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Dicho esto, seré sincera y confesaré que tres tardes metida en la librería local me bastan para descubrir que todas mis ideas sobre el paraíso balinés eran equivocadas. Cuando conocí Bali hace dos años, me dio por contar que esta pequeña isla era la única verdadera utopía del mundo entero, un lugar que sólo conocía la paz, la armonía y el equilibrio desde el inicio de los tiempos. Un perfecto jardín del Edén sin ningún episodio de violencia ni derramamiento de sangre en toda su historia. No sé de dónde me había sacado aquella idea tan estupenda, pero la repetía totalmente convencida.
—Si hasta los policías llevan flores en el pelo —decía, como si eso fuese la máxima prueba.
Sin embargo, lo cierto es que Bali tiene una historia exactamente igual de sanguinaria y tiránica que todos los lugares de la Tierra donde hayan vivido seres humanos. Cuando los reyes javaneses emigraron aquí en el siglo XVI, lo que establecieron fue una colonia feudal con un estricto sistema de castas que —como todos los sistemas de castas que se precien— mostraba una escasa o nula consideración por los desfavorecidos. La economía de Bali se estableció sobre un lucrativo comercio de esclavos (que no sólo se adelantó varios siglos a la participación europea en el tráfico internacional de esclavos, sino que la sobrevivió ampliamente). En cuanto a la política local, la isla estaba sometida a los constantes enfrentamientos entre reyes rivales, que atacaban continuamente (con violaciones y asesinatos en masa) a sus vecinos. Hasta finales del siglo XIX los balineses fueron temidos por los comerciantes y marinos, que los consideraban unos adversarios feroces. (La palabra amok, que usó Stefan Zweig como título de una de sus novelas, es una técnica bélica balinesa que consiste en enfrentarse salvaje y alocadamente al enemigo en un cuerpo a cuerpo sanguinario y suicida). Con un disciplinado ejército de 30 000 soldados los balineses vencieron a sus invasores holandeses en 1848, de nuevo en 1849 y les dieron la puntilla en 1850. Sólo se dejaron vencer por los holandeses cuando los monarcas rivales de Bali rompieron filas y se traicionaron entre sí para lograr el poder, alineándose con el enemigo para conseguir provechosos acuerdos comerciales. Así que vender la historia actual de la isla como un sueño paradisiaco es distorsionar la realidad; no se puede decir que estas gentes se hayan pasado el último milenio tan campantes, sonriendo y cantando alegres canciones.
Pero en las décadas de 1920 y 1930, cuando los viajeros occidentales más enterados descubrieron Bali, optaron por ignorar su pasado sanguinario y decidieron bautizarlo como «La isla de los dioses», donde «todos son artistas» y se vive en un estado de felicidad inmaculada. Este sueño idílico ha calado tan hondo que la mayoría de la gente que llega a Bali por primera vez (incluida yo) se lo tragan. «No le perdono a Dios que no me haya hecho balinés», dijo el fotógrafo alemán George Krauser cuando visitó Bali en la década de 1930. Atraídos por esa belleza y serenidad sobrenatural de la que tanto les hablaban, los turistas más selectos también optaron por viajar a la isla, artistas como Walter Spies, escritores como Noël Coward, bailarinas como Claire Holt, actores como Charlie Chaplin e intelectuales como Margaret Mead (que, sin dejarse engañar por los pechos desnudos, describió sabia y certeramente la cultura balinesa como una sociedad tan remilgada como la Inglaterra victoriana: «No hay ni un gramo de atrevimiento en su sensualidad»).
La juerga acabó en la década de 1940, cuando el mundo entró en guerra. Los japoneses invadieron Indonesia y los felices expatriados tuvieron que huir de sus jardines balineses atendidos por sus bellos sirvientes. En la lucha por la independencia indonesia que se desencadenó tras la guerra Bali acabó tan dividida y devastada por la violencia como el resto del archipiélago y en la década de 1950 (según un estudio llamado Bali: el paraíso inventado) todo occidental que se atreviese a poner un pie en la isla tenía casi que dormir con una pistola bajo la almohada. En la década de 1960 la lucha por el poder convirtió Indonesia en un campo de batalla entre nacionalistas y comunistas. Tras el fallido golpe de Estado que hubo en Yakarta en 1965 llegaron a la isla tropas de soldados nacionalistas encargados de depurar a los balineses comunistas. En cosa de una semana, contando con la colaboración de la policía y las autoridades locales, las tropas nacionalistas dejaron un reguero de sangre en todas las aldeas de la isla. Al acabar la siniestra matanza, unos cien mil cadáveres se amontonaban en los hermosos ríos de Bali.
Fue en la década de 1960 cuando renació el sueño de un paraíso legendario, cuando el Gobierno indonesio decidió reinventarse Bali como «La isla de los dioses», eslogan de una gran campaña publicitaria que tuvo un éxito enorme en el mercado internacional. Los turistas que regresaron a Bali eran un grupo de intelectualoides (la isla nunca fue un bastión militar tampoco) a los que les interesaba la belleza artística y religiosa de la cultura balinesa. Se pasaron por alto los aspectos más tétricos de su historia. Y así hasta hoy.
Después de pasar varias tardes leyendo sobre este tema en la biblioteca local me quedo un poco desconcertada. Un momento, me digo a mí misma. ¿Para qué había venido yo a Bali? Para hallar el equilibrio entre el placer terrenal y la devoción espiritual, ¿no? Pero ¿estoy en el sitio adecuado? ¿Es verdad que los balineses llevan una vida más pacífica y equilibrada que nadie en el mundo? La verdad es que parecen equilibrados, eso sí, con tanto baile, oración y celebración y tanta belleza y tanta sonrisa, pero no acabas de saber muy bien qué hay detrás de todo eso. Es verdad que los policías llevan una flor en la oreja, pero Bali es un hervidero de corrupción, como el resto de Indonesia (el otro día lo pude comprobar cuando di a un funcionario uniformado varios centenares de dólares de dinero extraoficial para que me alargara ilegalmente la extensión del visado a cuatro meses). Los balineses viven, literalmente, de esa imagen que tenemos de ellos como las personas más pacíficas, místicas y artísticamente expresivas del mundo, pero ¿qué parte de la leyenda es verdad y qué parte forma parte de su economía nacional? ¿Cuánto puede llegar a saber una extranjera como yo sobre las tensiones ocultas que pueda haber tras esos «rostros relucientes»? Aquí pasa igual que en el resto del mundo. Si miras la imagen de cerca, las líneas se difuminan y se convierten en una masa ambigua de brochazos borrosos y píxeles entremezclados.
De momento lo único que puedo decir es que estoy encantada con la casa que he alquilado y que los balineses han sido amabilísimos conmigo, sin excepción. El arte y las ceremonias de este país me parecen hermosos y tonificantes, cosa en la que ellos parecen estar de acuerdo. Ésa es mi experiencia de un lugar que probablemente sea mucho más complejo de lo que yo sospecho. Pero lo que los balineses tengan que hacer para mantener su equilibrio vital (y ganarse el pan) es cosa suya. Lo que yo he venido a hacer es trabajarme mi propio equilibrio interno y, de momento, me sigue pareciendo un entorno adecuado para conseguirlo.