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Fue entonces cuando decidí que tenía que quedarme más tiempo en el ashram. La verdad es que no entraba dentro de mis planes para nada. Pensaba pasar aquí sólo seis semanas, vivir una experiencia trascendental y seguir viajando por India para… ejem… encontrar a Dios. ¡Ya tenía los correspondientes mapas y guías y botas de montaña y todo! Pensaba visitar una serie de templos y mezquitas y hablar con una serie de hombres santos. Al fin y al cabo ¡estaba en India! Si hay un país con cosas que ver y vivir, es éste. Tenía kilómetros por patear, templos por explorar, elefantes y camellos por montar. Y sería una verdadera lástima perderse el Ganges, el gran desierto del Rajastán, los excéntricos cines de Mumbai, el Himalaya, las viejas plantaciones de té y los rickshaws de Calcuta haciendo carreras como la escena de las cuadrigas de Ben Hur. Hasta pensaba conocer al Dalái Lama en marzo en Dharamsala. Esperaba que él sí fuera capaz de mostrarme a Dios.
Pero quedarme parada, inmovilizada en un pequeño ashram, en un pueblo en mitad de la nada… No, eso no entraba en mis planes.
Por otra parte, los maestros zen siempre dicen que no vemos nuestro reflejo en el agua en movimiento, sino en el agua quieta. Algo me decía que sería una negligencia espiritual salir corriendo ahora, cuando estaban pasando tantas cosas en este pequeño lugar enclaustrado donde cada minuto del día estaba organizado para facilitar la autoexploración y la vida espiritual. ¿Qué se me había perdido en un montón de trenes donde iba a acabar con no sé cuántas infecciones intestinales y rodeada de una panda de mochileros? ¿No podía dejar eso para más adelante? ¿No podía conocer al Dalái Lama en algún otro momento? Además, el Dalái Lama siempre está ahí, ¿no? (Y en caso de que muriese —Dios no lo quiera— ¿no pondrán a otro en su lugar y punto?). ¿No tenía un pasaporte que parecía la mujer tatuada de un circo? ¿Seguir viajando de verdad me iba a revelar la divinidad?
No sabía qué hacer. Me pasé un día entero dándole vueltas al tema. Como de costumbre, fue Richard el Texano el que dijo la última palabra.
—Quédate quietecita, Zampa —me soltó—. Pasa de hacer turismo. Tienes toda la vida para hacer turismo. Esto es un viaje espiritual, nena. No te largues a la mitad, no te quedes sólo a la mitad de tus posibilidades. Aquí eres una invitada de Dios. ¿De verdad vas a largarte así como así?
—Y todas las cosas bonitas que hay en India, ¿qué? —le pregunté—. ¿No da un poco de pena viajar por medio mundo para acabar encerrada en un ashram diminuto?
—Zampa, nena, haz caso a tu amigo Richard. Si eres capaz de mover ese culo blanco como la leche y plantarlo en la cueva de meditación todos los días durante los siguientes tres meses, te prometo que vas a ver cosas tan bonitas que te van a dar ganas de tirar piedras al Taj Mahal.