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Mi llegada coincide —y me gusta que así sea— con la llegada del año nuevo. Apenas he tenido un día para aprender a orientarme por el ashram cuando llega la Nochevieja. Después de cenar, el patio se empieza a llenar de gente. Nos sentamos todos en el suelo, unos en las frías baldosas de mármol, otros sobre esteras de paja. Todas las mujeres indias se han vestido como de boda. Llevan el pelo oscuro engrasado y con una trenza que les cae sobre la espalda. Se han puesto el sari de seda buena y sus pulseras de oro; y todas llevan una reluciente joya bindi en el centro de la frente, como un pálido reflejo de las estrellas que tenemos encima. Vamos a entonar unos cánticos, en este patio al aire libre, hasta que llegue la medianoche y pasemos de un año a otro.

«Cántico» es una palabra que no me gusta para una costumbre que amo profundamente. Me parece que la palabra «cántico» tiene una connotación de monotonía zumbona y siniestra, como lo que debían de hacer los druidas al reunirse junto a una hoguera antes de un sacrificio. Pero cuando cantamos aquí, en el ashram, es como una especie de coro angelical. Normalmente se usa una modalidad semejante a la pregunta-respuesta. Un grupo de hombres y mujeres jóvenes, todos con voces hermosísimas, empiezan cantando una frase melódica y los demás la repetimos. Esto forma parte de la meditación; se trata de concentrarse en la progresión de la música y armonizar tu voz con la de tu vecino para acabar cantando todos como una sola persona. Pero yo tengo jet lag y me temo que no voy a aguantar despierta hasta las doce y mucho menos cantando sin parar. Pero entonces comienza la velada musical con un solo violín que suena entre las sombras, entonando una larga nota melancólica. Después se le une el armonio, los lentos tambores, las voces…

Estoy sentada al fondo del patio con todas las madres, mujeres indias que parecen estar muy cómodas con las piernas cruzadas, sus hijos tendidos sobre ellas como pequeñas alfombras humanas. El cántico de esta noche es una nana, un lamento, un intento de dar las gracias, escrito con una raga (melodía) que sugiere compasión y devoción. Como siempre, cantamos en sánscrito (una lengua muerta en la India salvo para la oración y el estudio de la religión) y procuro convertirme en un espejo vocal de las primeras voces, imitando sus inflexiones como filamentos de luz azulada. Ellos me pasan las palabras sagradas, yo me las quedo durante unos instantes y se las devuelvo, y así logramos pasar kilómetros y kilómetros de tiempo cantando sin cansarnos. Nos mecemos como algas en las oscuras aguas de la noche. Los niños que me rodean están envueltos en seda, como regalos.

Estoy muy cansada, pero no suelto mi cordón de música azulada y me elevo hasta tal estado que creo estar llamando a Dios en sueños, o quizá sólo me haya precipitado por el hueco del pozo del universo. Sin embargo, a las 23.30 la orquesta domina el tempo del cántico, que es un puro estallido de júbilo. Mujeres bellamente vestidas hacen tintinear sus pulseras, batiendo palmas y bailando y agitando el cuerpo como una pandereta. El rítmico latido de los tambores es emocionante. Al ir pasando los minutos, parecemos atraer el año 2004 hacia nosotros, todos juntos. Es como si lo hubiéramos amarrado con nuestra música, arrastrándolo por los cielos en una gigantesca red de pesca, rebosante de destinos ignorados. Y cómo pesa la red, ciertamente, cargada de los nacimientos, las muertes, las tragedias, las guerras, los amores, las historias, los inventos, las transformaciones y las calamidades que nos esperan a todos en este año venidero. Seguimos cantando y tirando de ella, mano sobre mano, minuto a minuto, voz tras voz, acercándola cada vez más. Los segundos van cayendo hasta llegar a la medianoche y cantamos aún con más fervor hasta que, en un esfuerzo heroico, logramos alzar la red del Año Nuevo, cubriéndonos y revistiendo el cielo con ella. Sólo Dios sabe qué nos traerá este año, pero ya está aquí, cobijándonos a todos.

Ésta es la primera Nochevieja de toda mi vida en que no conozco a ninguna de las personas con las que la he celebrado. Tras tanto baile y tanto cántico no tengo a quién abrazar cuando llega la medianoche. Pero no diría que esta noche haya tenido nada de solitaria.

No. Eso, desde luego, no lo diría.

Come, reza, ama
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