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Así es como recién llegada a Bali me veo montada en una moto, agarrada a mi nuevo amigo Mario-el-italiano-indonesio, que se desliza veloz entre los arrozales iluminados por el sol de la tarde hacia la casa de Ketut Liyer. Aunque llevo dos años pensando en esta reunión con el curandero, la verdad es que no sé muy bien qué decirle. Y, obviamente, no tenemos una cita con él. Así que nos presentamos por sorpresa. El cartel que tiene colgado en la puerta es el mismo: «Ketut Liyer - Pintor». Es la típica finca de una familia balinesa. Un alto muro de piedra rodea toda la propiedad, que tiene un patio en el centro y un templo en la parte de atrás. En las pequeñas casas interconectadas que contienen estos muros viven juntas varias generaciones familiares. Entramos sin llamar (entre otras cosas, porque no hay puerta) y provocamos la alborotada reacción de los típicos perros guardianes balineses (delgados, furibundos) y al entrar en el patio vemos a Ketut Liyer, el anciano curandero, con su sarong y su camisa de manga corta, exactamente igual que hace dos años cuando lo conocí. Mario dice algo a Ketut y, aunque no sé nada de balinés, me suena algo así como:

—Te traigo a una chica americana. No te quejarás.

Ketut me dedica una sonrisa desdentada, pero potente como una manguera antiincendios, cosa que me tranquiliza enormemente. Todo lo que recordaba es cierto, pienso. Es un hombre extraordinario. Su rostro es una verdadera enciclopedia de la bondad. Me da la mano con toda su energía y entusiasmo.

—Un gran placer conocerte —dice.

No tiene ni idea de quién soy.

—Ven, ven —me dice, guiándome hacia el porche de su pequeña casa, amueblada con esteras de bambú. Está exactamente igual que hace dos años. Los dos nos sentamos. Sin preámbulos, me agarra la mano con la palma hacia arriba, dando por hecho que, como la mayoría de los occidentales que vienen a verlo, vengo a que me diga la buenaventura. Me hace un breve pronóstico que, cosa que me tranquiliza, es una versión resumida de exactamente lo mismo que me dijo la última vez. (Mi cara no le suena de nada, pero mi destino, ante su mirada sagaz, es el mismo). Habla inglés mejor de lo que yo recordaba, y bastante mejor que Mario. Ketut habla como los sabios chinos que salen en las películas tipo Kung Fu, una variante que podría llamarse el inglés saltamontano, porque incluyendo lo de «pequeño saltamontes» aquí y allá las frases suenan mucho más sabias. «Ah, la buena fortuna te sonríe, pequeño saltamontes…».

Espero a que Ketut haga una pausa en sus predicciones y le interrumpo para recordarle que ya vine a verle hace dos años.

Se queda desconcertado.

—¿No primera vez en Bali?

—No, señor.

Frunce el ceño.

—¿Eres chica de California?

—No —digo cada vez más dolida—. Soy la de Nueva York.

Entonces, aunque no parece venir a cuento, Ketut me dice:

—Ya no soy tan guapo, pocos dientes. Quizá iré al dentista un día para ponerme dientes. Pero me da miedo el dentista.

Abre su despoblada boca y me enseña los desperfectos. Efectivamente, le faltan casi todos los dientes del lado izquierdo y en el derecho sólo le quedan unos bultos amarillentos, medio rotos y con pinta de dolerle bastante. Me cuenta que fue al tropezar y caer cuando perdió casi todos los dientes.

Le digo que lo siento mucho y vuelvo a intentar explicarle el tema, hablando más despacio.

—Creo que no se acuerda bien de mí, Ketut. Estuve aquí hace dos años con una mujer americana, una profesora de yoga que pasó muchos años en Bali.

—¡Ya sé! —dice, sonriendo emocionado—. ¡Ann Barros!

—Eso es. La profesora se llama Ann Barros. Pero yo soy Liz. Vine a pedirle ayuda, porque quería acercarme a Dios. Me hizo un dibujo mágico.

Se encoge amablemente de hombros, como si le trajera sin cuidado.

—No me acuerdo —reconoce.

Es tan desesperante que casi me da la risa. ¿Y qué hago yo en Bali? No sé cómo me había imaginado mi reencuentro con Ketut, pero supongo que me esperaba una especie de reunión lacrimógena y superkármica. Y aunque me había planteado que pudiera haber muerto, no se me había pasado por la cabeza que —si seguía vivo— no se acordara de mí para nada. En cualquier caso, ahora me parece el colmo de la estupidez haber pensado que a él le impresionara tanto conocerme a mí como me impresionó a mí conocerlo a él. La verdad es que tenía que haber enfocado esto de una manera más realista.

Así que describo el dibujo que me hizo: la figura humana con cuatro piernas («los pies firmemente plantados en la tierra»), sin cabeza («sin mirar el mundo con la mente») y con un rostro en el pecho («mirando el mundo con el corazón»). Ketut me escucha educadamente, con cierto interés, como si habláramos de la vida de otra persona.

Con reticencia, porque no quiero agobiarlo, pero sabiendo que no me queda más remedio que decirlo, lo acabo soltando.

—Usted me dijo que debía volver a Bali —le explico—. Me dijo que pasara aquí tres o cuatro meses. Que yo le enseñara inglés y, a cambio, me enseñaría todo lo que usted sabe.

No me gusta cómo suena mi voz. Parezco ligeramente desesperada. No le menciono que me había invitado a quedarme en su casa, con su familia, porque eso sí que quedaría raro, dadas las circunstancias.

Me escucha educadamente, sonriendo y moviendo la cabeza hacia los lados, como diciendo ¡Hay que ver las cosas que dice la gente!

En ese momento estoy a punto de rendirme. Pero, como no tengo nada que perder, decido hacer una última intentona.

—Soy la escritora, Ketut —le digo—. Soy la escritora de Nueva York.

Y, por algún extraño motivo, todo cambia. De pronto la alegría le inunda el rostro y me mira con una expresión luminosa, pura y transparente. Al reconocerme, es como si se le hubiera encendido una bombilla en la cabeza.

—¡ERES TÚ! —exclama—. ¡TÚ! ¡ME ACUERDO DE TI!

Inclinándose hacia delante, me pone las manos encima de los hombros y me sacude alegremente, como un niño meneando un regalo de Navidad para intentar averiguar lo que hay dentro.

—¡Has vuelto! ¡Has VUELTO!

—¡He vuelto! ¡He vuelto! —confirmo.

—¡Tú, tú, tú!

—¡Yo, yo, yo!

A estas alturas estoy al borde de las lágrimas, pero procuro que no se me note. El alivio que siento es imposible de expresar. Me sorprende hasta a mí. Pero a ver si logro explicarlo. Vamos a suponer que voy en coche, me salgo de la carretera, caigo de un puente, me hundo en el río, logro salir del coche sumergido por una ventana abierta y nado lentamente en el agua fría y verdosa hacia la luz del sol, moviendo frenéticamente los brazos y las piernas, casi sin oxígeno, con las arterias del cuello a punto de estallar y los carrillos abultados por el último aliento de aire, hasta que —¡Buf!— llego a la superficie y me lleno los pulmones de aire. Ese alivio, esa sensación de salir del agua, es lo que experimento al oír decir al curandero indonesio «¡Has vuelto!». Es exactamente lo mismo.

Pero me cuesta creer que al fin sabe quién soy.

—Sí, he vuelto —confirmo—. Claro que he vuelto.

—¡Qué contento estoy! —dice emocionado, tomándome las manos entre las suyas—. ¡Al principio no te conozco! ¡Es hace tanto tiempo! ¡Estás cambiada! ¡Distinta de hace dos años! ¡Antes eras mujer muy triste! ¡Ahora eres feliz! ¡Pareces una persona diferente!

El hecho de que una persona pueda cambiar tanto en sólo dos años lo hace estremecerse de alegría.

Dejo de aguantarme las lágrimas y me echo a llorar.

—Sí, Ketut. Antes estaba muy triste. Pero ahora la vida me va mejor.

—Antes tenías un divorcio. No bueno.

—No bueno —le confirmo.

—Antes tenías muchas preocupaciones, mucha tristeza. Antes eras mujer mayor y triste. Ahora eres chica joven. ¡Antes fea! ¡Ahora guapa!

Mario aplaude emocionado y exclama en tono victorioso:

—¿Lo ves? ¡Dibujo funciona!

—¿Aún quieres que te enseñe inglés, Ketut? —pregunto, llamándole de tú.

Me dice que puedo empezar a ayudarlo ya mismo y se levanta con la agilidad de un gnomo. Entra a toda velocidad en su casa y vuelve con un taco de cartas que ha recibido del extranjero en estos últimos años (¡así que tiene una dirección de correos!). Me pide que le lea las cartas en voz alta, porque entiende bastante inglés, pero casi no sabe escribirlo. Vamos, que ya me ha convertido en su secretaria. Soy la secretaria de un curandero. Esto es fantástico. Las cartas son de coleccionistas de arte extranjeros, de gente que se ha hecho con sus famosos dibujos y cuadros mágicos. En una de las cartas un coleccionista australiano lo alaba por su talento artístico y le pregunta: «¿Cómo has aprendido a pintar con tanto detalle?». Ketut me contesta, como al dictado: «Porque he practicado muchos, muchos años».

Cuando terminamos con las cartas, me cuenta cómo ha sido su vida durante estos últimos años. Han ocurrido ciertos cambios. Ahora tiene una esposa, por ejemplo. Señala al otro lado del patio y veo a una mujer corpulenta medio oculta entre las sombras de la puerta de la cocina, mirándome como si no supiera si pegarme un tiro o envenenarme primero y luego pegarme un tiro. La primera vez que vine Ketut me enseñó apenado las fotos de su esposa recién muerta, una hermosa anciana balinesa que parecía muy animosa y juvenil para su edad. Saludo con la mano a la mujer, que desaparece entre las sombras de su cocina.

—Buena mujer —proclama Ketut, mirando hacia el hueco de la puerta—. Muy buena mujer.

Entonces me dice que ha estado muy ocupado con sus pacientes balineses, que le dan mucho que hacer. Tiene que repartir su magia entre los recién nacidos, los ritos fúnebres, la curación de enfermos y las ceremonias matrimoniales. Dice que la próxima vez que tenga una boda balinesa tengo que ir con él.

—¡Podemos ir juntos! ¡Yo te llevo!

Lo malo es que casi no vienen occidentales a verlo. Desde que pasó lo del atentado terrorista ya no viene nadie a Bali. Esto lo hace sentirse «muy confuso en mi cabeza» y «muy vacío en mi banco».

—¿Vienes todos los días a mi casa para practicar inglés? —me pregunta y cuando asiento sonriente dice—: Yo te enseño meditación balinesa. ¿Vale?

—Vale —contesto.

—Creo que en tres meses puedo enseñarte la meditación balinesa para que encuentres a Dios —me dice—. Quizá cuatro meses. ¿Te gusta Bali?

—Me encanta Bali.

—¿Te casas en Bali?

—Aún no.

—Creo que en poco tiempo. ¿Mañana vienes?

Le prometo que sí. No me dice nada de lo de venirme a casa con su familia, así que no saco el tema, pero veo de reojo que su mujer sigue apostada en la cocina. Puede que sea mejor quedarme en mi maravilloso hotel. Además, es más cómodo. Tiene un buen cuarto de baño y eso. Pero me va a hacer falta una bicicleta para venir a verlo todos los días.

Pero ha llegado el momento de irse.

—Me alegro mucho de conocerte —me dice, dándome la mano.

Aprovechando la ocasión, le doy su primera lección de inglés. Le enseño la diferencia entre «me alegro de conocerte» y «me alegro de verte». Le explico que sólo decimos «me alegro de conocerte» la primera vez que nos presentan a alguien. A partir de ese momento decimos «me alegro de verte». Ahora que ya nos conocemos, nos vamos a ver todos los días.

Esto le gusta. Sin perder el tiempo lo pone en práctica.

—¡Me alegro de verte! ¡Me alegro de verte! ¡Te veo! ¡No estoy sordo!

Con eso nos hace reír a todos, hasta Mario. Nos damos la mano y quedamos en vernos mañana por la tarde.

—Hasta luego, cocodrilo —dice a modo de despedida.

—Hasta mañana, caimán —improviso.

—Deja que tu conciencia te guíe. Si tus amigos occidentales vienen a Bali, tú dices que yo leo la mano. Desde la bomba tengo el banco muy vacío. Yo soy un autodidacta. ¡Me alegro mucho de verte, Liss!

—Yo también me alegro mucho de verte, Ketut.

Come, reza, ama
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