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Llevo dos noches seguidas soñando que entra una serpiente en mi habitación. He leído que es señal de buena suerte espiritual (y no sólo en las religiones orientales; San Ignacio tuvo visiones de serpientes en todas sus experiencias místicas), hecho que no impide que las serpientes den miedo y parezcan de verdad. Últimamente, me despierto sudando. Y lo que es peor: cuando ya estoy despierta, mi mente me juega malas pasadas, haciéndome sentir un pánico que no recordaba desde los peores años del divorcio. No hago más que pensar en mi matrimonio fracasado, en la vergüenza y la furia latentes que aún me quedan. Para colmo, estoy pensando en David otra vez. Discuto mentalmente con él; estoy furiosa y sola y recuerdo todas las maldades que me dijo o me hizo. Además, no puedo dejar de pensar en la felicidad que vivimos juntos, en la delirante emoción de los buenos momentos. Tengo que controlarme para no levantarme de esta cama de un salto y llamarlo desde India en mitad de la noche para —no lo tengo muy claro— acabar colgándole el teléfono probablemente. O rogarle que vuelva a quererme. O leerle una acusación feroz donde enumero todos los defectos de su carácter.
¿Por qué estoy acordándome de este tema otra vez?
Ya sé lo que me dirían todos los veteranos del ashram. Me dirían que es perfectamente normal, que todo el mundo pasa por esto, que la meditación profunda lo hace aflorar todo, que sirve para librarte de los «demonios residuales»… Pero estoy en un estado tan sensible que no me da la gana de tragarme ese rollo y me resbalan las típicas teorías hippies de esta gente. Ya me doy cuenta de que me aflora todo, muchas gracias. Como me afloran las ganas de vomitar. Igual.
No sé muy bien cómo, pero logro quedarme dormida otra vez y, mira por dónde, tengo otro sueño. Esta vez no es una serpiente, sino un perro grandullón y malvado que me persigue y me dice: «Te voy a matar. ¡Te voy a matar y te voy a comer!».
Me despierto llorando y temblando. No quiero molestar a mis compañeras de habitación, así que voy a esconderme al cuarto de baño. ¡El maldito cuarto de baño de siempre! Santo Dios, aquí estoy en un cuarto de baño otra vez, en mitad de la noche otra vez, tirada en el suelo otra vez, llorando de lo sola que estoy. ¡Qué harta estoy de este mundo tan frío y de sus horribles cuartos de baño!
Al ver que no paro de llorar, me hago con un cuaderno y un bolígrafo (el último refugio del granuja) y me siento junto al retrete una vez más. Encuentro una página en blanco y escribo mi petición de ayuda de siempre:
«NECESITO TU AYUDA».
Suelto un profundo suspiro al ver que, escribiendo con mi letra, esa gran amiga mía (¿quién será?) acude lealmente a rescatarme:
Aquí estoy. No hay ningún problema. Te quiero. Nunca te abandonaré…