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Cuando tenía 9 años y estaba a punto de cumplir los 10 tuve una auténtica crisis metafísica. Puede parecer pronto para una cosa así, pero siempre fui una niña precoz. La historia fue en verano, entre cuarto y quinto. Iba a cumplir 10 en julio y había algo en esa transición del 9 al 10 —el paso de un solo dígito a un dígito doble— que me produjo un auténtico pánico existencial, más propio de la gente que va a cumplir 50. Recuerdo haber pensado que la vida iba demasiado rápido. Parecía que había sido ayer cuando estaba en párvulos y, ahí estaba, a punto de cumplir los 10. Cuando quisiera darme cuenta estaría en la veintena, luego sería una señora de mediana edad, luego una anciana y, al final, me moriría. Y los demás también estaban envejeciendo a la velocidad del rayo. En un abrir y cerrar de ojos habrían muerto. Mis padres se iban a morir. Mis amigos se iban a morir. Mi gato se iba a morir. Mi hermana mayor ya estaba casi en el instituto; la recordaba perfectamente cuando entró en primero con sus calcetines por las rodillas, ¿y ya estaba casi en el instituto? Estaba claro que le quedaba poco para morirse. ¿Qué sentido tenía todo aquello?

Lo más curioso de la crisis es que no tenía ningún origen concreto. No se me había muerto ningún amigo o familiar, haciéndome entrar en contacto con la muerte, ni había leído o visto nada relacionado con la muerte; ni siquiera había leído Peter Pan todavía. Ese pánico que me entró a los 10 años no era ni más ni menos que el descubrimiento espontáneo y completo del inevitable progreso de la mortalidad y, obviamente, no tenía el vocabulario espiritual adecuado para afrontarla. Mi familia es protestante, pero no somos muy religiosos, la verdad. Rezábamos sólo antes de las cenas de Navidad y Acción de Gracias y a misa íbamos de vez en cuando. Mi padre se quedaba en casa los domingos por la mañana y su liturgia religiosa era su trabajo de granjero. Yo cantaba en el coro de la iglesia porque me gustaba cantar y mi hermana —que es muy mona— hizo de ángel en el auto de Navidad. Mi madre usaba la iglesia como centro de reuniones para organizar los actos benéficos de la comunidad. Pero tampoco recuerdo que en esa iglesia se hablara mucho de Dios. Hay que tener en cuenta que estábamos en Nueva Inglaterra y a los yanquis les pone nerviosos hablar de Dios.

Lo que recuerdo es lo pequeña e inútil que me sentía. Quería tirar de un freno de emergencia para parar el universo, como los frenos que había visto al ir en metro en Nueva York. Quería pedir un tiempo muerto, decir a la gente que se estuviera quieta hasta que yo lograra entender de qué iba el tema. Supongo que esa necesidad de obligar al universo a pararse debió de ser el principio de lo que mi querido amigo Richard llama mi «adicción al control». Obviamente, toda aquella inquietud y preocupación no sirvió de nada. Cuanto más pensaba en el paso del tiempo, más deprisa pasaba, y ese verano pasó tan rápido que me dio dolor de cabeza, y recuerdo que cada vez que anochecía pensaba: «Uno menos» y me echaba a llorar.

Uno de mis amigos del instituto trabaja ahora en un centro de discapacitados mentales y dice que sus pacientes autistas son especialmente sensibles al paso del tiempo, como si no tuviesen ese filtro mental que nos permite a los demás olvidarnos de la mortalidad de vez en cuando y vivir por las buenas. Uno de los pacientes de Rob le pregunta todas las mañanas qué día es y al caer la tarde siempre le dice, por ejemplo: «Rob, ¿cuándo volverá a ser 4 de febrero?». Antes de que Rob le pueda contestar el chico mueve la cabeza apenado y dice: «Ya, ya, déjalo… No será hasta el año que viene, ¿verdad?».

Esa sensación la conozco perfectamente. Sé muy bien lo que es querer estirar un 4 de febrero para que dure más. Esa tristeza es uno de los grandes padecimientos del experimento humano. Todo parece indicar que somos la única especie del planeta con el don —o la maldición, más bien— de ser conscientes de nuestra propia mortalidad. Todo lo que nos rodea acaba muriendo, pero somos los únicos afortunados que se pasan la vida pensando en el tema. ¿Qué se puede hacer para asimilar una información semejante? A los 9 años lo único que pude hacer fue llorar. Después, al ir pasando los años, esa hipersensibilidad ante el paso del tiempo me llevó a vivir la vida a toda velocidad. Dado que nuestra visita a la Tierra es tan corta, cuanto antes lo experimentara todo, mejor. De ahí tanto viaje, tanto amor, tanta ambición y tanto comer pasta. Mi hermana tenía una amiga convencida de que Catherine tenía dos o tres hermanas menores, porque oía historias de la hermana que estaba en África, la hermana que trabajaba en un rancho en Wyoming, la hermana que era camarera en Nueva York, la hermana que estaba escribiendo un libro, la hermana que se iba a casar… ¿Una sola persona haciendo toda esa cantidad de cosas…? Pues sí. Y si hubiera podido convertirme en muchas Liz Gilbert, lo habría hecho encantada para no perderme un solo momento de la vida. Pero ¿qué estoy diciendo? Si fue justo lo que hice, convertirme en un montón de Liz Gilberts, que se desplomaron del agotamiento todas a la vez en un cuarto de baño de una casa de las afueras a los treinta y tantos años.

He de decir que soy consciente de que no todos pasan por una crisis metafísica como ésta. Algunos estamos programados para ponernos ansiosos con el tema de la mortalidad y otros parecen llevar el asunto mucho mejor. Es obvio que en este mundo hay muchas personas apáticas, pero también parece haber gente capaz de aceptar elegantemente el mecanismo de funcionamiento del universo sin que les agobien demasiado sus paradojas e injusticias. Tengo una amiga cuya abuela siempre le decía: «No existe ningún problema que no pueda curarse con un baño de agua caliente, un vaso de whisky y un devocionario». Hay personas a las que les basta con eso. Pero hay otras que requieren medidas más drásticas.

Y ahora sí que voy a mencionar a mi amigo el granjero irlandés que, aparentemente, no es el típico personaje al que uno espera encontrarse en un ashram indio. Pero Sean es como yo: una de esas personas que han nacido con un ansia, un anhelo insaciable de entender el mecanismo de la existencia. Su pequeña aldea de Country Cork no parecía tener respuestas que darle, así que en la década de 1980 abandonó su granja y se fue a recorrer India para hallar la paz interior a través del yoga. Al cabo de unos años regresó a la vaquería irlandesa. Estaba sentado en la cocina de la vieja casona de piedra con su padre —un anciano granjero parco en palabras— y Sean le estaba hablando de los descubrimientos espirituales que había hecho en el exótico Oriente. El padre de Sean le escuchaba con un cierto interés, mirando al fuego y fumando su pipa. No abrió la boca hasta que Sean le dijo: «Papá, esto de la meditación es muy importante para alcanzar la serenidad. Te puede salvar la vida, en serio. Te enseña a apaciguarte la mente».

Su padre se volvió hacia él y le dijo amablemente: «Ya tengo la mente serena, hijo» y siguió mirando el fuego.

Puede que él, sí, pero yo, no. Y Sean, tampoco. Como muchos de nosotros. Muchos miramos al fuego y vemos sólo el infierno. Yo tengo que aprender a poner en práctica lo que el padre de Sean, según parece, nació sabiendo hacer. Es decir, eso que Walt Whitman describía como mantenerse «apartado de la lucha y la brega… entretenido, complaciente, compasivo, ocioso, unitario… dentro y fuera del juego y contemplándolo todo asombrado». Pero yo, en lugar de estar entretenida, lo que estoy es estresada. En lugar de contemplar, siempre me meto e interfiero. El otro día, rezando, le dije a Dios: «Oye, yo entiendo que no merece la pena vivir la vida sin analizarla, pero ¿crees al menos que conseguiré tomarme una comida sin analizarla?».

Los budistas cuentan una historia sobre los momentos posteriores a la trascendencia de Buda hacia la iluminación. Cuando —tras treinta y nueve días de meditación— al fin cayó el velo de la ilusión y al gran maestro se le reveló el verdadero mecanismo del universo, parece ser que abrió los ojos y lo primero que dijo fue: «Esto no puede enseñarse». Pero entonces cambió de parecer y decidió que saldría al mundo, pese a todo, para intentar enseñar el ejercicio de la meditación a un pequeño puñado de estudiantes. Sabía que sólo a un escaso porcentaje de personas le servirían (o interesarían) sus enseñanzas. La mayoría de la humanidad, dijo, tiene los ojos velados por la cortina de la falsedad y jamás verá la verdad por mucho que intentemos ayudarlos. Unos pocos (como el padre de Sean, quizá) tienen una perspicacia y una tranquilidad natural que no precisan enseñanza ni asistencia alguna. Pero también están los que tienen los ojos ligeramente velados por la cortina de la falsedad, y que podrían, con la ayuda del maestro adecuado, llegar a ver con claridad algún día. Buda decidió que se haría maestro de esa pequeña minoría, de «los cegados por una leve cortina de polvo».

Espero encarecidamente ser una de esas personas cegadas sólo por una cortinilla de polvo, pero no lo sé. Sólo sé que me he visto abocada a buscar la paz interior en circunstancias que a los demás les pueden parecer algo drásticas. (Por ejemplo, cuando conté a un amigo mío de Nueva York que me iba a India a vivir en un ashram para buscar la paz divina, suspiró y me dijo: «Ah, pues hay una parte de mí que está deseando hacer eso mismo… pero la verdad es que no me apetece lo más mínimo»). Pero a mí me da la sensación de que no me queda más remedio. Llevo tantos años intentando hallar la satisfacción, histéricamente, probándolo todo, acumulando cosas, triunfando profesionalmente, que al final sólo he conseguido estar agotada. Si corres para intentar atrapar la vida, morirás en el intento. Si persigues al tiempo como si fuese un bandido, se acabará comportando como tal; siempre te sacará muchos metros o kilómetros de ventaja, se cambiará de nombre o de color de pelo para darte el esquinazo, se escabullirá por la puerta trasera del hotel justo cuando tú entras por la puerta principal con una orden de registro, dejando una colilla humeante en el cenicero para jorobar. En algún momento no te quedará más remedio que dejarlo, porque el tiempo no se va a parar nunca. Tendrás que admitir que no puedes darle caza. Y que, además, tampoco tienes por qué hacerlo. En algún momento, como siempre me dice Richard, tienes que aceptar las cosas como son y quedarte quieta y dejar que las cosas pasen solas.

Pero eso de aceptar las cosas como son nos asusta mucho a los que creemos que el mundo se mueve porque tiene una manivela que movemos nosotros, y que si soltamos esa manivela un solo instante, pues… será el fin del universo. Pero déjalo ya, Zampa. Ése es el mensaje que tengo que asimilar. Quédate quietecita y deja de meterte en todo sin parar. Y a ver qué pasa. Seguro que los pájaros no van a dejar de volar y caer muertos del cielo, por ejemplo. Ni los árboles se van a marchitar y morir, ni los ríos se van a teñir de rojo sangre. La vida seguirá. Hasta la oficina de correos italiana seguirá funcionando a trancas y barrancas, yendo a su bola sin ti. ¿De dónde te has sacado eso de que tienes que ser la microdirectora del mundo entero a todas horas? ¿Por qué no lo dejas en paz?

Cuando oigo ese argumento, me suena convincente. Intelectualmente, me lo creo. En serio. Pero después me planteo —con ese anhelo inexorable, con toda mi histeria febril y ese absurdo carácter hambriento que tengo— ¿a qué voy a dedicar mi energía, entonces?

Para eso también recibo una respuesta:

Busca a Dios, me sugiere mi gurú. Busca a Dios como busca el agua un hombre con la cabeza en llamas.

Come, reza, ama
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