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En eso era una auténtica novata. Y como es la primera vez que saco esa palabra tan fuerte —Dios— en este libro, pero va a salir muchas veces en estas páginas, parece lógico que me detenga aquí durante un momento para explicar exactamente a qué me refiero cuando la empleo, para que la gente pueda decidir cuanto antes si se va a ofender mucho o poco.
Dejando para después el debate sobre si Dios existe (no, mejor todavía: vamos a saltarnos el tema del todo), dejadme aclarar primero por qué uso la palabra Dios cuando podría usar perfectamente las palabras Jehová, Alá, Siva, Brahma, Visnú o Zeus. Por otra parte, también podría llamar a Dios «Eso», tal como hacen las sagradas escrituras sánscritas, pues se acerca bastante a esa entidad integral e innombrable que he experimentado en algunas ocasiones. Pero ese «Eso» me parece impersonal —un objeto, no un ente— y, en cuanto a mí se refiere, soy incapaz de rezar a un «Eso». Necesito un nombre propio para apreciar debidamente esa sensación de asistencia personal. Por ese mismo motivo, al rezar no dirijo mis plegarias al Universo, ni al Gran Espacio, la Fuerza, el Ser Supremo, el Todo, el Creador, la Luz, el Altísimo, ni tampoco a la versión más poética del nombre de Dios, que procede, según tengo entendido, de los evangelios apócrifos: «La Sombra de la Mudanza».
No tengo nada en contra de ninguno de estos términos. Me parecen todos iguales, porque todos son descripciones, adecuadas o inadecuadas, de lo indescriptible. Pero es cierto que cada uno de nosotros necesita dar un nombre funcional a este ente indescriptible y, como «Dios» es el nombre que a mí me resulta más cercano, es el que uso. También he de confesar que suelo referirme a Dios como «Él», cosa que no me preocupa, porque lo considero sólo un práctico pronombre personal, no una descripción anatómica precisa, ni una causa revolucionaria. Por supuesto, me parece bien que determinadas personas se refieran a Dios como «Ella», y comprendo su necesidad de hacerlo. Repito que, para mí, ambos términos son equiparables, igual de adecuados o inadecuados. Lo que sí creo es que poner en mayúsculas el pronombre que se emplee es un buen detalle, una pequeña deferencia ante la divinidad.
Culturalmente, aunque no teológicamente, soy cristiana. Nací en el seno de la comunidad protestante de la cultura anglosajona blanca. Y pese a amar a ese gran maestro de la paz que fue Jesucristo, y reservándome el derecho a plantearme qué hubiera hecho Él en ciertas situaciones complicadas, soy incapaz de tragarme ese dogma cristiano de que Cristo es la única vía para llegar a Dios. En sentido estricto no puedo considerarme cristiana. La mayoría de los cristianos que conozco aceptan mis opiniones sobre este tema con generosidad y tolerancia. Aunque, a decir verdad, la mayoría de los cristianos que yo conozco son poco estrictos. En cuanto a los que tienen ideas más estrictas (a mi modo de ver), lo único que puedo hacer aquí es disculparme por cualquier posible ofensa y comprometerme a no inmiscuirme en sus asuntos.
Invariablemente, me he identificado con los místicos trascendentes de todas las religiones. Siempre me ha producido una profunda emoción oír decir a alguien que Dios no vive en un texto dogmático, ni en un distante trono en los cielos, sino que convive estrechamente con nosotros, mucho más próximo de lo que podríamos pensar, sensible a las zozobras humanas. Doy las gracias a cualquiera que, tras viajar al centro de un corazón humano, haya regresado al mundo para informarnos de que Dios es una experiencia de amor supremo. En todas las tradiciones religiosas que se conocen siempre ha habido santos místicos y trascendentes que narran exactamente esta experiencia. Por desgracia muchos de ellos acabaron en la cárcel o murieron asesinados. Aun así, los admiro profundamente.
Dicho todo esto, lo que pienso hoy de Dios es muy sencillo. Pondré un ejemplo para explicarlo: yo tenía una perra fantástica. La había sacado de la perrera municipal. Era una mezcla de unas diez razas distintas, pero parecía haber heredado los mejores rasgos de todas ellas. Era de color marrón. Cuando la gente me preguntaba: «¿De qué raza es?», siempre les contestaba lo mismo: «Es una perra marrón». Asimismo, cuando me preguntan: «¿Tú en qué Dios crees?», mi respuesta es sencilla: «Creo en un Dios grandioso».