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Al día siguiente llego justo a tiempo para la sesión de meditación de las cuatro de la madrugada, con la que empieza cada jornada. Se supone que tenemos que pasarnos una hora en silencio, pero, como a mí cada minuto me parece un kilómetro, aquello se convierte en un interminable viaje de sesenta kilómetros. En el minuto/kilómetro catorce ya estoy de los nervios, me flaquean las rodillas y estoy al borde de la desesperación. Cosa comprensible, teniendo en cuenta que las conversaciones que tengo con mi mente durante la meditación son algo así:

Yo: Venga, vamos a meditar. Tenemos que concentrarnos en la respiración y centrarnos en el mantra. Om Namah Sivaya. Om Namah Siv…

Mi mente: Puedo ayudarte con este tema, ¿sabes?

Yo: Ah, pues qué bien, porque necesito que me ayudes. Venga. Om Namah Sivaya. Om Namah Si…

Mi mente: Puedo ayudarte a pensar unas bonitas imágenes meditativas. Como, vamos a ver… Mira, ésta es buena. Imagínate que eres un templo. ¡Un templo en una isla! ¡Y la isla está en el océano!

Yo: Ah, pues sí que es una imagen bonita.

Mi mente: Gracias. Se me ha ocurrido sin ayuda de nadie.

Yo: Pero ¿qué océano nos estamos imaginando?

Mi mente: El mar Mediterráneo. Imagínate que estás en una de esas islas griegas con un templo clásico. No, eso, no, que es demasiado turístico. ¿Sabes qué te digo? Que te olvides del océano. Los océanos son muy peligrosos. Se me ha ocurrido una idea mejor: imagínate que eres una isla en un lago.

Yo: ¿Y qué tal si nos ponemos a meditar? Anda, venga. Om Namah Siv…

Mi mente: ¡Sí! ¡Por supuesto! Pero procura no pensar que el lago está cubierto de… ¿Cómo se llaman esos chismes?

Yo: ¿Motos acuáticas?

Mi mente: ¡Eso! ¡Motos acuáticas! ¡No sabes el combustible que consumen esos chismes! Son una auténtica amenaza para el medio ambiente. ¿Sabes qué más consume mucho combustible? Los ventiladores de jardín. Nadie lo diría, pero…

Yo: Vale, pero ¿podemos MEDITAR ya, por favor? Om Namah…

Mi mente: ¡Es verdad! ¡Si yo lo que quiero es ayudarte a meditar! Y por eso nos vamos a olvidar de esa imagen de una isla en un lago o un océano, porque no veo que el tema funcione. Así que vamos a imaginarnos que eres una isla en medio de… ¡un río!

Yo: Ah, ya. ¿Como la isla de Bannerman en el río Hudson?

Mi mente: ¡Sí! ¡Exacto! Perfecto. Por lo tanto, finalmente, vamos a meditar sobre esta imagen. Imagínate que eres una isla en un río. Los pensamientos que pasan flotando a tu lado mientras meditas son, sencillamente, las corrientes naturales del río y puedes ignorarlas porque eres una isla.

Yo: Espera. Me habías dicho que soy un templo.

Mi mente: Es verdad, perdona. Eres un templo encima de una isla. A decir verdad, eres las dos cosas: el templo y la isla.

Yo: ¿Y también soy el río?

Mi mente: No, el río sólo representa los pensamientos.

Yo: ¡Déjalo! ¡Déjalo, anda ME ESTÁS VOLVIENDO LOCA!

Mi mente (ofendida): Lo siento. Sólo quería ayudarte.

Yo: Om Namah Sivaya… Om Namah Sivaya… Om Namah Sivaya…

Aquí se produce una prometedora pausa de ocho segundos en mis pensamientos. Pero después…

Mi mente: ¿Te has enfadado conmigo?

… entonces, con un enorme suspiro, como si saliera a la superficie de una piscina a tomar aire, abro los ojos y me rindo. Llorando a lágrima viva. Un ashram es un sitio adonde se va a mejorar la técnica de meditación, pero esto es un desastre. El tema me estresa demasiado. No lo resisto. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Salir llorando del templo en el minuto catorce todos los días?

Sin embargo, esta mañana, en lugar de enfrentarme al tema, he parado y punto. Me he rendido. Agotada, me he apoyado en la pared de detrás. Me dolía la espalda, estaba sin fuerzas y tenía una especie de temblor en la mente. El cuerpo se me desmoronó como un puente que se viene abajo. Me quité el mantra de encima de la cabeza (donde me presionaba como un yunque invisible) y lo dejé en el suelo a mi lado. Y entonces le dije a Dios: «Lo siento mucho, pero esto es lo más que me he podido acercar a ti hoy».

Los sioux lakota dicen que un niño que no puede quedarse quieto es un niño a medio desarrollar. Un antiguo texto sánscrito dice: «Existe una serie de signos que nos indican cuándo la meditación se está haciendo de forma correcta. Uno de ellos es que se te pose un pájaro en la cabeza, pensando que eres un objeto inerte». Esto aún no me ha sucedido exactamente así. Pero durante los siguientes cuarenta minutos intenté quedarme todo lo quieta que pude, encerrada en la sala de meditación, prisionera de mi vergüenza y mi torpeza, viendo a los devotos que me rodeaban, sentados en sus posturas perfectas, con sus ojos perfectos cerrados, emanando tranquilidad al transportarse a sí mismos a un paraíso perfecto. Yo estaba imbuida de una tristeza tan ardiente como poderosa y estaba deseando abandonarme al consuelo de las lágrimas, pero hice todo lo posible por dominarme, recordando lo que me había dicho mi gurú: no puedes permitirte el lujo de venirte abajo, porque entonces se convertirá en una costumbre que repetirás una y otra vez. En lugar de eso, debes procurar ser fuerte.

Pero yo no me sentía fuerte. El cuerpo entero me dolía de ser tan cobarde. Al pensar en esas conversaciones que tenía con mi mente, no tenía claro quién era «yo» y quién era «mi mente». Pensé en esa implacable máquina procesadora de ideas y devoradora de almas que es mi mente y me planteé cómo demonios iba a poder dominarla. Entonces pensé en esa frase que sale en la película Tiburón y no pude evitar sonreír:

—Nos va a hacer falta un barco más grande.

Come, reza, ama
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