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Cuando yo era pequeña, mis padres criaban pollos. Lo normal era que en casa hubiera siempre una docena de gallinas y cuando alguna de ellas desaparecía —devorada por un águila o un zorro o muerta por alguna siniestra enfermedad aviar— mi padre siempre la sustituía por otra. Se iba en coche a una granja avícola que había cerca de la nuestra y volvía con otra. Pero hay que tener mucho cuidado al meter una gallina nueva en un corral. No se la puede soltar por las buenas, porque las otras la verán como una intrusa. La cosa consiste en soltarla por la noche, cuando las demás están dormidas. Hay que buscarle una percha libre entre las demás, dejarla ahí y alejarse de puntillas. Por la mañana, al despertarse, las gallinas del corral no se dan cuenta de que hay una gallina nueva, porque piensan: «Si no la he visto llegar, será que lleva aquí toda la vida». Y lo más increíble es que, al despertarse en un gallinero desconocido, la propia recién llegada olvida que llegó anoche, pensando: «Si estoy aquí, será porque llevo toda la vida…».
Pues exactamente así es como llego yo a India.
Mi avión aterriza en Mumbai como a la una y media de la madrugada del 30 de diciembre. Consigo mis maletas y localizo un taxi para llevarme al ashram, que está a muchas horas de la ciudad en una remota aldea rural. Voy dando cabezadas mientras me interno en la India anochecida y al despertarme veo por la ventanilla las siluetas fantasmagóricas de mujeres delgadas, vestidas con sari, que andan por la carretera con fardos de leña en la cabeza. ¿A estas horas? A nosotros nos adelantan los autobuses, que van con los faros encendidos, y nosotros adelantamos a los carros de bueyes. Los árboles banyán desparraman sus elegantes raíces por las zanjas de los campos.
Nos detenemos ante la puerta del ashram a las tres y media de la madrugada, justo delante del templo. Cuando me estoy bajando del taxi, un joven que lleva ropa occidental y un sombrero de lana sale de entre las sombras y se presenta; es Arturo, un periodista mexicano de 24 años, devoto de mi gurú, que ha salido a darme la bienvenida. Mientras nos explicamos en voz baja, escucho los primeros acordes de mi himno sánscrito preferido, que salen del interior del edificio. Es el arati matutino, la primera oración, que se canta todos los días a las tres y media de la mañana, cuando se despiertan los inquilinos del ashram. Señalando hacia el templo, pregunto a Arturo: «¿Puedo…?», a lo que me responde con un amable gesto, como diciendo: «Estás en tu casa». Así que pago al taxista, apoyo la mochila en un árbol y, quitándome los zapatos, me arrodillo para apoyar la frente en las escaleras del templo y entro en la casa, uniéndome a un pequeño grupo de mujeres, casi todas indias, que son quienes están cantando el hermoso himno.
Yo lo llamo el «himno góspel en sánscrito» por su fervorosa melancolía mística. Es la única canción votiva que he logrado aprenderme y no me ha supuesto un gran esfuerzo, porque lo he hecho por amor. Empiezo a cantar las conocidas palabras en sánscrito, desde el sencillo comienzo sobre los sagrados preceptos del yoga hasta los elevados tonos de alabanza («Adoro la causa del universo… Adoro a aquel cuyos ojos son el sol, la luna y el fuego… Lo eres todo para mí, oh, dios de los dioses…»), hasta esa especie de joya final en la que resume toda la fe («Esto es perfecto, aquello es perfecto; si tomas lo perfecto de lo perfecto, lo perfecto permanece»).
Las mujeres terminan de cantar. En silencio hacen una reverencia y salen por una puerta lateral, atravesando un patio oscuro que da a un templo menor, apenas iluminado por un candil y perfumado de incienso. Yo las sigo. La habitación está llena de devotos —indios y occidentales— que, envueltos en chales de lana, se abrigan del frío previo a la madrugada. Sentados en plena meditación, casi parecen gallinas en un corral y, cuando me siento entre ellos como el ave recién llegada, paso totalmente inadvertida. Cruzando las piernas, me pongo las manos encima de las rodillas y cierro los ojos.
Llevo cuatro meses sin meditar. Cuatro meses en los que ni siquiera he pensado en meditar. Me quedo ahí sentada, quieta. Mi respiración se va tranquilizando. Me digo el mantra a mí misma, muy despacio y concentradamente, sílaba a sílaba.
Om.
Na.
Mah.
Si.
Va.
Ya.
Om Namah Sivaya.
Honro la divinidad que vive en mí.
Al acabar, lo repito. Otra vez. Y otra más. No es tanto el hecho de estar meditando como el de estar sacando el mantra de la maleta con mucho cuidado, como sacarías la mejor porcelana de tu abuela si llevara mucho tiempo guardada en una caja. Al final no sé si me quedo dormida o medio hechizada, porque no sé ni siquiera cuánto tiempo ha pasado. Pero, cuando al fin sale el sol esa mañana en India y todos abrimos los ojos y miramos a nuestro alrededor, Italia ya está a muchos miles de kilómetros de distancia y a mí me parece que llevo toda la vida en ese gallinero.