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Así que a la mañana siguiente fui a la sesión de cántico llena de buenas intenciones, y el Gurugita me tiró por una escalera de cemento de diez metros de altura, o eso me pareció a mí. El día siguiente fue aún peor. Me levanté hecha una furia y fui al templo sudando, hirviendo por dentro, rebosando ira. No hacía más que pensar: «Sólo es una hora y media. Eres perfectamente capaz de aguantar una hora y media haciendo algo. Por el amor de Dios, si tienes amigas que han soportado partos de catorce horas…». Pero, si me hubieran grapado a la silla, no habría estado más incómoda de lo que estaba. Notaba unas bolas de fuego, como unas oleadas de sofoco menopáusico, y me parecía que me iba a desmayar en cualquier momento o que iba a morder a alguien de lo indignada que estaba.

Sentía una furia descomunal. Iba contra todas las personas del mundo, pero sobre todo contra Swamiji, el maestro de la gurú, que era el que había establecido el rito de cantar el Gurugita. Y no era mi primer encontronazo con el gran yogui difunto. Era él quien se me había aparecido en el sueño de la playa, insistiendo en que le dijera cómo pensaba detener el mar, y siempre me parecía que se estaba burlando de mí.

Durante toda su vida Swamiji fue implacable, un látigo espiritual, por así decirlo. Igual que San Francisco de Asís, pertenecía a una familia adinerada y debería haberse ocupado del negocio familiar. Pero siendo joven conoció a un santo en un pueblo próximo al suyo y aquella experiencia lo marcaría para siempre. Sin haber cumplido los 20, Swamiji se fue de casa vestido con un simple calzón y pasó años haciendo peregrinajes a todos los lugares sagrados de India, buscando a un verdadero maestro espiritual. Parece ser que conoció a más de sesenta santos y gurús sin hallar al maestro que buscaba. Ayunó, caminó descalzo, durmió al aire libre en plena tormenta del Himalaya, tuvo malaria y disentería, pero siempre dijo que los años más felices de su vida fueron aquéllos, mientras buscaba un maestro que pudiera mostrarle a Dios. Swamiji fue sucesivamente hathayogui, experto en medicina ayurvédica, cocinero, arquitecto, jardinero, músico y espadachín (cómo me gusta eso). Llegó a la mediana edad sin haber encontrado un gurú, hasta que un día se cruzó con un sabio loco que iba desnudo y que le aconsejó volver a su pueblo, al lugar donde había conocido al santo siendo niño, y que tomara a ese gran santo por maestro.

Swamiji le obedeció. Volvió a su pueblo y se convirtió en el estudiante más devoto del gran sabio; al fin alcanzó la iluminación gracias a las enseñanzas de su maestro. Finalmente, el propio Swamiji llegó a ser un gurú. Con el tiempo, su ashram en India pasó de ser una granja baldía con una casucha de tres habitaciones al exuberante jardín que es hoy. Entonces tuvo una inspiración y emprendió una revolución para lograr la meditación mundial. En la década de 1970 llegó a Estados Unidos y dejó a todo el mundo pasmado. Todos los días daba la iniciación divina —el shaktipat— a centenares de miles de personas. Tenía un poder inmediato y transformativo. El reverendo Eugene Callender (un respetado defensor de los derechos civiles, compañero de Martin Luther King y hoy pastor de una iglesia baptista de Harlem) recuerda haber conocido a Swamiji en aquellos años y cuenta que al ver a aquel hombre indio cayó de rodillas asombrado, pensando: «Esto no es una chorrada ni una moto que nos han vendido, esto es verdad pura y dura… Este hombre te mira y lo sabe todo de ti».

Swamiji exigía entusiasmo, entrega y autocontrol. Siempre regañaba a la gente por ser jad, una palabra hindi que significa «inerte». Trajo el clásico concepto de la disciplina a la vida de sus rebeldes seguidores occidentales, mandándoles que dejaran de perder tanto tiempo y energía (propios y ajenos) con toda esa bobada de la indiferencia hippy. Tan pronto te tiraba su bastón a la cara como te daba un abrazo. Fue un hombre complejo, a menudo polémico, pero también muy influyente. Si en Occidente tenemos acceso a muchos de los textos de yoga clásicos es gracias a que Swamiji organizó y dirigió la traducción y la recuperación de textos filosóficos que se habían olvidado incluso en India.

Mi gurú fue la discípula más entregada que tuvo Swamiji. Nació, literalmente, para ser su discípula; sus padres, también indios, estaban entre sus primeros seguidores. De pequeña a veces se pasaba dieciocho horas seguidas entonando un cántico religioso, incansable en su devoción. Swamiji supo ver el potencial que tenía y cuando era aún una niña la eligió como traductora. Viajó por el mundo entero con él, prestándole tanta atención, según contaría ella después, que le parecía oírle hablar incluso a través de las rodillas. En 1982, sin haber cumplido los 20, se convirtió en su sucesora.

Todos los gurús verdaderos se parecen porque viven en un constante estado de autorrealización, pero sus características externas difieren. Las diferencias aparentes entre mi gurú y su maestro son enormes: ella es una mujer femenina, políglota, universitaria y profesional; él era un viejo león nacido en el sur de India, unas veces caprichoso y otras tiránico. A mí, que soy una buena chica nacida en Nueva Inglaterra, me es más fácil seguir a mi maestra tan viva y convincente, una gurú de esas que puedes llevar a casa y presentársela a papá y mamá. Porque Swamiji… era demasiado. Cuando entré en contacto con este yoga y empecé a ver fotos suyas y a oír historias sobre él, pensé: «Voy a procurar no tener nada que ver con este personaje. Es demasiado grande. Me pone nerviosa».

Pero ahora que estoy aquí en India, en el ashram que fue su casa, al que busco es a él. La única presencia que noto es la suya. Es él con quien hablo cuando rezo y medito. Me paso veinticuatro horas enganchada a Swamiji. Aquí estoy, metida en el horno de Swamiji, y el efecto que me produce es patente. Ha muerto, pero tiene una cualidad muy terrenal y omnipresente. Es el maestro que necesito cuando estoy pasando por un momento complicado, porque aunque le insulte y le muestre todos mis fallos y defectos lo único que hace es reírse. Reírse, pero queriéndome. Y esa risa me indigna y esa indignación me hace moverme. Y cuando más próximo lo noto es cuando me empeño en cantar el Gurugita con sus insondables versos en sánscrito. Me paso el himno entero discutiendo con Swamiji dentro de mi cabeza, diciéndole chulerías del tipo: «¡Pues a ver si haces algo por mí, porque yo estoy haciendo esto por ti! ¡A ver si veo algún resultado palpable! ¡A ver si es verdad que salgo de esta historia purificada!». Ayer me indigné tanto al mirar el devocionario y ver que estábamos sólo en el verso Veinticinco y que yo ya estaba en pleno sofoco, sudando (pero no como una persona normal, sino como un pollo), que solté en voz alta: «¡Venga, ya vale de cachondeo!». Y unas cuantas mujeres se volvieron y me miraron asustadas, esperando, sin duda, verme la cabeza girando diabólicamente sobre el cuello.

Cada cierto tiempo recuerdo que hace poco vivía en Roma y me pasaba las mañanas comiendo pasteles, bebiendo capuchinos y leyendo el periódico.

Ésos sí que eran buenos tiempos.

Aunque ya parecen muy lejanos.

Come, reza, ama
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