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Un par de días después me apeo en una Roma sumida en un caos cálido, soleado y eterno donde —inmediatamente, en cuanto pongo los pies en la calle— oigo los vítores casi futboleros de una manifestazione cercana, la enésima reivindicación laboral. El taxista no sabe decirme qué es lo que piden esta vez, fundamentalmente porque, según parece, le trae sin cuidado. «’Sti cazzi», dice de los manifestantes. (Traducción literal: «Qué cojones», o, como diríamos nosotros: «Me importa una mierda»). El caso es que me alegro de haber vuelto. Después de la sobria contención de Venecia me alegro de volver a un sitio donde veo a un hombre con una chaqueta de leopardo pasar ante un par de adolescentes que se están metiendo mano en plena calle. Esto sí que es una ciudad viva y despierta, que luce su coquetería y su sensualidad a pleno sol.

De repente recuerdo lo que me dijo Giulio, el marido de mi amiga Maria. Estábamos sentados en la terraza de un café, haciendo nuestras prácticas de conversación, y me preguntó qué opinaba de Roma. Le dije que era un sitio que me encantaba, por supuesto, aunque sabía que no era mi ciudad, no era donde iba a pasar el resto de mi vida. Roma tenía algo que me era ajeno, pero no sabía bien el qué. Justo cuando estábamos hablando, nos pasó por delante una persona que nos aportó una gran ayuda visual. Era una mujer, la quintaesencia de la fémina romana, una señora de cuarenta y tantos años maravillosamente arreglada, embadurnada de joyas, con tacones de doce centímetros, una falda con una abertura del tamaño de un brazo y esas gafas de sol que parecen un coche de carreras (y deben de costar más o menos lo mismo). Paseaba a un perrillo de raza atado a una correa recubierta de joyas y en su ajustada chaqueta lucía un cuello de piel que parecía la de su perrillo anterior. Caminaba envuelta en una increíble aureola de glamour, como diciendo: «Está claro que me vas a mirar, pero yo me niego a mirarte». Costaba creer que hubiera pasado diez minutos de su vida sin llevar rímel. La mujer era todo lo contrario de lo que soy yo, que tengo un estilo al que mi hermana llama «vestirse a lo Stevie Nicks dando clase de yoga en pijama».

Señalándosela a mi amigo, le dije:

—Mira, Giulio. Ahí tienes una mujer romana. Es imposible que Roma sea a la vez su ciudad y la mía. Sólo una de las dos está en su sitio. Y creo que sabemos perfectamente cuál es.

—Puede que Roma y tú uséis palabras distintas —dijo Giulio.

—¿A qué te refieres?

—¿No sabes que el secreto para entender a una ciudad y a sus gentes es aprender… la palabra de la calle?

Entonces me explicó, en una mezcla de inglés, italiano y gestos, que todas las ciudades tienen una sola palabra que las identifica, que define a la mayoría de sus habitantes. Si pudieras leer el pensamiento de la gente con la que te cruzas por la calle, descubrirías que la mayor parte de ellos están pensando lo mismo. Sea cual sea ese pensamiento, ésa es «la palabra» de la ciudad. Y si tu palabra no concuerda con la de la ciudad, entonces no es tu sitio.

—¿Cuál es la palabra de Roma? —le pregunté.

—SEXO —me espetó.

—Pero ¿eso no es un estereotipo que existe sobre Roma?

—No.

—Pero habrá gente en Roma que piense en cosas distintas del SEXO, ¿no?

—No —insistió Giulio—. Todos ellos, a todas horas, sólo piensan en el sexo.

—¿Incluso en el Vaticano?

—Eso es distinto. El Vaticano no forma parte de Roma. Por eso su palabra es distinta. La suya es PODER.

—Yo creía que era FE.

—Es PODER —me repitió—. Créeme. Pero la palabra de Roma es SEXO.

Entonces, si es verdad lo que dice Giulio, esa palabra tan corta —SEXO— cubre los adoquines de las calles por las que paseas, corre por los caños de las fuentes, llena el aire como el ruido del tráfico. Pensar en ello, vestirse para ello, buscarlo, planteárselo, rechazarlo, convertirlo en un deporte y un juego… Eso es a lo único a lo que se dedica la gente. Por eso, pese a su enorme belleza, sé que Roma no es mi ciudad. En este momento de mi vida, no. Porque, ahora mismo, mi palabra no es SEXO. Lo ha sido en otras etapas de mi vida, pero no lo es ahora. Por eso la palabra de Roma, que avanza por las calles como una peonza, me toca y rebota sin afectarme. Al no participar en su palabra, es como si no viviera aquí del todo. La teoría es un poco estrambótica, pero me gusta bastante.

—¿Cuál es la palabra de Nueva York? —me pregunta Giulio.

Lo pienso durante unos instantes, hasta que doy con ello.

—Es un verbo, por supuesto —le confirmo—. Yo creo que es LOGRAR.

(En mi opinión, es una palabra considerablemente distinta de la de Los Ángeles, que también es un verbo: TRIUNFAR. Cuando cuento esta teoría a mi amiga sueca Sofie, dice que cree que la palabra de las calles de Estocolmo es CONFORMARSE, cosa que nos deprime a las dos).

—¿Cuál es la palabra de Nápoles? —pregunto a Giulio, que conoce bien el sur de Italia.

—LUCHAR —decide, y luego añade—: ¿Cuál era la palabra de tu familia cuando eras pequeña?

Qué difícil. Paso un rato pensando en una palabra que combine FRUGAL e IRREVERENTE. Pero Giulio pasó a hacerme la siguiente pregunta, que era evidente:

—¿Cuál es tu palabra?

Eso sí que no lo sé.

Ahora, después de pasarme varias semanas pensándolo, tampoco lo sé. Puedo decir algunas de las palabras que descarto claramente. Mi palabra no es MATRIMONIO, eso desde luego. Tampoco es FAMILIA (que era la palabra de la ciudad donde viví varios años con mi marido y que, al no encajar con ella, me produjo un enorme sufrimiento). Ya no es depresión, gracias a Dios. No me importa compartir con Estocolmo la palabra CONFORMARSE. Pero ya no creo que el LOGRAR de Nueva York me defina del todo aunque sí ha sido mi palabra hasta cumplir los 30. Puede que la mía de ahora sea BUSCAR. (Pero, seamos sinceros, también podría ser ESCONDER). Durante estos meses que he pasado en Italia mi palabra ha sido sobre todo PLACER, pero no abarca todas las partes de mi ser, porque ya estoy deseando irme a India. Mi palabra podría ser DEVOCIÓN, pero me hace parecer más santurrona de lo que soy sin tener en cuenta la cantidad de vino que he bebido últimamente.

No tengo la respuesta y supongo que precisamente por eso voy a dedicar un año a viajar por el mundo. Para averiguar cuál es mi palabra. Pero hay una cosa que sí puedo decir con toda seguridad. Mi palabra no es SEXO.

O eso creo, al menos. Porque entonces no entiendo por qué mis pies me han llevado ellos solos a una pequeña tienda cerca de la Via Condotti donde —bajo la experta tutela de la sedosa joven encargada— he pasado un par de horas perdida en el tiempo (y me he gastado lo que vale un billete de avión transcontinental), comprando ropa interior como para tener a la consorte de un sultán equipada durante mil y una noches. He comprado sujetadores de todas las formas y formatos. He comprado camisolas transparentes y sutiles y fragmentos de bragas descocadas en todos los colores de una cesta de huevos de Pascua y combinaciones en satenes cremosos y sedas susurrantes y cordeles y atadijos hechos a mano; una colección enorme de tarjetas de San Valentín aterciopeladas, llenas de encaje y disparatadas.

En mi vida he tenido cosas como éstas. ¿Por qué me habrá dado por comprármelas ahora? Al salir de la tienda con mi bolsa de lencería risqué bajo el brazo, de pronto pienso en el grito angustiado que escuché a un hincha futbolero la otra noche en el partido del Lazio, cuando la estrella del equipo —Albertini— había enviado el balón a un sitio absurdo en mitad de la nada sin ningún motivo aparente, cargándose la jugada entera.

Per chi?, había gritado el hincha al borde de la locura. Per chi?

«¿A quién?». ¿A quién le estás pasando el balón, Albertini? ¡Si no hay nadie!

Una vez en la calle, después de pasar unas horas delirantes comprando lencería, recordé esa frase y me la repetí a mí misma en voz baja: Per qui?

¿A quién, Liz? ¿A quién le vas a dedicar toda esta sensualidad decadente? ¡Si no hay nadie! Sólo me quedaban unas semanas en Italia y no tenía ni la menor intención de retozar con nadie. ¿O sí que la tenía? ¿Por fin me había hecho efecto la palabra que predomina en las calles de Roma? ¿Estaba haciendo un último esfuerzo por ser italiana? ¿Era un regalo para mí misma o para un amante que aún no existía ni en mi imaginación? ¿Era un intento de curarme la libido tras el descalabro sexual de mi última relación, que me había dejado el amor propio por los suelos?

Por último, me pregunté a mí misma: «¿Te vas a llevar todas estas monerías a India, nada menos?».

Come, reza, ama
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