé con un monje y me dijo que usara el Hamsa si me iba a servir para mejorar la meditación. Me dijo: «Para meditar debes usar aquello que produzca una revolución en tu mente».

Así que hoy me sentaré aquí con ese mantra.

Hamsa.

Yo soy Eso.

Me vienen pensamientos, pero procuro no prestarles atención, limitándome a decirles en un tono casi maternal: «Venga, gamberretes, que ya os conozco… Idos fuera a jugar…, que mamá está escuchando a Dios».

Hamsa.

Yo soy Eso.

Me quedo dormida un rato. (O adormilada, o lo que sea. Al meditar, nunca se sabe si lo que se considera sueño realmente lo es o no; a veces es sólo otro nivel de conciencia). Cuando me despierto, o lo que sea, noto una suave corriente eléctrica que me recorre el cuerpo en ondas azuladas. Me asusta un poco, pero también me deja asombrada. No sé qué hacer, así que tengo un diálogo interno con la energía. Le digo: «Creo en ti» y me responde magnificándose, aumentando de volumen. Ahora es increíblemente poderosa, como un secuestro de los sentidos. Me responde con un zumbido en la base de la columna. Noto una tensión en el cuello, que parece querer estirarse y retorcerse, así que le dejo hacerlo y me quedo sentada en una postura de lo más extraña: sentada muy recta, como una buena yogui, pero con el oído izquierdo pegado al hombro izquierdo. No sé por qué a mi cabeza y mi cuello les ha dado por ahí, pero no pienso discutir con ellos, porque están muy insistentes. La energía azul me sigue recorriendo el cuerpo y ahora oigo una especie de martilleo en los oídos tan fuerte que me da un ataque de pánico. Me asusta tanto que le digo: «¡Aún es pronto para esto!» y abro los ojos. De golpe, todo desaparece. Vuelvo a estar en una habitación, en un entorno conocido. Miro el reloj. Llevo aquí —o allá— casi una hora.

Estoy jadeando, literalmente, jadeando.

Come, reza, ama
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