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Lo de Florencia es sólo un fin de semana; el viernes por la mañana hago un corto viaje en tren para ir a visitar al tío Terry y la tía Deb, que han venido de Connecticut para conocer Italia y también para ver a su sobrina, por supuesto. Cuando llegan, a última hora de la tarde, los llevo a dar un paseo para ver el Duomo, que siempre es un espectáculo impresionante, como demuestra la reacción de mi tío:
—¡La leche! —dice, añadiendo tras una pausa—: Aunque puede que no sea lo más adecuado para alabar una iglesia católica…
Vemos El rapto de las sabinas —violadas ahí mismo, en mitad del jardín de las esculturas, sin que nadie haga nada para impedirlo— y hacemos los honores a Miguel Ángel, al Museo de las Ciencias y a las vistas que se contemplan desde las colinas que rodean la ciudad. Y me despido de mis tíos, dejándolos que disfruten del resto de sus vacaciones sin mí, y me voy sola a la próspera y holgada Lucca, una pequeña ciudad toscana famosa por sus carnicerías, que exhiben las mejores piezas de toda Italia con una sensualidad inigualable, como si dijeran «pruébame, que estás deseando». Salchichas en todos los tamaños, colores y versiones imaginables, como piernas de mujer embutidas en unas provocativas medias, se bambolean desde los techos de las tiendecillas. Voluptuosos jamones cuelgan de las ventanas, engatusando a los viandantes como las prostitutas del barrio rojo de Ámsterdam. Los pollos tienen un aspecto tan rollizo y satisfecho, aun estando muertos, que te los imaginas prestándose orgullosamente al sacrificio tras competir unos con otros para ver cuál llegaba a ser el más tierno y rechoncho. Pero en Lucca no sólo es maravillosa la carne; también están las castañas, los melocotones, los pasmosos higos que llenan los escaparates. Dios mío, qué higos…
La ciudad también es famosa, cómo no, porque en ella nació Puccini. Sé que ese tema debería interesarme, pero me interesa mucho más el secreto que me ha contado uno de los fruteros locales: las mejores setas de la ciudad se comen en un restaurante que está justo enfrente de la casa donde nació Puccini. Así que me paseo por Lucca, preguntando en italiano a la gente: «¿Sabes dónde está la casa de Puccini?», hasta que un amable lugareño me acompaña hasta allí. Lo más probable es que se quede muy sorprendido cuando le digo Grazie y me doy media vuelta, yendo justo en dirección contraria a la entrada del museo, hasta entrar en el restaurante de enfrente, donde espero a que escampe la lluvia mientras me como un plato de risotto ai funghi.
Ahora no recuerdo bien si fue antes o después de Lucca cuando fui a Bolonia, una ciudad tan hermosa que mientras estuve allí no pude parar de cantar: «¡Bolonia es el apellido y el nombre es Bonita! ¡Bonita Bolonia!». Los sobrenombres tradicionales de la ciudad —con su maravillosa arquitectura de ladrillo rojo y su célebre opulencia— son la Roja, la Gorda y la Bella. (Sí, estuve a punto de usarlos como título para este libro). Efectivamente, se come mucho mejor aquí que en Roma, o puede que pongan más mantequilla a los guisos. Hasta el gelato es mejor (me siento un poco traidora al decirlo, pero es verdad). Las setas que tienen aquí son como unas enormes lenguas orondas y sensuales y el prosciutto recubre las pizzas como un fino velo de encaje drapeado sobre el sombrero elegantón de una dama. Y, cómo no, de aquí es la salsa boloñesa, que se carcajea desdeñosamente de cualquier otra versión de un ragú.
Estando en Bolonia caigo en la cuenta de que en inglés no hay una expresión equivalente a la de buon appetito. Es una pena, pero también es muy revelador. También descubro que las paradas de tren italianas son como un tour por los nombres de las comidas y las bebidas más famosas del mundo: siguiente parada, Parma… Siguiente parada, Bologna… Siguiente parada, Montepulciano… En los trenes dan de comer, por supuesto, unos sándwiches diminutos y una buena taza de chocolate caliente. Cuando llueve, lo mejor es tomar un tentempié y seguir el viaje. En una de las ocasiones en el compartimento de tren me toca un joven italiano bastante guapete que duerme hora tras hora mientras afuera llueve sin parar y yo voy comiéndome una ensalada de pulpo. El tío se despierta poco antes de que lleguemos a Venecia, se rasca los ojos, me mira atentamente de pies a cabeza y murmura en voz muy baja: Carina. Que quiere decir «chica mona».
Grazie mille, le digo con retintín. Mil gracias.
Al oírme, se queda sorprendido. No se imaginaba que yo supiera italiano. Yo tampoco me lo imaginaba, la verdad. Pero después de una charla de casi veinte minutos me doy cuenta de que sí lo hablo. He cruzado no sé qué barrera y resulta que sé hablar italiano. No lo voy traduciendo; lo hablo por las buenas. Por supuesto que digo algo mal en todas las frases y sólo manejo tres tiempos verbales, pero estoy comunicándome con este tío sin demasiado esfuerzo. Vamos, que me la cavo, como dirían ellos, que quiere decir «me las arreglo», aunque la expresión italiana es con el verbo «descorchar», así que en realidad significa algo así como: «Sé lo suficiente de este idioma como para bandeármelas en una situación difícil».
A todas éstas, ¡el tipo está ligando conmigo! La verdad es que no puedo decir que me moleste. El chico no está mal del todo. Aunque de chulería va bien servido, eso sí. En un momento dado me dice en italiano con intención de piropearme a su manera:
—No estás demasiado gorda para ser americana.
—Y tú no eres demasiado grasiento para ser italiano —le contesto en inglés.
—Come? —me pregunta.
Se lo repito en italiano, aunque modificando la frase ligeramente:
—Y tú eres tan encantador como todos los italianos.
¡Sé hablar este idioma! El chico cree que me gusta, pero estoy coqueteando con las palabras. Dios mío… ¡al fin me he soltado! ¡Me he descorchado la lengua y el italiano me fluye hacia fuera! El tío quiere que nos veamos en Venecia, pero no me interesa lo más mínimo. Estoy perdidamente enamorada, sí, pero del lenguaje, así que lo dejo ir. Además, ya tengo una cita en Venecia. He quedado con mi amiga Linda.
Linda la Loca, como yo la llamo, aunque no está loca, vive en Seattle, una ciudad húmeda y gris. Quería venir a Italia a verme, así que le he dicho que se una a esta etapa de mi viaje, porque me niego —me niego rotundamente— a ir a la ciudad más romántica del mundo yo sola. Ni hablar, ahora, no; este año, no. Me da por imaginarme a mí misma más sola que la una, sentada en la popa de una góndola que lleva un gondolero cantarín, deslizándome entre la bruma mientras… ¿leo una revista? Es una escena patética, parecida a subirse una cuesta sola, pedaleando en una de esas bicicletas tándem para dos. Así que Linda me va a hacer compañía, compañía de la buena, además.
A Linda la conocí (con su pelo rasta y sus piercings) hace casi dos años en Bali, cuando fui a hacer el reportaje sobre el yoga vacacional. Después de aquello también nos fuimos juntas a Costa Rica. Linda es una persona con la que me gusta mucho viajar, una especie de duendecilla embutida en unos pantalones de terciopelo rojo, incansable y entretenida y sorprendentemente organizada. Linda tiene una de las almas más intactas del mundo, además de una total incomprensión de la depresión y una autoestima que jamás se planteó dejar de estar alta. Una vez me dijo, mirándose en un espejo: «Es verdad que no soy una de esas que están maravillosas se pongan lo que se pongan, pero no puedo evitar quererme a mí misma». También tiene una maravillosa capacidad para mandarme callar cuando me pongo a darle la matraca con preguntas metafísicas tipo: «¿Cómo es la naturaleza del universo?». (La respuesta de Linda: «Lo que yo me pregunto es: “¿Por qué lo preguntas?”»). Linda quiere dejarse crecer las rastas del pelo hasta poder entretejerlas en un armazón de alambre sobre su cabeza, «como un jardín ornamental» donde tal vez pueda anidar algún pájaro. Los balineses la adoraban. Y los costarricenses también. Cuando no está cuidando de sus lagartos y hurones, dirige un equipo de programadores informáticos en Seattle, donde gana más dinero que cualquiera de nosotros.
Cuando nos encontramos en Venecia, Linda mira el mapa de la ciudad con gesto enfurruñado, le da la vuelta, localiza nuestro hotel, se orienta y anuncia con su humildad característica: «A esta ciudad le vamos a ver hasta el culo».
Su alegría y su optimismo no tienen nada que ver con esta ciudad apestosa, indolente, semihundida, tenebrosa, callada y extraña. Venecia parece el sitio idóneo donde sufrir una muerte lenta y alcoholizada, o donde perder a un ser amado, o donde perder el arma causante de la pérdida de ese ser amado. Al ver Venecia me alegro de haberme instalado en Roma. Me da la sensación de que aquí habría tardado más en dejar de tomar los antidepresivos. Venecia tiene la hermosura de una película de Bergman; la admiras, pero no es el sitio donde más te apetece vivir.
La ciudad entera está desconchada y marchita, como los aposentos clausurados de una mansión venida a menos, a cuyos dueños les saldría tan caro adecentarlos que prefieren clavarles unos tablones y olvidarse de los objetos valiosos que contienen. Pues así es Venecia. Las aguas grasientas del Adriático estrujan los cimientos de unos edificios torturados desde el siglo XVI, cuando se construyó este experimento de feria de las ciencias. Oye, ¿y si construimos una ciudad metida en el mar?
Bajo los brumosos cielos de noviembre, Venecia tiene un aire tenebroso. La ciudad cruje y se bambolea como un muelle pesquero. Pese a lo convencida que está Linda de que tenemos Venecia bajo control, nos perdemos todos los días, sobre todo de noche, cuando acabamos metidas en unos siniestros callejones sin salida que acaban de golpe, y peligrosamente, en las aguas del canal. Una noche de niebla pasamos junto a un viejo edificio que parece estar gimiendo de dolor.
—No te preocupes —me dice Linda animadamente—. Es el Diablo, que le suenan las tripas.
Le enseño mi palabra italiana preferida —attraversiamo («crucemos la calle»)— y nos largamos de ahí bastante asustadas.
Cuando vamos a un restaurante próximo a nuestro hotel, la dueña —una veneciana joven y guapa— reniega de su destino. Odia Venecia. Nos jura que todos los que viven en Venecia la consideran una tumba. Hace años se enamoró de un artista de Cerdeña que le había prometido un mundo de luz y sol, pero la abandonó con tres hijos y no le quedó más remedio que volver a Venecia para hacerse cargo del restaurante familiar. La mujer tiene mi edad, pero parece aún mayor que yo; y cuesta creer que un hombre pueda haber hecho una cosa así a una mujer tan atractiva. («Era un hombre poderoso», me dice. «Y yo me moría de amor en silencio»). Venecia es una ciudad conservadora. La mujer ha tenido alguna que otra historia de amor, tal vez con hombres casados, y las cosas siempre acaban mal. Los vecinos hablan de ella, aunque se callan al verla entrar. Su madre le suplica que se ponga un anillo de casada aunque sólo sea por mantener las apariencias, diciéndole: Cariño, esto no es Roma, donde puedes llevar una vida todo lo escandalosa que quieras. Todas las mañanas, cuando Linda y yo bajamos a desayunar y preguntamos a la triste veneciana joven/vieja qué tal tiempo va a hacer, ella levanta el dedo índice de la mano derecha, se lo pone en la sien como si fuera una pistola, y dice: «Más lluvia».
Pero yo no me deprimo aquí. Sabiendo que son sólo unos días, sobrellevo y hasta disfruto del melancólico naufragio de Venecia. Algo en mi interior me dice que esta melancolía no es mía, sino que es algo propio y consustancial a la ciudad y ya tengo la suficiente salud mental como para poder distinguir entre Venecia y yo. No puedo evitar pensar que esto es una señal de que me estoy curando, de que me estoy coagulando por dentro. Hubo unos años desesperantes en que estaba tan perdida que experimentaba toda la tristeza del mundo como algo propio. Todo lo triste me permeaba, dejando tras de sí un rastro húmedo.
Aun así, es difícil deprimirse estando con la locuaz Linda, que intenta convencerme de que compre un enorme gorro de piel morada, o comenta de la cena asquerosa que nos dan una noche: «¿Esto qué es, palitos salados de ternera?». Es una luciérnaga, la pequeña Linda. En la Venecia medieval había un personaje llamado el codega, un sereno que por unas monedas te mostraba el camino con un farol, asustando a los ladrones y demonios y amparándote en la oscuridad de la noche. Eso es justo lo que hace Linda, mi codega veneciana provisional, enviada especialmente y en tamaño viaje.