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—¿Qué es esta vida? ¿Tú la entiendes? Yo, no.

La que dice esto es Wayan.

Estoy en su restaurante, tomando su delicioso y nutritivo almuerzo multivitamínico especial para ver si me ayuda a quitarme la resaca y la ansiedad. También está Armenia la brasileña que, como siempre, se deja caer por el centro estético antes de irse a casa a descansar del último balneario.

Wayan acaba de enterarse de que le van a renovar el contrato de la tienda a finales de agosto —dentro de tres meses—, pero que le suben el alquiler. Es casi seguro que se va a tener que ir otra vez, porque no tiene dinero para quedarse. Lo malo es que sólo tiene cincuenta dólares en el banco y no sabe adónde ir. Mudarse implica cambiar a Tutti de colegio otra vez. Tienen que buscarse una casa, una casa de verdad. Es absurdo que una balinesa viva así.

—¿Por qué nunca termina el sufrimiento? —nos pregunta Wayan.

No está llorando. Se limita a hacer una pregunta sencilla, insondable y eterna.

—¿Por qué todo siempre es lo mismo, mismo, mismo, sin final, sin descanso? Trabajas mucho un día, pero mañana sólo puedes trabajar otra vez. Comes, pero al otro día ya tienes hambre. Tienes amor y el amor se va. Naces sin nada, sin reloj, sin camiseta. Eres joven y pronto eres vieja. Trabajas mucho, pero igual eres vieja.

—Armenia, no —bromeo—. Ella no envejece, mírala.

—Porque ella es brasileña —dice Wayan, que va descubriendo cómo funciona el mundo.

Todas nos reímos, pero es un humor casi carcelario, porque la situación de Wayan no tiene ni pizca de gracia. Éstos son los datos: madre soltera, hija precoz, pequeño negocio, pobreza inminente, posibilidad de quedarse en la calle. ¿Qué solución le queda? Obviamente, no puede irse con la familia de su marido. Sus padres son campesinos pobres que viven en mitad del campo. Si se va a vivir con ellos, tendrá que abandonar su consulta, porque perderá a los pacientes. Y por supuesto, Tutti se quedará sin estudiar para poder ir algún día a la universidad de las doctoras de animales.

Además, hay que tener en cuenta otra serie de factores. ¿Quiénes eran las dos niñas tímidas a las que vi el primer día, escondiéndose de mí en la cocina? Resulta que son un par de huérfanas a las que ha adoptado Wayan. Las dos se llaman Ketut (para complicar aún más el asunto de los nombres que salen en este libro) y las llamamos Ketut Grande y Ketut Pequeña. Hace unos meses Wayan las vio pidiendo limosna en el mercado, medio muertas de hambre. Las había abandonado una tipa que parece sacada de una novela de Dickens, una mujer —puede que sea pariente suya— que es una especie de proxeneta de niños mendigos. Parece ser que los deposita en los marcados de Bali por la mañana y pasa a buscarlos por la noche en una camioneta, quedándose con el dinero que han sacado y llevándoselos a dormir a una choza. Cuando Wayan se las trajo a casa, llevaban días sin comer, tenían piojos, parásitos y de todo. Dice que la más pequeña tendrá unos 10 años y la mayor puede que tenga 13. Ellas no lo saben, como tampoco saben su apellido. (Lo único que recuerda Ketut Pequeña es que nació el mismo año que «el cerdo grande» de su pueblo, pero eso no nos ha sido de mucha ayuda). Wayan las ha adoptado y las cuida con el mismo cariño que a su querida Tutti. Duermen las cuatro juntas en el colchón de la habitación que hay al fondo de la tienda.

El hecho de que una madre balinesa soltera que está al borde del desalojo decida adoptar a dos niñas recogidas de la calle es algo que supera ampliamente mi concepto de la compasión.

Quiero ayudarlas.

Ahora lo entiendo. Ahora entiendo ese estremecimiento tan tremendo que sentí al conocer a Wayan. Quería ayudar a esta madre soltera con una hija y dos huérfanas adoptadas. Quería proporcionarles una vida mejor. Lo malo era que no sabía cómo hacerlo. Pero hoy, mientras Wayan, Armenia y yo comemos, hablando de lo de siempre y haciendo bromas, miro a la pequeña Tutti y veo que está haciendo una cosa bastante rara. Se pasea por la tienda con un bonito baldosín azul cobalto en las manos, que lleva vueltas hacia arriba, mientras repite una especie de cántico. Me dedico a contemplarla para ver en qué consiste el tema. Pasa un buen rato jugando con el baldosín, lanzándolo al aire, diciéndole y cantándole cosas, empujándolo por el suelo como un coche de juguete. Al final se sienta encima de él en una esquina de la habitación, callada, con los ojos cerrados, canturreando sin parar, metida en una burbuja mística, invisible y sólo suya.

Pregunto a Wayan de qué va el tema. Me dice que Tutti se encontró el baldosín en un hotel de lujo que están construyendo en el barrio. Desde entonces lo había convertido en una especie de fetiche y no hacía más que decir a su madre: «Si alguna vez tenemos una casa, podemos ponerle un suelo azul tan bonito como éste». Según Wayan, Tutti se pasa horas sentada encima de ese diminuto azulejo azul con los ojos cerrados, jugando a que está en su casa nueva.

¿Qué más puedo decir? Cuando me entero de la historia, miro a Tutti, que sigue ensimismada con el azulejo, y digo: Vale, se acabó.

Y me despido de todas ellas, marchándome de la tienda para solucionar este asunto intolerable de una vez por todas.

Come, reza, ama
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