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Esto es lo que me ha dado por pensar esta mañana mientras meditaba.

No sé adónde irme a vivir cuando acabe de viajar este año. No quiero volver a Nueva York mecánicamente. Puede que sea buena idea irme a una ciudad nueva. Se supone que Austin, en Texas, está bien. Y Chicago tiene una arquitectura maravillosa. Aunque los inviernos son horribles, eso sí. O puede que me vaya al extranjero. Me han hablado bien de Sydney… Si viviera en un sitio más barato que Nueva York, tendría una casa más grande y entonces ¡podría poner una habitación para meditar! Eso estaría bien. La pintaría de dorado. O mejor, un azul profundo. No, dorado. No, azul…

Cuando me pillé a mí misma pensando toda esta historia, me quedé atónita. Pensé: Aquí estás, en India, en un ashram en uno de los centros de peregrinación sagrados del planeta. Y en lugar de comulgar con la divinidad estás pensando en dónde vas a meditar dentro de un año en una casa inexistente de una ciudad que aún está por decidir. A ver si te pones las pilas, so tarada. ¿Qué tal si te dedicas a meditar aquí mismo, ahora mismo, en el sitio donde estás en este momento?

Volví a concentrarme en la repetición silenciosa del mantra.

Minutos después me detuve durante unos segundos a retirar ese insulto que me había dedicado a mí misma cuando me había llamado tarada. No era muy cariñoso, la verdad.

Seguro que sí —pensé al momento siguiente—. Un cuarto de meditación dorado quedaría bien, seguro.

Abrí los ojos y suspiré. ¿No podrías hacerlo un poco mejor?

Esa misma noche puse en práctica una cosa nueva. Acababa de conocer a una mujer del ashram que había estado estudiando la meditación vipassana, una técnica de meditación budista ultraortodoxa, simple pero intensa. Consiste en sentarse, sencillamente. Un curso de preparación para la meditación vipassana dura diez días y consiste en sentarse durante diez horas al día en tramos de silencio de entre una y dos horas. Es el «deporte de riesgo» de la trascendencia. El maestro de vipassana ni siquiera te da un mantra, porque eso se considera una especie de trampa. La meditación vipassana es la práctica de la contemplación pura; consiste en observarte la mente y examinar exhaustivamente el mecanismo de tu pensamiento sin levantarte de tu sitio en ningún momento.

También es físicamente agotadora. Está prohibido mover el cuerpo una vez que se haya sentado uno por muy incómodo que se esté. La cosa consiste en estar ahí sentado y pensar: «No existe absolutamente ningún motivo para moverme en las dos horas siguientes». Si estás incómodo, debes meditar sobre esa incomodidad, estudiando el efecto que te produce el dolor físico. En la vida real no hacemos más que adaptarnos a la incomodidad —física, sentimental y psicológica— para evadirnos de esa realidad llena de sufrimiento y molestias. La meditación vipassana nos enseña que el sufrimiento y las molestias son inevitables en esta vida, pero si experimentas la quietud necesaria con el tiempo descubrirás que todo (lo incómodo y lo hermoso) pasa con el tiempo.

«El mundo está lleno de muerte y podredumbre, pero los sabios no sufren, porque conocen las urdimbres del mundo», dice un clásico axioma budista. En otras palabras: «Es lo que hay. Acostúmbrate».

No creo que la vipassana sea necesariamente el camino adecuado para mí. Es demasiado austera para mi noción de ejercicio espiritual, que tiene más que ver con la compasión y el amor y las mariposas y la felicidad y un Dios amable (lo que mi amiga Darcey llama la «Teología para Adolescentes»). En la vipassana ni siquiera se habla de «Dios», porque ciertos budistas consideran que la idea de Dios es la base de la dependencia, la manta que nos protege de la inseguridad, lo último que hay que abandonar en el camino hacia el desapego total. A mí lo del desapego no acaba de convencerme del todo. He conocido personas muy espirituales que parecen vivir en un estado de desconexión total de los demás seres humanos y a los que, cuando me hablan de su sagrado anhelo de desapego, me dan ganas de sacudirles y gritar: «¡Tío, si eso es lo último que necesitas!».

Aun así, entiendo que un cierto grado de desapego inteligente puede ser un valioso instrumento de paz en esta vida. Un día, después de dedicar la tarde a leer sobre la meditación vipassana, me dio por pensar que me paso la vida boqueando como un pez, la mitad de las veces huyendo de alguna molestia y la otra mitad lanzándome ansiosa hacia algo que promete un mayor placer. Y me planteé si podría servirme de algo (a mí y a los que me sufren porque me quieren) aprender a estarme quieta y aguantar un poco sin lanzarme a la farragosa carretera de la circunstancia.

Esta tarde he vuelto a plantearme todos estos temas en un banco tranquilo que he encontrado en los jardines del ashram, donde me he instalado para meditar durante una hora al estilo vipassana. Sin movimiento, sin ansiedad, sin mantras… Contemplación pura y dura. Vamos a ver qué pasa. Por desgracia había olvidado lo que pasa en India al anochecer: se llena todo de mosquitos. No había hecho más que sentarme en ese banco de ese sitio tan bonito cuando oí a los mosquitos lanzarse hacia mí, rozándome la cara y embistiéndome —en formación— la cabeza, los tobillos, los brazos. Y cómo ardían sus fieros picotazos. Aquello no me gustó nada. Pensé: «No parece una buena hora para la meditación vipassana».

Por otra parte, ¿cuándo es un buen momento del día, o de la vida, para sentarse a practicar una quietud desapegada? ¿En qué momento no tenemos algo revoloteándonos alrededor, intentando distraernos y sacarnos de quicio? Así que tomé una decisión (inspirada de nuevo por el precepto de mi gurú de que tenemos que estudiar científicamente nuestra propia experiencia). Me propuse hacer el siguiente experimento: ¿Qué tal si acepto la situación por una vez en la vida? En lugar de dar manotazos a los mosquitos y quejarme, ¿por qué no intentaba soportar la incomodidad durante una hora de mi larga vida?

Y eso fue lo que hice. Completamente quieta, me contemplé a mí misma mientras me devoraban los mosquitos. La verdad es que, por un lado, me preguntaba de qué me iba a servir aquella especie de demostración de mi «hombría», pero también sabía que aquello era el primer paso hacia el autocontrol. Si lograba soportar esa incomodidad física que, obviamente, no ponía en peligro mi vida, entonces, ¿qué incomodidades sería capaz de soportar en el futuro? ¿Soportaría las incomodidades sentimentales, que son las que me resultan más difíciles? ¿Y los celos, la ira, el miedo, la desilusión, la soledad, la vergüenza, el aburrimiento?

Al principio el picor era enloquecedor, pero acabó convirtiéndose en un escozor generalizado y al lograr sobrellevarlo experimenté una ligera euforia. Desligué el dolor de sus asociaciones concretas y le permití convertirse en una sensación pura —ni buena ni mala; sólo intensa— y esa intensidad me elevó fuera de mí, llevándome a la meditación. Pasé dos horas allí sentada. Si se me hubiera posado un pájaro en la cabeza, no lo habría notado.

Quiero dejar una cosa clara. Sé que este experimento no fue el acto de fortaleza más estoico de la historia de la humanidad y no estoy pidiendo una Medalla al Mérito ni nada parecido. Pero sí me hizo una cierta ilusión darme cuenta de que, en los 34 años que llevo sobre la Tierra, nunca me había picado un mosquito sin que le diera un manotazo. A lo largo de mi vida he sido una marioneta dependiente de millones de señales como ésa —grandes y pequeñas—, que nos indican cuándo y cómo sentir el placer o el dolor. Pase lo que pase, yo siempre reacciono. Pero ahí estaba, indiferente al acto reflejo. Era algo que no había hecho jamás en la vida. Vale, era un hecho nimio, pero ¿cuántas veces había podido hacer una cosa así? ¿Y qué podré hacer mañana que todavía no pueda hacer hoy?

Al acabar el experimento, me puse en pie, fui a mi habitación y valoré los daños. Conté veinte picaduras de mosquito. Pero a la media hora todas habían disminuido. Todo pasa. Con el tiempo todo pasa.

Come, reza, ama
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