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El tema central de las jornadas, y su gran objetivo, es el estado turiya, es decir, el cuarto estado de nuestra conciencia, que es especialmente escurridizo. Según dicen los yoguis, la mayoría de nosotros nos movemos siempre entre tres estados de conciencia diferentes: la vigilia, el sueño y el sueño profundo (sin ensoñaciones). Pero, además, existe un cuarto nivel. Este último es testigo de los otros tres estados y funciona a un nivel de conciencia integral que los engloba a todos. Es la conciencia en estado puro, una apreciación inteligente capaz —por ejemplo— de recordarte lo que has soñado cuando te despiertas. Tú te vas al país de los sueños, por así decirlo, pero alguien vela esos sueños mientras tú duermes. ¿Quién es ese testigo? ¿Quién se mantiene siempre fuera de nuestra mente, contemplando sus pensamientos? Un yogui diría que se trata de Dios. Y si sabes acceder a ese estado de testigo consciente, entonces puedes estar con Dios cuando quieras. Esta conciencia constante, esta apreciación de la presencia de Dios en nuestro interior, sólo sucede en el cuarto estado de la conciencia que se denomina turiya.

Sabrás si has alcanzado el nivel turiya si experimentas una felicidad constante. La persona que vive en un estado de turiya no tiene cambios de estado de ánimo ni teme al paso del tiempo ni sufre las pérdidas que experimenta en la vida. «Puro, limpio, vacío, tranquilo, reposado, desinteresado, eternamente joven, constante, eterno, nonato e independiente, vive sumido en su propia grandeza», dicen los Upanisad —los libros sagrados del hinduismo— de aquel que ha alcanzado el estado del turiya. Todos los grandes santos, gurús y profetas de la historia vivían en un constante estado de turiya. En cuanto al resto de los mortales, la mayoría lo hemos experimentado alguna vez aunque sólo sea durante unos instantes. Casi todos —aunque sólo sea durante dos minutos de nuestra vida— hemos sentido en un momento dado una sensación inexplicable de absoluta felicidad, ajena a lo que estuviéramos viviendo en el mundo exterior. Tan pronto eres el tío de siempre, viviendo la rutina diaria a trancas y barrancas como de repente, sin que cambie nada, te sientes elevado por la gracia de Dios, lleno de admiración, colmado de felicidad. Sin que exista ningún motivo aparente, todo te parece perfecto.

Obviamente, la mayoría de nosotros entramos y salimos de este estado a toda velocidad. Es casi como si alguien quisiera burlarse de ti, mostrándote una breve imagen de tu perfección interior y haciéndote volver a toda prisa a la «realidad», donde siguen tus problemas y ansiedades de siempre. Siglo tras siglo muchos han querido prolongar ese estado de felicidad perfecta valiéndose de medios externos —como las drogas, el sexo, el poder, la adrenalina y la acumulación de objetos bellos—, pero no lo han conseguido. Buscamos la felicidad en todas partes, pero somos como el famoso mendigo de Tolstoi, que se pasaba la vida pidiendo limosna a todos los que le pasaban por delante sin saber que estaba sentado encima de una vasija llena de oro, es decir, que tenía lo que buscaba pero sin saberlo. Todos tenemos dentro un tesoro, que es nuestra perfección. Pero para conseguirlo tienes que abandonar el ajetreo de la mente y las necesidades del ego y entrar en el silencio del corazón. El kundalini shakti —la suprema energía de lo divino— te guiará.

Por eso estamos todos aquí.

Al escribir esa frase, lo que quería decir era: «Por eso han venido a las jornadas espirituales de este ashram indio un centenar de personas procedentes del mundo entero». Pero los filósofos y los santos yoguis estarían de acuerdo con la frase más general: «Por eso estamos todos aquí». Según los místicos, esta búsqueda de la felicidad divina es el gran objetivo de nuestra vida. Por eso elegimos nacer y por eso el sufrimiento y el dolor de esta vida merecen la pena, porque nos dan la oportunidad de experimentar este amor infinito. Y una vez descubierta nuestra divinidad interna, ¿somos capaces de conservarla? En caso de que sea así…, seremos felices.

Durante las jornadas siempre me pongo al fondo del templo, viendo a los participantes meditar en la silenciosa penumbra. Tengo que conseguir que todos estén a gusto y también estar atenta para detectar si alguno tiene algún problema o necesidad. Todos han hecho un voto de silencio que deben cumplir mientras dure su estancia y al ir pasando los días se van sumergiendo en el silencio hasta que el ashram entero está colmado de su quietud. Por respeto a los integrantes de las jornadas todos caminamos de puntillas y comemos en absoluto silencio. De nuestros tiempos de cháchara no queda ni rastro. Hasta yo estoy callada. Es un silencio semejante al de la medianoche, esa quietud atemporal que solemos experimentar a las tres de la madrugada, estando completamente solos; pero en este caso se produce a plena luz del día y es compartido por todos los habitantes del ashram.

Viendo meditar a este centenar de almas, no tengo ni idea de lo que estarán pensando o sintiendo, pero sí sé lo que querrán experimentar y les dedico todas mis oraciones a ellos, haciendo curiosas propuestas como ésta: Te ruego que concedas a esta gente maravillosa todas las bendiciones que pudieras tenerme asignadas a mí. Me he propuesto no meditar nunca a la vez que los visitantes; se supone que tengo que estar pendiente de ellos, no de mi propio viaje espiritual. Pero todas las mañanas me elevo sobre las ondas de su misticismo colectivo, como esas aves predadoras que aprovechan las corrientes termales terrestres que las elevan por los aires a una altura mucho mayor que la que habrían alcanzado sólo con sus alas. Así que no es sorprendente que sea en este momento cuando me sucede algo impresionante. Un jueves por la tarde, cuando estoy al fondo del templo atenta a mi labor de coordinadora social, con mi tarjeta identificativa y todo, de pronto me veo entrar por las puertas de universo y viajar hasta el centro de la mano de Dios.

Come, reza, ama
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